Sarah se mecía suavemente como quien acuna a un bebé.
—Para impedir que viera lo que estaba pasando en realidad —manifestó Poole. En su rostro había una expresión compasiva—. ¿Qué es eso del camión blindado?
—Viene una vez por semana, los lunes.
Sarah no miraba a ninguno de los dos hombres; tenía los ojos fijos en Barksdale y hablaba con voz monótona. Las mangas de la chaqueta, empapadas de sangre, se le habían pegado a los antebrazos.
—Todo el proceso es automático —prosiguió—. Solo yo o Chuck Emory, desde Nueva York, podemos cancelarlo, algo que debemos hacer si hay una emergencia o una amenaza a la seguridad pública. Cancelé la recogida esta mañana, pero Freddy no transmitió la orden. El personal de la cámara acorazada espera la llegada del camión, y Freddy dice que viene uno. ¿Dónde esta el maldito doctor?
—Está de camino —respondió Warne.
—¿A qué hora llega el camión? —preguntó Poole.
—Ahora.
—¿Ahora? —exclamó Poole. Miró a Warne—. Eso explica por qué no desconectaron las cámaras del nivel C: no podían permitir que los muchachos del subsuelo sospechasen.
También explica lo que sucedió en el Puerto Espacial. Una última distracción. Nada de tonterías en esta última parte.
Sarah se volvió bruscamente.
—Freddy no lo sabía —afirmó, taladrándolo con la mirada—. Lo engañaron. Le dijeron que nadie resultaría herido. Me lo acaba de decir. —Volvió a ocuparse del moribundo.
Por unos momentos reinó el silencio. Fue Sarah la primera en romperlo.
—No es por eso por lo que te llamé —le dijo a Warne. La voz de Sarah tembló por un instante, pero ella la controló—. Han colocado explosivos en la cúpula.
Las voces de los dos hombres resonaron en la pequeña habitación cuando hablaron al unísono.
—¿Qué? —gritó Warne.
—¿Cómo se ha enterado? —preguntó Poole, al tiempo que se levantaba.
—El pirata creyó que Freddy estaba muerto. Pero él lo oyó cuando hablaba por la radio.
Piensan escapar todos en el camión blindado.
Por un momento se quedaron paralizados por la incredulidad y el horror. Poole fue el primero en salir de la celda y le hizo una seña a Warne para que lo siguiera.
Peccam, que esperaba en el pasillo, se acercó al ver que Poole lo llamaba.
—¿Recuerda el transmisor modificado que encontramos en la bolsa? —le preguntó Poole a Peccam—, ¿aquel que no sabía para qué servía?
El técnico asintió.
—Usted afirmó que podía enviar una señal a gran distancia. —Poole se volvió hacia Warne—.
Para hacerlo, se necesita tener una visión despejada. No podía enviar la señal a través de las paredes.
—Sí, sí, lo recuerdo.
Poole se apartó con una expresión de sorpresa.
—¿Bueno, no lo ve?
Warne intentó concentrarse.
—No.
—En cuanto salgan del parque, utilizarán el transmisor para hacer estallar las cargas explosivas. Harán que la cúpula se desplome sobre los visitantes y aprovecharán el caos para escapar sin que nadie se dé cuenta. —Una sonrisa apareció por un momento en su rostro—. Es algo que tenían decidido desde el principio. Los guardias, la policía, todos estarán ocupados en el rescate y la atención de las víctimas. Eso es lo que yo llamo una verdadera maniobra de distracción.
Warne tuvo la sensación de que había perdido contacto con la realidad. ¿Volar la cúpula?
Intentó hacerse a la idea de lo que eso representaba.
—Lo dice como silo admirara —comentó.
Poole se encogió de hombros y entró de nuevo en la celda Warne lo siguió, aún aturdido.
¿Volar la cúpula? Por unos momentos solo pensó en ir a buscar a Georgia y Terri, y huir.
Pero de inmediato comprendió que, aunque supiera dónde encontrar un lugar seguro, sencillamente no disponía de tiempo. Oyó que Poole le preguntaba a Sarah:
—¿Qué más dijo?
—Eso es todo. Ahora descansa. —Sarah continuó acunando a Barksdale.
—¿Cuánto tardan en cargar el camión blindado?
—No lo sé. Todas las operaciones de la tesorería dependen de Información Tecnológica.
Diez minutos o algo así.
Poole miró a Warne.
—Diez minutos. Estamos con la mierda hasta el cuello, hermano.
Salió de la celda y corrió por el pasillo hacia la antesala. Warne y Peccam le pisaban los talones. Poole miró en derredor. Vio sobre la mesa una guía de los teléfonos internos y comenzó a pasar las páginas.
—Control de la cámara acorazada —murmuró—. Control de la Cámara acorazada. Aquí está.
—Cogió uno de los teléfonos y marcó el número. Esperó unos segundos. Soltó una maldición y colgó el teléfono—. No hay conexión. Era de esperar.
—Pero Terri acaba de hablar con el centro médico.
—¿Acaso le sorprende? Es obvio que John Doe se ha encargado de cortar la conexión telefónica con el control de la cámara acorazada.
—¿Qué más da? Ahora sabemos que van a robar la recaudación y que escaparán todos en el camión blindado. Podemos detenerlo.
—La palabra clave en su frase es «blindado», compañero.
¿Ha olvidado que tienen armas? Un montón de armas, a cuál más bonita. Yo solo tengo una pistola con media docena de balas.
—¿Qué me dice de Allocco? —Warne oyó la nota de desesperación en su propia voz.
—Es imposible que llegue aquí a tiempo.
—¿Los guardias de seguridad?
—Necesitaríamos más tiempo del que disponemos para convencerlos. Además, los guardias de Utopía están desarmados. ¿Qué sugiere? ¿Bolas de papel? ¿Una cadena humana?
—Tenemos que hacer algo —replicó Warne. La sensación de irrealidad había desaparecido, y ahora se sentía dispuesto a todo—. No podemos dejar que el camión salga del parque. Lo que sea que se pueda hacer tendremos que hacerlo nosotros mismos.
—Sus palabras me infunden nuevos ánimos.
—Peccam dice que el transmisor necesita un campo de visión despejado —añadió Warne—.
Eso significa que deben salir del parque. Así que si podemos detener al camión blindado antes de que salga del edificio, no podrán utilizar el transmisor. Ahí está la clave. No harán estallar las cargas para derribar la cúpula hasta que se encuentren a una distancia segura.
—Tiene sentido —reconoció Poole, después de pensarlo durante unos segundos—. Pero no estoy dispuesto a arrojarme delante de un camión blindado para detenerlo. ¿Por qué no utilizamos ese perro mecánico suyo para destruirlo?
—Quizá lo haga. —Warne pensó rápidamente—. ¿Que sabe de explosivos?
—Vaya, creo que sé adónde quiere ir a parar.
—Responda a la pregunta. ¿Qué sabe de explosivos?
—¿Usted qué cree? Sé mucho más de lo que sabe su abuela.
—No meta a mi familia en esto. ¿Por qué no sube y averigua si puede desactivarlos?
—Le puedo dar cuarenta razones para explicarle que es imposible. Porque ese es el número de cargas que hacen falta para derribar la cúpula. Desconozco la distribución, el…
—Es mucho mejor que quedarse aquí.
—No sé qué decirle. Al menos aquí estamos seguros.
—¿Seguros? —protestó Warne—. ¿Qué le hace creer que el peso de la cúpula no aplastará el subterráneo? Además, usted se ofreció para ser mi guardaespaldas. Pues ahora no tiene que cuidar de mí, sino de otras setenta mil personas, incluidas algunas que usted conoce.
Poole lo miró con viveza.
—Vale. Me ha convencido. Si utilizaron cargas explosivas normales, quizá pueda quitar un número suficiente de detonadores para desestabilizar el esquema y evitar que la cúpula se desplome. Pero usted tendrá que encontrar la manera de detener el camión blindado, o de lo contrario acabaré volando por los aires.
Warne asintió.
—No detonarán las cargas hasta que el camión esté bien lejos —añadió Poole—. Tiene que impedir que salgan. Todo depende del tiempo que pueda darme. ¿Entendido?
Warne asintió de nuevo.
—Muy bien. Piense que si no lo hace y salgo volando, mi fantasma lo perseguirá durante toda la eternidad.
—Me parece justo.
—En ese caso, no perdamos más tiempo en charlas.
Poole caminó a paso rápido hacia la puerta. Antes de salir se detuvo.
—Cuídese, amigo.
—Usted también —respondió Warne. Aguardo a que la puerta se cerrara detrás de Poole y luego le dijo a Peccam: Espéreme un minuto, por favor.
Pasó al otro lado de la mesa de la recepción. La butaca estaba vacía, y por un instante tuvo miedo. Luego vio a Terri, que de nuevo se encontraba en el despacho junto a Georgia.
La muchacha se volvió al oír que entraba y de inmediato comprendió por su expresión que ocurría algo grave.
—¿Qué pasa? —preguntó Terri.
Warne titubeó por un momento.
—Me equivoqué cuando dije que esto se había acabado.
Tengo que hacer una cosa.
Terri tragó saliva; apretó con fuerza el manillar de la silla.
Georgia exhaló un suspiro y se movió al oír las voces.
—Escucha —dijo Warne, con una mano sobre el hombro de la joven—. Tengo que pedirte una cosa más. Tienes que ser fuerte, solo una vez más.
Terri le devolvió la mirada sin decir palabra.
—Tendrás que montar guardia aquí hasta que vuelva. No hay tiempo para que salgas del parque, pero creo que aquí estarás segura. Terri, sabes que quiero a mi hija más que a mi vida. Es muy difícil para mí dejarla sola en estos momentos. ¿Recuerdas lo que te dije antes, el miedo de que pudiera pasarle algo a Georgia, y que al final le pasó? Pues ahora no tengo miedo. Puedo marcharme porque sé que tú la cuidarás. No hay nadie más que tú que me merezca una confianza ciega. ¿Lo harás por mí, cuidarás de Georgia y de ti, no importa lo que suceda? ¿Lo harás?
Terri asintió, sin desviar la mirada.
—¿Lo has entendido? ¿Suceda lo que suceda?
Terri acercó el rostro al suyo. Warne la abrazo con los ojos cerrados mientras murmuraba una plegaria.
Luego volvió a la antesala, donde Peccam esperaba pacientemente.
—Necesito que me lleve a un lugar —dijo Warne— ¿Puede indicarme el camino más rápido?
—¿Adónde? —preguntó Peccam, mientras salían. La puerta se cerró detrás de ellos, y en las dependencias de seguridad reinó el silencio.
En Nueva York, Charles Emory III, presidente y director ejecutivo de Utopía Holding Company, cogió el teléfono y comenzó a marcar el número de la delegación del FBI en Las Vegas. Sus movimientos eran lentos, y su rostro mostraba un color ceniciento. Parecía haber envejecido en un abrir cerrar de ojos.
En la meseta desértica que se extendía al sur de la base aérea de Nellis, en lo alto del risco que rodeaba a Utopía, el hombre conocido como Búfalo de Agua descansaba a la sombra.
Había visto el camión blindado cuando subía por la carretera y entraba en el aparcamiento a la hora exacta. Apartó la mirada del horizonte ara observar la montaña de acero cristal que se elevaba en una perfecta curva logarítmica. Los lugares donde había colocado las cargas no se veían a esta distancia, pero reconstruyó mentalmente el orden de los explosivos y buscó en el diagrama algún error oculto o fallos estructurales.
La cúpula estaba muy bien construida y el reparto del peso perfectamente equilibrado en los soportes. Por lo general, prefería los diseños en tres etapas escalonadas a intervalos de un cuarto de segundo. Siempre había conseguido excelentes resultados a la hora de demoler puentes de hormigón armado o de acero cuando trabajaba para los rebeldes chechenos o los congoleños. Pero, dadas las dimensiones de este trabajo y la cantidad limitada de explosivo plástico que podía cargar, había tenido que buscar el diseño óptimo.
Un único anillo de veinte cargas colocadas a intervalos regulares en la base rompería la espina dorsal de la cúpula; una segunda serie de cargas elípticas, colocadas en un anillo más pequeño a media altura, haría explosión al mismo tiempo, para que se hundiera la corona, y hacer que toda la cúpula se desplomara hacia dentro.
Bebió un sorbo de agua de la cantimplora, mientras repasaba la secuencia de la explosión y la caída de la cúpula una y otra vez, desde el principio basta el final y a la inversa. La demolición era un arte, con su propia belleza, algo así como la contraposición de la arquitectura. Y, como el del francotirador, un arte solitario, ideal para personas solitarias.
Dejó de mirar la cúpula y buscó la radio. John Doe lo llamaría de un momento a otro.
Guardó la cantimplora en la bolsa, y luego el libro de Proust. Después se acomodó mejor en la sombra y observó de nuevo el horizonte a la espera de los acontecimientos.
Mucho más abajo, en la amplia extensión del Puerto Espacial dé Calisto, Bob Allocco estaba delante de una de las mesas de caballetes que formaban el puesto de mando avanzado. En una mano sostenía un teléfono; en la otra, una radio. Hablaba por ambos aparatos. A medida que avanzaba la tarea de recuperación de cadáveres, iba en aumento el personal médico, de seguridad y técnico reunido. Sin embargo, a pesar de las docenas de personas agolpadas junto a las entradas y salidas de la Estación Omega, el vasto Puerto Espacial parecía desierto.
Allocco acabó de hablar por teléfono y colgó. Al instante, comenzó a sonar otro.
En medio de todo el trajín, se había olvidado por completo de Sarah Boatwright.
No muy lejos, apoyado en una de las columnas luminosas que bordeaban la entrada a Atmósfera, se encontraba John Doe. Aquí las colas se habían hecho mucho más largas a partir del momento en que se había cerrado sin más el Puerto Espacial. Con los brazos cruzados, se inclinó un poco hacia la cola para escuchar los comentarios de los visitantes.
—Dicen que estalló una bomba —afirmó alguien—. Una bomba de neutrones colocada por un grupo terrorista.
—Pues a mí alguien me habló de un ataque con gases —dijo otro—. Como en aquel lugar en la India. Han muerto trescientos. Todavía están allí.
—Todo eso no son más que tonterías. Estamos en Utopía. Aquí no muere nadie. Si hubiese ocurrido algo, ¿creen que tendrían funcionando las atracciones, que aún nos dejarían estar aquí?
—No lo sé. Miren a aquel grupo que va hacia la salida. Parecen preocupados, poco les falta para correr. Quizá saben algo. Yo creo que deberíamos marcharnos. Son casi las cuatro, y tenemos un viaje de más de una hora hasta el hotel.
—Ni hablar. Llevo todo el día esperando para ver esta película holográfica. Todo esto no son más que estupideces. Seguro que son los propios empleados de Calisto quienes se encargan de difundir los rumores.