Madeira era un lugar precioso, un Paraíso verde en el mar azul, y…
Barksdale dejó de pensar porque estas ilusiones le resultaban demasiado dolorosas.
Sacudió la cabeza y continuó caminando como una fiera enjaulada.
Casi se lo había dicho, cuando la había encontrado junto al lecho de Georgia Warne. Había estado en un tris de pedirle que lo perdonase, que se fuera con él. Claro que en esos momentos, en aquella celda, comprendió que se había estado engañando. Sarah nunca le perdonaría la traición, no solo a ella, sino a lo que en su mente era quizá peor, al parque.
Solo podía desear que Sarah fuese capaz de encontrar la felicidad en otra parte; tal vez, a pesar de sus negativas, con Andrew Warne.
Recordó lo que ella había dicho de John Doe, sobre la manera en que él parecía capaz de leer su mente, de decir precisamente lo que ella deseaba escuchar. Lo mismo le había pasado a él. John Doe parecía encarnar al aristocrático inglés que Barksdale siempre había deseado ser. Sus credenciales eran impecables. Había tratado a Barksdale como a un igual, tanto en su clase social como en inteligencia. Qué sorpresa se había llevado cuando finalmente había descubierto que esa camaleónica interpretación era tan fraudulenta como legítimas eran sus credenciales.
Después se habían sucedido las demás sorpresas. El niño que había resultado herido en la montaña rusa de Notting Hill; aquello no tendría que haber ocurrido. John Doe se había mostrado contrito, le había asegurado que no volvería a pasar. Pero la sorpresa más grande de todas se había producido ese mismo día, cuando Andrew Warne se había presentado una semana antes de lo esperado.
La llegada de Warne estaba prevista, por supuesto. La propia naturaleza del plan aseguraba que tendría que presentarse, antes o después, para quitar los virus de la metarred.
Había sido idea de Barksdale utilizar al equipo de John Doe, como falsos informáticos de KIS, para introducir las órdenes clandestinas en la red de Utopía. A John Doe se le había ocurrido el astuto plan de que Cascanueces intentara romper los cortafuegos de Utopía como pirata exterior. Desde luego, sus intentos no habían tenido éxito, pero sí habían logrado lo que pretendían: que la junta de Utopía solicitara una acción inmediata. Eso había permitido a Barksdale llamar al falo equipo de KIS para que cargara con la responsabilidad y mantenerse fuera de toda sospecha. El habitual secretismo de la junta le había permitido también encargarse en persona de todos los contactos necesarios. Utopía tenía un ciclo de facturación de diez semanas, y finalmente alguien se preguntaría por qué KIS nunca había enviado una factura por sus servicios. Pero para entonces el atraco y la participación de Barksdale serían de dominio público, y él ya estaría muy lejos.
La visita de Warne se había fijado para siete días más tarde. En cambio, se había presentado esa misma mañana en el peor momento para una sorpresa. Entonces Barksdale había comenzado a temer que las cosas salieran mal. Claro que ahora, por supuesto, John Doe alternaba sus amables palabras de consuelo con unas terroríficas amenazas y había abandonado cualquier intento de disimular su desprecio por Barksdale. Incluso las citas de Shakespeare en boca de Doe tenían un tono cínico y provocador. Así que no podía hacer más que seguir adelante, a pesar de sus…
Se oyó un ruido en el pasillo. Era Cascanueces, que volvía del lavabo. «Sí que se ha tomado su tiempo», pensó Barksdale sin mucho interés. La llave giró en la cerradura y se abrió la puerta. Barksdale vio a Lindbergh enmarcado en el vano de la puerta, una mano en la porra, la otra en el pomo. A su lado estaba Cascanueces. Esta vez el pirata tenía las manos a la espalda.
Mientras Barksdale miraba, Cascanueces movió velozmente los brazos hacia delante y los levantó por encima de la cabeza de Lindbergh. Entre las manos sostenía tenso un alambre muy delgado, que brilló por un segundo en la luz, como si lo acabaran de lavar. Con la sensación de que el tiempo se había detenido, Barksdale comprendió de pronto que no quería adivinar dónde había estado oculto el alambre.
Entonces las manos de Cascanueces bajaron y el alambre desapareció en la carne del cuello de Lindbergh.
El guardia levantó instintivamente las manos, medio ahogado. La porra cayó al suelo, rodó por las baldosas y se detuvo apenas pasado el umbral de la celda. Barksdale miraba la escena, paralizado por el horror. El joven se debatió, pero Cascanueces se mantenía casi pegado a su cuerpo, con los puños cruzados y apoyados en la nuca de su víctima para hundir el garrote al máximo.
Después aflojó ligeramente la presión. El guardia bajó las manos al tiempo que tosía y boqueaba para llevar aire a los pulmones. Sin apartar las manos de la nuca del guardia, Cascanueces acercó la boca a la oreja del hombre.
—¿Dónde está mi bolsa? —preguntó.
—Taquilla… —jadeó Lindbergh—. Taquilla.
—¿Dónde?
Lindbergh movió los ojos hacia el final del pasillo.
—¿Está cerrada?
El guardia, con el rostro morado por la falta de aire, asintió con la cabeza.
—¿Llaves?
—Bolsillo.
—Sácalas.
El guardia bajó una mano hacia el bolsillo. No podía bajar la cabeza y tardó unos segundos.
Barksdale siguió el movimiento de los dedos a lo largo de la cintura. Recuperó la esperanza al pensar que milagrosamente se le presentaba la oportunidad de escapar.
Lindbergh encontró el llavero y lo sostuvo entre el pulgar y el índice. El temblor de la mano hacía que las llaves tintinearan.
—¿Cuál?
Con un esfuerzo, Lindbergh levantó el llavero hasta la altura de los ojos y buscó entre las llaves hasta dar con una pequeña de color bronce.
Cascanueces la miró con atención.
—No me estarás engañando, ¿verdad?
El guardia sacudió la cabeza.
—Bien —dijo Cascanueces, y de inmediato apretó el garrote.
Lindbergh comenzó a debatirse con desesperación. Intentaba separar el alambre que lo estrangulaba y lanzaba puntapiés. A punto de perder el equilibrio, Cascanueces se echó hacia atrás y curvó el cuerpo del guardia. Los jadeos de Lindbergh sonaban como una matraca.
Barksdale contemplaba la escena con los ojos desorbitados, incapaz de moverse por el horror.
—No —murmuró.
Cascanueces continuó tensando el garrote, el rostro desfigurado por el esfuerzo. En su desesperación, Lindbergh se había girado y ahora miraba hacia la puerta abierta. La sangre manaba por la boca y en sus ojos había una desgarradora expresión de súplica.
—Esto no está bien —afirmó Barksdale, en un tono más alto.
Los ojos de Lindbergh se entrecerraron y solo quedaron a la vista las órbitas inyectadas en sangre.
—¡No! —gritó Barksdale. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, se adelantó, empuñó la porra y la descargó con todas sus fuerzas contra la cabeza de Cascanueces.
Se oyó el ruido sordo de la madera contra el hueso, y la porra escapó de la mano de Barksdale y cayó al suelo. Durante un par de segundos, Cascanueces mantuvo la presión y luego se desplomó. Lindbergh cayó sobre su verdugo, con los brazos extendidos, los dedos agarrotados.
Barksdale se arrodilló junto al guardia y lo volvió para ponerlo boca arriba. El alambre se había hundido tanto en el cuello que permanecía adherido. Cubierto como estaba de sangre era difícil de sujetar, pero Barksdale consiguió arrancarlo. Le aflojó el cuello de la camisa al guarda y le acarició la frente.
—Vamos, amigo —murmuró, al tiempo que lo sacudía suavemente. —Vamos, vamos. Se salvará.
Sintió un golpe tremendo en los riñones, y el dolor se extendió por su espalda como el estallido de una bomba. Barksdale cayó de costado con un aullido de dolor. Cascanueces se levantó, tambaleante, y miró en derredor. Barksdale siguió su mirada y adivinó las intenciones del pirata, pero Cascanueces ya había visto la porra. Se lanzó a cogerla y apartó la mano de Barksdale antes de que pudiera sujetarla. Después se levantó de nuevo, esta vez mucho más rápido. Echó una mirada al guardia, vio las llaves y se adelantó para recogerlas.
Barksdale se puso en pie. Al percibir el movimiento, Cascanueces se volvió hacia él. Se llevó una mano a la cabeza y torció el gesto. Barksdale vio cómo el hombre empuñaba con fuerza la porra.
—Maldito hijoputa —maculló, y avanzó hacia Barksdale, que intentaba alcanzar la puerta.
El furgón blindado y el coche de escolta subían por la larga pendiente de la carretera de acceso a Utopía. La circulación Por el carril contrario era intensa. Los camiones con que se cruzaban circulaban a gran velocidad, aligerados de las cargas que habían dejado en los depósitos de Utopía. A los vehículos pesados se sumaban los coches del personal que había terminado el turno y que emprendía el camino de regreso a sus casas en los barrios de la zona norte de Las Vegas o en la más cercana comunidad de Creosote.
Cuando pasaron por la última curva y apareció a la vista el inmenso muro trasero de Utopía, el conductor consultó su reloj: las 16.12. La hora exacta.
Abrió la guantera y sacó una radio. Con un ojo en la carretera y el otro en el teclado de la radio, marcó el código clave y acercó la radio a la boca.
—Factor Primario, aquí Heladero. ¿Me recibes?
Apartó el dedo del botón de transmitir y permaneció a la escucha. Al cabo de unos segundos, respondió una voz en medio de una descarga de estática.
—Te recibo, Heladero, ¿Tienes contacto visual?
—Ahora estoy a la vista.
—Excelente. —La señal era débil, pero no tardaría en ser fuerte—. Procede con el contacto.
Nos encontraremos en el punto de reunión.
—Fuera. —El hombre dejó la radio a un lado. Tardó un momento en consultar una lista pegada en el tablero. Después apretó el botón del micrófono incorporado a los auriculares que llevaba puestos.
—Utopía Central, aquí transporte AAS Nueve Eco Bravo, cambio.
Una voz muy diferente sonó en los auriculares.
—Utopía Central.
—Estamos en el tramo final. Solicitamos la autorización de entrada.
—Nueve Eco Bravo, permanezca a la espera.
La voz calló y el conductor aminoró la velocidad. El cambio de turno se había completado, y cada vez eran menos los coches que se marchaban. Delante, más allá de la garita, la carretera desembocaba en una enorme extensión de asfalto. Los coches del personal de Utopía estaban aparcados a un lado en largas y resplandecientes hileras. Al otro lado había una gran variedad de camiones y otros vehículos de servicio, el último de los cuales era una furgoneta de color marrón. En la caja, escrito con letras que imitaban hojas de palma, se leía el nombre de la empresa: Exotic Bird Trainers of Las Vegas. Como si de un anuncio se tratase, un buitre se había posado en el techo, con las alas desplegadas y el cuello flaco estirado. De vez en cuando, picoteaba el techo de la furgoneta.
Más allá del aparcamiento del personal y la zona de mantenimiento se elevaba la inmensa mole de Utopía. Conocida oficialmente como Zona Administrativa y de Servicios, era una visión que los folletos y vídeos turísticos no mostraban y solo aparecía rara vez en fotos tomadas en secreto que publicaban las revistas y las páginas web dedicadas al parque. Sin embargo, era algo que impresionaba. La fachada trasera del parque trazaba una suave curva de una pared del cañón a la otra como un inmenso dique, solo interrumpido por unas diminutas ventanas. Por encima se alzaba la grácil curva de la cúpula, resplandeciente con el sol de la tarde. La enorme sombra de la cúpula se proyectaba en esos momentos sobre el extremo izquierdo del aparcamiento.
—Utopía Central confirma —dijo la voz—. Puede proseguir. Ahora están despejando el pasillo de aproximación.
—Nueve Eco Bravo confirma —respondió el conductor—. Gracias. Fuera.
En la garita de control del aparcamiento, el único guardia autorizó el paso del vehículo blindado con un gesto despreocupado. El conductor respondió con un toque de bocina y luego continuó hacia un portal entre dos muelles de carga. El portal estaba señalado con una letra B de dos metros de altura y pintada en negro, y, si bien tenía la altura y la anchura suficientes para dar paso a un vehículo más grande que el camión blindado, parecía poco más que el agujero de una ratonera en el muro.
El coche de escolta se separó del camión y aparcó junto a uno de los muelles de carga, con el motor en marcha y las luces intermitentes encendidas. El conductor del camión miró por el espejo retrovisor. El hombre que iba en el compartimiento de carga le devolvió la mirada, asió la escopeta y asintió.
Tenía que realizar la entrada sin fallos a la primera; cualquier error o desviación de las normas sería advertida de inmediato. Pero solo habían pasado dieciocho meses desde que había dejado de conducir camiones blindados para la compañía, y no le había costado recuperar la práctica. Además, habían ensayado la maniobra docenas de veces entre líneas de conos en los arroyos y las rieras secas de Esmeralda County, así que no hubo titubeos. El conductor se acercó a la entrada y dio la vuelta. Después puso la marcha atrás y guió al vehículo hacia la entrada. En cuanto la trasera del camión entró en el vientre de Utopía, el ruido del motor y el pitido de la señal de marcha atrás resonaron con fuerza en el interior del túnel.
Poco a poco, el cielo azul desapareció de la vista y lo reemplazó el techo del nivel C.
Ahora el camión blindado ya estaba todo dentro, y continuó moviéndose marcha atrás por el ancho túnel, que trazaba una muy ligera curva. Cuando el conductor pasó por delante del puesto de vigilancia, el guardia lo saludó.
—¿Puede mirar el aceite y la presión de los neumáticos? —le gritó el conductor a través de la mirilla.
El guardia sonrió, levantó el pulgar y le indicó que siguieran.
Medio caminaron, medio corrieron por el nivel B. Sarah iba en cabeza, y Warne se esforzaba para mantenerse casi a la par.
Sarah miraba al frente, con expresión decidida. Llevaba en la mano derecha la radio que le había dado Carmen Flores. Los empleados que se cruzaban con ellos se apartaban rápidamente al ver la expresión en el rostro de Sarah, para no entorpecer la marcha de la directora de operaciones del parque.
—Repítemelo una vez más —dijo Sarah bruscamente, por encima del hombro.
—No hay nada más que decir —respondió Warne, que jadeaba por el esfuerzo—. No tengo todas las respuestas. Solo sé que el disco que encontraste estaba en blanco y…