Utopía (25 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
5.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No entiendo todas esas abreviaturas —dijo Warne.

—Está en Calisto. A las dos menos cuatro minutos. Anillos de Saturno. —Se volvió hacia él—.

Eso fue hace cinco minutos.

Warne miró a Sarah con una expresión angustiada. Después dio media vuelta y corrió hacia la puerta.

—¡Espera! —le gritó Terri—. ¡Voy contigo!

Tuercas, tomado por sorpresa, tardó una fracción de segundo en ponerse en marcha, dispuesto a seguir a Warne.

—¡Tuercas, quédate! —le ordenó Sarah—. ¡Quédate conmigo!

El robot se detuvo. Luego volvió a entrar lentamente en el despacho con un sonoro pitido de frustración.

Sarah miró por un momento la puerta abierta. Después cerró los ojos y se masajeó los párpados. Escuchó un suave pitido en el ordenador. De inmediato miró la pantalla.

Esto sí que era extraño. Alguien más estaba utilizando el programa de rastreo de las insignias.

Se puso de pie y se guardó en el bolsillo la radio de John Doe. Se le acababa el tiempo; tenía que ir al Viaje Galáctico inmediatamente. Así y todo, la curiosidad pudo más.

Miró de nuevo la pantalla.Excepto en casos de emergencia, nadie tenía autorización para utilizar el programa mientras el parque estaba abierto.

Se sentó en su silla y comenzó a navegar con el ratón por las sucesivas ventanas hasta dar con la solicitud anónima. Entonces se quedó boquiabierta.

Alguien intentaba localizar a Andrew Warne.

14:10 h.

— La única atracción de Utopía sin cámaras de vigilancia —comentó Allocco por encima de los centenares de voces que llenaban la calle Mayor de Calisto—. Díganme que es una coincidencia.

Se encontraban en una zona de descanso con bancos curvos y tiestos con exóticas palmeras, un oasis de relativa calma no lejos del portal de entrada del Viaje Galáctico.

—Son las dos y once —dijo Sarah—. Fred ya tendría que estar aquí. —En aquel mismo momento vio a Barksdale, que se acercaba a paso rápido entre la muchedumbre. Le hizo una seña a Peggy Salazar, una de las supervisoras de Calisto que esperaba unos pasos más allá, para que se acercara—. ¿Está todo preparado? —le pregunto.

—Se lo he explicado al acomodador de la plataforma de embarque. Se sorprendió un poco.

—Salazar miré a Sarah recelosamente.

—No es más que un ejercicio improvisado. La oficia central quiere que todo el mundo esté alerta. Repetir los mismos ejercicios todas las semanas hace que el personal se aburra y no preste atención.

Salazar asintió sin mucho entusiasmo.

Sarah echo otra rápida ojeada en derredor. Saber que John Doe estaba cerca le agudizaba los sentidos. Instintivamente apretó los puños.

—Vamos —le dijo a Allocco—. Será mejor que entremos. Cruzaron la calle y entraron en el área de espera del Viaje Galáctico. Salazar los siguió, y los tres se situaron en un lugar apartado de la cola donde no llamaban la atención. Sarah observé como el acomodador de la estación de embarque hacia pasar a la vagoneta al primer grupo de la cola —una mujer y tres niños pequeños— y luego bajaba la barra de seguridad.

No podía ver el rostro del empleado oculto por el casco espacial, pero estaba segura de que no lo hacía nada feliz trabajar en presencia de su supervisora y la directora de operaciones.

Como en todas las demás atracciones, el área de espera del Viaje Galáctico cumplía una doble función: un lugar donde los visitantes hacían cola para subir a las vagonetas, y un anticipo de lo que encontrarían en el viaje. Casi desde el principio, los diseñadores de Utopía habían aprendido que los carteles de advertencia en la entrada de las atracciones más fuertes como Disparo Lunar y la Caza de Notting Hill no servían para nada. Los padres insistían en llevar a los niños a esas atracciones y después se quejaban con furia por los sustos que se habían llevado sus hijos.

La respuesta había sido modificar las áreas de espera. Horizonte Espacial, una de las atracciones que motivaba más quejas, fue la primera que sufrió cambios. En línea con el tema del Mundo, el área de espera original tenía en un principio el aspecto de una plataforma de carga de una nave espacial capaz de viajar a la velocidad de la luz. Los diseñadores de Utopía la habían modificado con el añadido de truenos, el chisporroteo de líneas eléctricas y un suelo que temblaba.

Después de los cambios, los niños más pequeños se asustaban tanto que pedían a sus padres que los llevaran a otras atracciones. La técnica tuvo tanto éxito que los carteles de advertencia, que desentonaban con el espíritu del parque, se eliminaron totalmente.

El área de espera del Viaje Galáctico era el polo opuesto a la de Horizonte Espacial.

Luminosa y alegre, estaba decorada como un parvulario del futuro: el punto de partida para el primer viaje de un niño a través del cosmos.

La mirada de Sarah se demoré en la cola. Algunos de los niños más pequeños dormitaban.

Otros se movían inquietos, impacientes después de la espera y no obstante entusiasmados por encontrarse a unos pasos de las vagonetas. A menudo solo los acompañaban el padre o la madre; los adultos, especialmente aquellos que ya habían pasado por el Viaje Galáctico, no tenían el menor interés en repetir la insulsa experiencia.

En su mente apareció de nuevo la imagen de Allocco en el momento de dejar con mucho cuidado el paquete de explosivo sobre la mesa de su despacho. Sarah se obligó a borrar la imagen de su memoria.

Barksdale se reunió con ellos. Saludó con un gesto a Peggy Salazar antes de meter la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacar un estuche de CD. Se lo entregó a Sarah sin decir palabra.

—¿Qué es eso? —preguntó Salazar.

—Parte del ejercicio —respondió Sarah apresuradamente—. Peggy, ¿nos disculpas un momento?

—Por supuesto. —Salazar los miró a los tres sin disimular la curiosidad, y después fue a reunirse con el acomodador.

Sarah miró el CD guardado en la caja. Resultaba difícil de creer que el disco de aluminio y policarbonato contuviera la más preciosa de las posesiones de Utopía: las especificaciones y el software de la tecnología del Crisol. El disco estaba marcado como exclusivamente para uso interno, con las palabras «Patentado» y «Confidencial» estampadas debajo de la figura de un ruiseñor, donde aparecían en letra pequeña las duras sanciones para cualquier uso no autorizado. Le entregó el estuche a Allocco.

—Vamos a repasarlo una vez más —dijo Sarah.

El jefe de Seguridad le señaló la entrada de la atracción.

—Como decía, el tipo es un cabronazo muy listo. Escogió el Viaje Galáctico para la entrega porque es la atracción menos vigilada de todo el parque. Pero lo que él no sabe es que en el mismo lugar de la vuelta de la constelación de Cáncer, el lugar donde se detendrán las vagonetas y donde hará la recogida, hay un escondite.

—¿Cómo que hay un escondite? —preguntó Barksdale, desconcertado.

—Un túnel de mantenimiento, lo bastante grande para ocultar a un hombre. Mi agente ya está en posición. Verá a John Doe en el momento de recoger el paquete. Después lo seguirá o, si nos acompaña la suerte, podrá capturarlo.

—Sarah frunció el entrecejo.

—Hemos acordado seguir a John Doe hasta fuera del Parque antes de intentar detenerlo.

—El tipo es escurridizo. ¿Recuerda lo que pasó en la Colmena? Si se confirma que trabaja solo, si conseguimos pruebas de que todo esto es un farol, tendríamos que detenerlo mientras podamos.

Sarah reflexionó en las alternativas. Las amenazas de John Doe no se podían tornar a la ligera. Había que considerarlo un sujeto muy peligroso. Su primera responsabilidad era para con los visitantes. Sin embargo, la idea de acabar con la amenaza, de neutralizarlo de inmediato, en lugar de permitir que se moviera por el parque a sus anchas, resultaba muy atractiva. No podía estar más furiosa ni sentirse más ultrajada. Le ardía la mejilla donde él la había tocado.

—Es demasiado peligroso —afirmó Barksdale con una vehemencia inusitada.

—Mi hombre es muy bueno, un ex poli como yo. Ha realizado centenares de arrestos durante su carrera. Tiene la orden estricta de no intentar detener a John Doe a menos que tenga la más absoluta certeza de éxito. Tengo a otro hombre apostado cerca de la salida.

—Allocco señaló discretamente a un agente de paisano que estaba junto a la plataforma de embarque—. Aquel de allí, Chris Green, vigilará desde el interior de la entrada. Son mis tres mejores hombres, juntos, organizarán un seguimiento a tres bandas. En el caso de que haya la absoluta garantía de detenerlo, neutralizarán a John Doe y lo llevarán a Seguridad.

Allocco le hizo una señal a Green. El hombre asintió y se escabulló sin demora por una puerta parcialmente disimulada junto a la plataforma. Ni uno solo de los que estaban en la cola advirtió la maniobra.

—Esto es una irresponsabilidad —protestó Barksdale—. No podemos correr el riesgo.

Sarah consultó de nuevo su reloj: disponía de sesenta segundos para tomar una decisión.

—Escuche —dijo Allocco—. Usted descartó la intervención de la policía, así que nos corresponde a nosotros hacer algo, mientras aún podamos. Suponga por un momento que todo esto no es un farol. ¿Quién sabe qué más tienen preparado? ¿Quién sabe lo que pedirán a continuación, si tomarán rehenes? Hay una sola cosa que sabemos: John Doe es el jefe. Si le cortamos la cabeza, el cuerpo morirá. Esta es la oportunidad perfecta para capturarlo sin que nadie resulte herido.

—¿Asumirá usted la responsabilidad por lo que ocurra si lo detenemos? —preguntó Barksdale.

—¿Asumirá usted la responsabilidad por lo que ocurra si no lo hacernos?

Sarah miró a uno y a otro. Vaciló por un instante. Luego se dirigió a Allocco.

—Su agente no debe intentar detener a John Doe a menos que tenga la seguridad absoluta de que tendrá éxito. A la primera dificultad, si se produce cualquier cosa inesperada, lo que sea, ordenará a sus hombres que vuelvan. Aunque solo sea un seguimiento. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —aceptó Allocco.

—Entonces en marcha. —Se volvió hacia Barksdale, que la miraba con una expresión casi de horror—. Fred, acompáñame, por favor.

Llevó a Barksdale hacia la pared opuesta a la cola.

—Sarah, no lo hagas —dijo Barksdale, con una mirada de súplica en los ojos.

—Ya está hecho.

—Pero ¡no sabes a lo que te enfrentas! Nuestra primera responsabilidad es para con los visitantes. No nos pagan solo para entretenerlos, sino también para que estén seguros.

Escuchar a Barksdale manifestar en voz alta lo que ella misma pensaba hizo que sintiera irritación, impaciencia, incertidumbre. Apartó todos estos sentimientos.

—Mira, Freddy —dijo en voz baja—. ¿Recuerdas nuestra primera cena juntos? ¿En Chez André, en Las Vegas?

En el apuesto rostro de Barksdale apareció una expresión desconcierto.

—Claro que sí.

—¿Recuerdas el vino?

—Un Lynch-Bages, del 69 —respondió al cabo de un momento.

—No, no. El vino de postre.

—Château d’Yquem.

—Así es. ¿Recuerdas que yo ni siquiera sabía que existiera un vino de postre, que creía que el único vino dulce era el tinto con sabor a Cereza?

Barksdale se permitió una breve sonrisa.

—Me explicaste todo aquello de la
Botrytis Cinetrea
, ¿lo recuerdas?

Barksdale asintió de nuevo.

—Una putrefacción noble. Ataca el hollejo de la uva, aumenta la cantidad de azúcar y crea el mejor vino dulce del mundo, No podía creerlo cuando me lo dijiste; un hongo que los productores estimulan. Tuviste que explicármelo dos veces. —Se acercó un poco más y le apoyó una mano en la solapa de la chaqueta—. Freddy, tenemos algo podrido en el parque.

Aquí, ahora mismo, y no tiene nada de noble. Si no hacemos algo, si nos mostramos vulnerables, un objetivo fácil, ¿quién sabe si no volverá a pasar?

Barksdale la miró en silencio con una expresión desconsolada. Sarah apretó por un momento la impecable solapa, después se volvió y fue a reunirse con Peggy Salazar y Allocco. Barksdale la siguió al cabo de unos momentos.

El grupo se acercó a la plataforma de embarque. Una mujer hispana con mellizos se estaba sentando en una de las vagonetas.

Sarah esperó a que el empleado diera salida a las vagonetas.

—Envíe dos vagonetas vacías y haga entrar una tercera —le ordenó.

El hombre asintió. El casco de plexiglás aumentaba el tamaño de su rostro.

Dos vagonetas desaparecieron en la oscuridad al final de la rampa, y una tercera se detuvo delante de la plataforma. Allocco se adelantó, anotó el número de la vagoneta y luego colocó el disco en el suelo del vehículo.

—Envíela —le dijo Sarah al acomodador, y la vagoneta se puso en marcha. Espero hasta verla desaparecer en la curva—. Ahora, envíe otras dos vacías.

Escuchó los murmullos de protesta de los que esperaban. Sarah se volvió para sonreírles y después le ordenó al empleado que continuara con la actividad normal.

El recorrido del Viaje Galáctico duraba poco más de seis minutos. Las vagonetas vacías llegarían a la constelación de Cáncer dentro de cuatro.

Sarah se apartó de la plataforma y echó un vistazo al área de espera. Un bebé lloraba en alguna parte, y su llanto agudo sonaba con claridad por encima del rumor de las conversaciones. Un empleado de mantenimiento salió por una de las puertas laterales.

Como siempre en las zonas públicas, llevaba un disfraz: solo el color del distintivo enganchado en el traje espacial indicaba su ocupación. Observó los rostros de las personas que hacían cola: excitados, impacientes, aburridos. La escena era absolutamente normal.

Todo funcionaba como siempre.

Excepto por el paquete y la persona que lo esperaba en las profundidades del túnel.

—Vayamos a la torre —dijo Allocco.

Sarah continuó mirando a los visitantes durante unos segundos más. Después miró al jefe de Seguridad y asintió.

La torre de control del Viaje Galáctico era pequeña incluso para el operador; con tres visitantes apiñados en el interior, a Sarah le resultaba difícil poder respirar.

—No tenemos mucho margen de maniobra —manifestó Allocco—. La atracción esta controlada totalmente por el ordenador. Tendremos que cortar la electricidad temporalmente. — Se inclinó sobre el operador—. Esté atento al diagrama del recorrido. Cuando la vagoneta 7470 llegue a la constelación de Cáncer, quiero que la detenga.

Other books

Appleby's Other Story by Michael Innes
The Rules by Helen Cooper
Diario de la guerra del cerdo by Adolfo Bioy Casares
Lumen by Ben Pastor
The House Has Eyes by Joan Lowery Nixon
Sex Me Down by Xander, Tianna, Leigh, Bonnie Rose
October by Al Sarrantonio
Summer Kisses by Theresa Ragan, Katie Graykowski, Laurie Kellogg, Bev Pettersen, Lindsey Brookes, Diana Layne, Autumn Jordon, Jacie Floyd, Elizabeth Bemis, Lizzie Shane
Landslide by NJ Cole