Utopía (15 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
8.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Estás bien, querida?

—Sí.

Frenaron bruscamente delante de unas puertas sin rótulos. Barksdale dejó el coche aparcado en diagonal a través del pasillo, y se acercó rápidamente a una de las puertas.

Pasó la tarjeta magnética por el escáner. Se oyó un chasquido. Empujó la puerta hacia dentro y se apartó para que Sarah entrara primero.

El Centro de Operaciones de Monitorización, conocido por todo el personal de Utopía como la Colmena, era una gran sala circular llena desde el suelo hasta el techo con monitores de televisión. Allí se recibían las imágenes registradas por la red principal de cámaras de seguridad instaladas en el parque. Las demás conexiones de vídeo instaladas en Utopía, como las imágenes de las cámaras de infrarrojos de las atracciones y de los Ojos Avizores de los cuatro casinos, se controlaban en Centros separados. Pero las imágenes de las más de seis mil cámaras instaladas por todo el parque —desde los restaurantes hasta los vagones del monorraíl—. Se podían controlar independientemente desde la Colmena.

Al entrar, Sarah pensó —como siempre hacía cuando visitaba el lugar lo apropiado que era el apodo. Los centenares de monitores que la rodeaban, con la superficie de cristal vuelta hacia el centro, recordaban el interior de una inmensa colmena.

No estaba preocupada; al menos, no demasiado. Había tenido muchísimas falsas alarmas desde la inauguración del parque, demasiadas llamadas anónimas y mensajes electrónicos que anunciaban atentados. Pero ninguno de aquellos chalados o bromistas se había presentado por su nombre. Ninguno de ellos le había dado un transmisor de radio. Sobre todo ninguno había llevado un arma. Por lo tanto, había llamado a Bob Allocco, el jefe de Seguridad, y había ordenado una alerta general.

En la Colmena, el aire era frío y seco, con un débil olor a desinfectante. Una docena de agentes de seguridad estaban sentados en sus respectivas estaciones, atentos a las imágenes que aparecían en las pantallas que correspondían a su sector. Bob Allocco se encontraba detrás del especialista más cercano, y el repiqueteo de sus dedos en la superficie de la mesa denunciaba su impaciencia. Se volvió en cuanto se acercaron, frunció el entrecejo y los invitó a seguirlo con un ademán.

En un extremo había una puerta de cristal negro entre dos estanterías. Allocco abrió la puerta con su tarjeta, los hizo pasar y después cerró la puerta.

La habitación era pequeña y oscura. Había varios monitores panorámicos, tres teléfonos, un ordenador y un par de sillas. En cuanto se cerró la puerta, se puso en marcha un ventilador. El zumbido era para evitar que alguien desde el otro lado pudiese escuchar las conversaciones. Allocco los miró.

—¿Hasta qué punto creen que esto va en serio? —preguntó.

—Mucho me temo que debemos considerarlo como algo grave, lo sea o no —respondió Barksdale.

—Lo sabremos a la una y media —añadió Sarah en voz baja.

El jefe de Seguridad la miró fijamente.

—¿A qué se refiere?

—Dijo que nos haría una demostración para dejar bien claro que va en serio, que no se trata de un farol.

—¿No le dijo nada sobre qué quiere?

—Dijo que se pondrá en contacto con nosotros a través de esto. —Sarah sacó la radio del bolsillo.

Allocco cogió la radio y le echó una ojeada.

—Bueno, no sé quién es el tipo, pero está claro que no le falta dinero. Miren esto: es un criptógrafo militar con un difusor de señal. No hay manera de localizar su posición. —Se lo devolvió—. ¿La amenazó?

—Insinuó que sino hacíamos exactamente lo que quería, habría muertos.

—A mí eso me suena a una amenaza muy clara —afirmó Barksdale.

—Además me dijo que no debía llamar a la policía ni disponer la evacuación del parque.

Todo debe seguir funcionan do con toda normalidad, si no queremos que se produzca algún incidente que debamos lamentar. —Hizo una pausa para que calaran sus palabras—. También dijo algo más. Que eran varios y que habían tenido mucho tiempo para prepararse.

Se volvió para mirar a Barksdale. Incluso en la penumbra, su rostro mostraba un leve tono grisáceo.

—¿Qué está pasando? —preguntó Barksdale—. ¿Son terroristas? ¿Fanáticos? ¿Miembros de alguna secta de locos?

—No es momento para adivinanzas —repuso Allocco—. Tenemos la tecnología. Buscaremos a ese tipo. —Descolgó uno de los teléfonos y marcó un número—. ¿Ralph? Soy Bob Allocco.

Estoy en la Colmena. ¿Podrías venir, por favor?

—Colgó el teléfono—. Era Ralph Peccam, mi mejor especialista de vídeo —explicó—. Antes trabajaba en Sistemas; se conoce todo la infraestructura como la palma de la mano.

—¿Es discreto? —preguntó Sarah.

—Sí. ¿A qué hora salió el tal John Doe de su despacho?

—Sobre la una y diez —respondió Sarah.

—Muy bien. —Allocco se sentó delante de la pantalla y con el ratón buscó entre los menús—.

Vamos a seguirle la pista.

Llamaron suavemente a la puerta, y Sarah la abrió. Iluminado por el tenue resplandor de las pantallas de la Colmena había un joven bajo y muy delgado. Llevaba el pelo rojo cortado como una cresta de gallo, y tenía la nariz y las mejillas cubiertas de pecas. No podía tener más de veinte años. La insignia dorada en la solapa de su americana lo identificaba como un especialista en electrónica.

—Ralph, pasa y siéntate —dijo Allocco.

El joven miró a Sarah y después se sentó delante de la pantalla. No dejaba de sorber sonoramente.

—Tenemos un pequeño trabajo para ti. Algo que no debe salir de esta habitación, ¿de acuerdo?

Peccam asintió en silencio, y sus grandes ojos miraron otra vez a Sarah. Era evidente que nunca había estado tan cerca de la directora del parque.

—¿Recuerdas los ejercicios de búsqueda que practicamos? Pues ahora no es un ejercicio. Un hombre salió del despacho de la señorita Boatwright hará unos ocho minutos. Vamos a seguirle el rastro. —Allocco señaló la pantalla—. Ahí tienes el listado de las cámaras en aquel pasillo. Comienza con la B-2023.

Peccam escribió una serie de órdenes. Una imagen apareció en uno de los monitores: la entrada del despacho de Sarah, tomada de una cámara montada en el techo al otro lado del pasillo. En la parte inferior de la pantalla figuraba la hora de registro. A medida que retrocedían las imágenes, el medidor señalaba las centésimas de segundo. A su lado había una larga serie de números.

—¿Las imágenes son en blanco y negro? —preguntó Sarah, sorprendida.

—Todas las cámaras en las áreas ejecutivas son en blanco y negro. Solo las zonas públicas son en color. Lo comentamos en una de las reuniones del mes pasado, cuando se acabó de instalar el nuevo sistema. ¿No lo escuchó?

—Por lo que parece, no con la suficiente atención. Póngame al corriente.

El jefe de Seguridad señaló el monitor.

—El registro de vídeo es totalmente digital, no hay nada analógico. Eso significa que no hay pérdida de señal, que la capacidad de almacenaje es ilimitada, y la resolución, teóricamente infinita. Todo está reducido a un código de tiempo uniforme que funciona a una velocidad de… ¿cuánto, Ralph?

—Treinta —contestó Peccam con voz ronca.

—Treinta imágenes por segundo. Podemos sincronizar exactamente dos, tres imágenes del parque, las que sean, y guardar el registro indefinidamente.

—¿Así que lo archivan todo? —preguntó Sarah.

—Hasta un límite, porque el tamaño de… Ralph, ¿cuál era la configuración?

—Cada monitor está conectado a un canal de fibra óptica, que llega hasta los cuatro terabytes. —Peccam estornudó.

—Menudo resfriado. —Comentó Allocco.

—Fui al dispensario hace un par de horas para que me dieran un antihistamínico —contestó Peccam—, y lo que ha hecho es darme sueño.

—Pues ahora necesitamos que esté bien despierto. —Sarah miró a Allocco—. Si lo he entendido bien, podemos buscar en los registros anteriores, ¿no? Averiguar si John Doe ya estuvo otras veces en el parque. Quizá ver qué hizo…

—En teoría. —Allocco se rascó la barbilla—. Vera, los registros de vídeo en tiempo real ocupan ancho de banda. Mucho ancho de banda. No se imagina lo rápido que se llenan los cuatro terabytes. Por eso las cámaras del subterráneo son de blanco y negro. Todas las noches, los registros de video pasan a los servidores. —Miró a Barksdale—. Es ahí, Back Rogers, donde entran ustedes.

—¿Fred? —dijo Sarah.

Barksdale, que hasta entonces había permanecido en silencio, se aclaró la garganta.

—Archivamos los vídeos en nuestra red remota durante dos semanas. Luego se descargan en otro servidor.

—¿Cuánto tardaremos en recuperarlos?

—Unas doce horas.

—Es mucho tiempo.

—Creo que nos estamos precipitando. Todavía no hemos localizado al tipo. —Allocco se situó detrás de Peccam para mirar la imagen en el monitor Central—. Bien. La una y diez. Ahora adelante, a doscientos cuadros por segundo.

En el monitor, las figuras pasaron por delante del despacho de Sarah como unas manchas fugaces. Luego una sombra pasó por la puerta.

—Para —dijo Allocco—. Retrocede cien cuadros.

En la pantalla apareció la imagen congelada de Fred Barksdale que entraba en el despacho.

—Es una imagen posterior —dijo Sarah—. Fred entró unos dos minutos después de salir john Doe.

—Retrocede cincuenta —ordenó Allocco.

Otra serie de imágenes, esta vez más lentas, que retrocedían en silencio. Entonces una de las figuras entró en el despacho; se volvió, desapareció en el interior.

—Para —repitió Allocco—. Adelante, diez cuadros por segundo.

En el monitor apareció de nuevo john Doe en cámara lenta. Miró a un lado y otro del pasillo, se pasó una mano por las solapas de la chaqueta y se alejó por el pasillo hasta desaparecer del campo visual de la cámara.

—¿Ese es el cabrón? —preguntó Allocco.

Sarah asintió. Al verlo de nuevo —la barba recortada, la sonrisa despreocupada— sintió que la invadía la furia, mezclada con otras emociones que no acababa de identificar. Le ardió la mejilla donde la habían rozado sus nudillos.

—Retrocede cien y congela.

John Doe permaneció inmóvil en el umbral.

—Enfoca el rostro. Aumenta diez veces.

El rostro llenó la pantalla, iluminada por una lámpara del techo. Sarah vio que el ojo izquierdo aparecía como una mancha más oscura que el derecho.

—¿Puede limpiarla un poco? —preguntó Barksdale—. ¿Resaltarla?

—Sí —respondió Peccam—. Tardaré unos minutos.

—Entonces puede esperar. Veamos adónde fue. —Allocco miró el listado en un borde de la pantalla—. Pasa a la B2027. Sincroniza el tiempo.

El monitor central se apagó por un momento. Luego apareció otra vista del pasillo, dos puertas más allá del despacho de Sarah.

—Adelante, treinta —murmuró Allocco.

Durante un segundo, el pasillo apareció vacío. Después una mujer con un vestido de época pasó por el pasillo, ya continuación apareció John Doe. Caminaba con un aire despreocupado y la imagen cruzó toda la pantalla.

—La B2051. La misma sincronización —pidió Allocco.

Ahora la vista correspondía a la intersección de dos pasillos. Apareció la misma mujer, que dobló a la izquierda para ir hacia el rellano de una escalera. Un coche de mantenimiento cruzó la pantalla horizontalmente. Después apareció John Doe en la parte superior. Se detuvo por un instante para ver si se acercaba un coche, y también dobló a la izquierda, en la misma dirección que la mujer.

—Se dirige al nivel A, quizá a Luz de Gas —opinó Allocco. Miró de nuevo el listado—. Busca la A1094.

—No lo olvide —dijo Sarah—. No quiero una interceptación total. Todavía no. Veamos adónde va, si es que tiene realmente algo planeado para la una y media. Ordene que lo rodee una red de seguridad, por si acaso esta en el nivel. Pero que no se muevan hasta que yo lo diga.

El pasillo del nivel A que se veía en el monitor era más ancho y estaba mejor iluminado.

También había más gente. Por debajo de la cámara pasaban grupos de empleados que iban y venían del café A, la cafetería para el personal. La mujer con el vestido de época apareció en la imagen. Por lo visto había encontrado a su pareja, y ahora ambos caminaban del brazo, a un paso mucho más lento.

—Vaya, vaya —murmuró Allocco—. Una DPA. Tendré que anotarlos. —Las demostraciones públicas de afecto entre los figurantes o los empleados, si bien no estaban estrictamente prohibidas, eran desalentadas.

John Doe apareció en el campo de la cámara. Caminó unos cuantos pasos y luego se detuvo en mitad del pasillo. La gente pasó a su lado, sin hacerle caso.

—¿Qué demonios esta haciendo? —preguntó Allocco.

Cuando menos se lo esperaban, John Doe miró directamente a la cámara. Sonrió al tiempo que se llevaba las manos al cuello como si fuera a ajustarse el nudo de la corbata.

—Todo un frescales —comentó Barksdale—. Un villano muy elegante.

De pronto, la imagen se deformó y en la pantalla no quedó más que una descarga de estática.

—¿Qué es esa mierda? —gritó Allocco.

Las manos de Peccam volaron sobre el teclado.

—No lo dé. El tiempo continúa corriendo. Quizá un fallo de software.

En cuestión de segundos, las imágenes reaparecieron en la pantalla con toda normalidad.

La multitud continuó pasando por debajo de la cámara, pero john Doe se había esfumado.

—Pasa a la A1905 —dijo Allocco, después de consultar la lista—. La misma sincronía.

Solo vieron la misma nieve que había aparecido en la cámara anterior. También desapareció en menos de un minuto.

—La A1906. Venga, deprisa.

Tampoco esta vez había imagen.

—Caray —exclamó Allocco. Abrió la puerta—. Escuchen, ¿han tenido algún fallo en la recepción de imágenes hace cinco o diez minutos atrás?

Los técnicos se volvieron para mirarlo. Uno de ellos asintió.

—Sí, perdimos las señales durante unos diez segundos.

—¿Qué? ¿En todo el sistema?

—No, señor. En una parte del nivel A y en Soho Square en Luz de Gas.

Allocco cerró la puerta y se dirigió a Peccam.

—Sigamos los caminos obvios que pudo haber recorrido. Busca la A1940. Sincronízala adelantada diez segundos.

Fueron pasando de una cámara a otra sin conseguir ningún resultado. Al final, Allocco exhaló un suspiro y levantó las manos como si se rindiera.

—¿Qué opinan? —preguntó.

Other books

Predator by Janice Gable Bashman
Sherlock Holmes by George Mann
Catherine De Medici by Honore de Balzac
Run to Me by Christy Reece
Absolution by Michael Kerr
Darling Clementine by Andrew Klavan
Dead Man Waltzing by Ella Barrick
The Cost of Living by Moody, David
Down Among the Dead Men (A Thriller) by Robert Gregory Browne