Utopía (16 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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—No puede ser un fallo técnico. —Opinó Barksdale—. Es imposible que falle de esa manera, con todos los sistemas duplicados. —Miró a Sarah—. ¿Otro desperfecto?

—No lo creo —contestó Sarah—. Sería demasiada coincidencia. —Un nuevo e inquietante pensamiento apareció en su mente—. ¿Podemos rastrear el distintivo?

—Ya lo hemos intentado —dijo Allocco—. Seguramente lleva un genérico. Ralph, continúa buscando. Avísame si das con él. —El jefe de Seguridad se apartó del monitor—. ¿Qué hacemos?

—Esperar —respondió Barksdale.

Sarah consultó Su reloj. Eran las 13.25.

13:15 h.

El laboratorio de robótica aplicada de Teresa Bonifacio era quizá el espacio más desordenado que Warne había visto desde los años en que tenía una habitación en la residencia de estudiantes en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. En un entorno como el de Utopía, donde todo era orden y precisión, parecía un acto beligerante, una declaración de independencia. Había manuales abiertos por todas partes, las páginas dobladas, los lomos rotos. Un robot que parecía un esqueleto estaba en un rincón, con un brazo levantado como si fuese la estatua de la Libertad, vestido con hojas de papel continuo a rayas verdes y blancas. «Paradise City» sonaba en algún lugar como música de fondo. A diferencia del resto del subterráneo de Utopía —donde prácticamente no había olores— aquí se notaba algo en el aire que parecía olor a pescado. Warne frunció la nariz involuntariamente mientras miraba en derredor. El laboratorio no tenía en las paredes los carteles con las principales atracciones de Utopía ni las típicas frases de motivación laboral. En cambio, en las paredes aparecían colgados los chillones carteles de Guns N’Roses. Uno estaba autografiado con las palabras «Paz, amor, cuchillada» escritas con rotulador rojo. Una postal de Borokay Beach, Filipinas, estaba clavada detrás de la puerta.

Al lado, alguien había pegado una hoja con un texto escrito a mano:

Cuando una tarea no se puede repartir debido a las restricciones secuenciales, el empleo de mayores esfuerzos no consigue adelantarla. La gestación de un niño tarda nueve meses, y no importa cuántas madres se destinen.

FREDERICK P. BROOKS, JR.

Mythical Man-Month.

Teresa estaba sentada en la esquina más apartada, prácticamente invisible detrás de pilas de libros y viejos ejemplares de Amusemerzt Industry Digest. Estaba soldando algo y una voluta de humo se elevaba de entre sus manos. En cuanto vio a Warne, dejó el soldador a un lado, se levantó las gafas protectoras y pasó entre las pilas.

—Andrew, es fantástico verte aquí —exclamó con una voz profunda. Le dedicó una amplia sonrisa—. No me puedo creer que después de todo este tiempo, estés… Oh, Dios mío, Andrew se volvió. Georgia acababa de entrar en el laboratorio, con Tuercas pegado a los talones. El robot se detuvo en el acto, y sus sensores comenzaron a escanear el entorno una y otra vez, como si fuese incapaz de procesar todos los obstáculos a la vista.

—No te preocupes —la tranquilizó Georgia—. Es Tuercas.

—Sí, claro. —Teresa miró al robot durante unos segundos. Luego se volvió hacia Warne y se rió, con la irónica risa de contralto que él había escuchado tantas veces en las conversaciones telefónicas—. ¿Sabes?, por aquí eres algo así como una leyenda. Nadie te ha visto nunca. Las únicas personas que hablan contigo por teléfono somos Barksdale y yo. Por ahí dicen que no existes, que eres otro de los inventos de Nightingale. Cuando se corrió la voz de que vendrías esta mañana, dos personas vinieron a preguntarme si era verdad.

—No me digas.

Warne miró a Georgia, que se había acercado a ellos y observaba con curiosidad el desorden que los rodeaba. Con ella a su lado no podía decirle a Teresa lo que pensaba de todo esto. Todavía no. Aun así, no estaba dispuesto a dejarse engañar por los halagos. Aquí el olor era más fuerte, y Georgia frunció la nariz.

—Es
bagoong
—le explicó Teresa, y se echó a reír.

—¿Bago qué?

—Paté de gambas. Lo que hueles. Es delicioso untado en mango verde. Aquí no le gusta a nadie, excepto a mí. —La traviesa sonrisa se amplió—. Por eso acostumbro a comer aquí, y no voy a la cafetería.

Warne pensó por un momento en la postal de la playa. Luego buceó en su memoria.

—Huele a
mabaho
, ¿no? —dijo—. Gusto a
masarap
.

—¿Hablas tagalo?

—Quizá unas cinco palabras. Una vez tuve un ayudante de laboratorio filipino.

—Sí. En estos tiempos estamos infestando los salones de la ciencia. —Teresa miró de nuevo a Georgia, que parecía inquieta, impaciente por volver al parque—. Tengo algo que te gustará. Es la nueva Game Boy, «Archaeopteryx: Perfect Edition».

—Ya la he probado —replicó Georgia.

—Esta seguro que no. —Teresa se acercó a un archivador, abrió uno de los cajones y buscó en el interior. Cuando volvió, traía una consola de bolsillo. A diferencia de las que Warne conocía, a esta le faltaba la tapa de plástico y, sujetas a los circuitos electrónicos, había una media docena de pinzas de conexión con cables multicolores que colgaban como colas—. Algunos de estos juegos tienen un notable nivel de inteligencia artificial —explicó—.

He rastreado las cadenas de órdenes en mis ratos libres a ver si encontraba rutinas que pudiéramos copiar. En este, encontré una docena de niveles secretos que los programadores nunca hicieron públicos.

—¿Los niveles maestros? —Georgia abrió los ojos como platos—. Los mencionan en la web.

Creía que no eran más que gilipolleces.

—¡Georgia! —exclamó Warne, enfadado.

—Pues no son gilipolleces. —Teresa le entregó la consola—. Ten, diviértete. Por favor, no quites ninguna de las pinzas, o tendré que reconectarlo todo. Puedes sentarte en aquella mesa. Tira todo al suelo.

Warne miró a Georgia, que ya estaba absorta en la máquina. Así que Teresa dedicaba sus ratos libres a destripar Game Boys. Quizá si hubiese dedicado más atención a la metarred, ahora él no tendría que estar allí. Se volvió hacia la joven, que lo miraba.

—¿Qué? —preguntó Teresa al cabo de un momento—. ¿Por dónde quieres que empecemos?

—Sonrió de nuevo. Cuando vio que Warne no le devolvía la sonrisa, una sombra de incertidumbre se coló en su expresión.

—Dímelo tú. Es tu fiesta.

La sonrisa de Teresa desapareció en el acto.

—Escucha, Andrew —dijo en voz baja—, sé cómo debed de dentirte, y de verdad diento mucho…

—No me cabe duda —la interrumpió Warne con un tono brusco—. Guárdatelo para tu informe. Llama a tu equipo y te diré por dónde comenzar. Pero luego nos marcharnos.

Encargaos vosotros de arreglar vuestros estropicios.

Una embarazosa pausa siguió a estas palabras. Luego Teresa de volvió.

—Voy a buscar los informes de los incidentes —dijo por encima del hombro. Fue hasta la puerta, la abrió y salió, sin molestarse en cerrar la puerta.

Warne cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. Por un momento, en el laboratorio solo se escucharon los pitidos de la Game Boy.

—Papá…

Warne miró a Georgia. Continuaba inclinada sobre la pantalla.

—¿Sí?

—¿Por qué acabas de mostrarte tan desagradable con ella?

—¿Desagradable? —repitió Warne, sorprendido. No se había dado cuenta de que Georgia los había escuchado.

Normalmente, su hija prestaba muy poca atención a sus conversaciones de trabajo.

Entonces recordó que ella le había preguntado si Bonifacio era japonesa. «A Georgia le gusta», pensó.

Teresa entró en el laboratorio con un grueso fajo de papeles en la mano. Cerró la puerta y caminó rápidamente hacia Warne, la cabeza hundida entre los hombros, los labios apretados. Parecía enfadada.

—El terminal de control de la metarred esta allí —dijo sin mirarlo.

Se acercó a una mesa ubicada en un extremo de la habitación. Warne la siguió. Había dos taburetes, uno con una pila de papeles en el asiento, delante de una pantalla. Teresa quitó los papeles de un manotazo, acercó el taburete a la pantalla y ge sentó. Warne se sentó en el otro. Teresa inclinó la cabeza hacia el terminal, con un brillo de furia en los ojos, y con un gesto le indicó a Warne que la imitara.

—De acuerdo, Warne —añadió en voz baja—. Es obvio que tienes… ¿cómo lo podría decir científicamente…? Un grano en el culo, y sé qué te lo ha provocado.

—Pues entonces dímelo —replicó Warne, sin alzar la voz.

—Crees que yo soy la responsable de todo esto.

—¿No lo eres? ¿Tú, o alguien de tu equipo?

—¿Mi equipo! —exclamó Teresa con un tono burlón.

—Tú y yo llevamos trabajando juntos durante casi un año. De acuerdo, por teléfono, pero creía que teníamos una buena relación, que éramos amigos. Sabes que la metarred no puede ser responsable de estas conductas. Estoy seguro de que ni siquiera te molestaste en defenderla. Demonios, ni siquiera me avisaste. Me dejaste venir aquí como un idiota, totalmente desprevenido.

—¡Mi equipo! —repitió Teresa, como si aún le costase creer lo que había oído. Se echó hacia atrás—. Dios mío. Eres un tío listo, creía que ya te habías dado cuenta.

—¿Darme cuenta de qué?

—Aparte de mí, ¿con quién más has hablado aquí de la metarred?

Warne hizo memoria.

—Había un ayudante de laboratorio, un tal Clay…

—¿Barnett? Clay trabaja en Tecnología de la Imagen desde de hace cinco meses. —Se inclinó de nuevo hacia la pantalla—. No existe ningún equipo, Andrew. Solo estoy yo.

—¿Qué? —Warne la miró, incrédulo—. ¿Tú eres la única persona asignada a los robots?

—Hay un grupo de mantenimiento que se ocupa de reemplazar los servos y hacer las revisiones mecánicas. Pero yo soy la única especialista.

Por unos momentos se hizo el silencio, mientras Warne se recuperaba de la sorpresa.

—En cuanto a lo de avisarte, me prohibieron expresamente decírselo a nadie, y menos a ti.

—Papá —llamó Georgia desde el otro extremo de la habitación—, ¿de qué estáis hablando?

¿Por qué murmuráis?

—No pasa nada, cariño. Solo estamos tratando de solucionar un pequeño problema. Nada más. —Warne miró de nuevo a Teresa.

—¿Crees que no defendí la metarred? —añadió la joven, furiosa—. La defendí con uñas y dientes. Es mi medio de vida, sobre todo ahora.

—De acuerdo —dijo Warne—. Dime qué pasó.

Teresa se quitó las gafas protectoras, que aún llevaba sobre la cabeza, las dejó encima de la mesa y después se pasó una mano por el pelo.

—Comenzó poco después de que abrieran el parque. Primero me dijeron que, por el momento, solo nos ocuparíamos del mantenimiento, que aumentaría la plantilla de Robótica en cuanto el Comité de Futuras Atracciones diera su informe. Lo hicieron, pero nunca llegué a verlo. El personal contratado para Robótica fue enviado a otros departamentos: Imagen, Sonido. Después, hará cosa de un par de meses, comenzaron las reducciones.

—¿Reducciones?

—Retirar a los robots no esenciales. Reemplazarlos con humanos o sencillamente anular sus tareas. En realidad, los únicos robots que hemos añadido no son autónomos. Solo son máquinas animadas, como los dragones y los grifos de Camelot. Son los encargados de los Mundos, no yo, quienes se ocupan de ellos.

Warne se pasó el dorso de la mano por la frente.

—¿Cuál es la explicación?

—¿No la ves? Son los contables de la Oficina Central. Los robots no son lo bastante sexys.

Son demasiado especulativos, demasiado abstractos. Por supuesto que es bonito tener a unos cuantos dando vueltas como una golosina visual: divierten a los turistas en Calisto, dan a los tipos de Relaciones Públicas algo de que escribir. Pero no venden entradas. La oficina central cree que los robots están pasados de moda. El propio Barksdale me lo dijo.

Eran una promesa, como la inteligencia artificial, pero no están dando los resultados que se esperaban. En estos tiempos todos los chicos tienen un robot de juguete, cosas sin cerebro que dan mala fama a los robots de verdad. A nadie le importa si son robots o personas los que barren los suelos del nivel C.

—A Eric Nightingale le importaba. Él mismo me lo dijo.

Teresa se apartó bruscamente.

—Nightingale era un visionario. Veía a Utopía como algo más que un parque temático con artilugios de lujo. Pretendía que fuese un crisol para la nueva tecnología.

—Un crisol para la nueva tecnología. Le escuché decir ese discurso esta misma mañana.

—Pues yo lo creí —afirmó Teresa, con un tono de desafío—. Todavía lo creo. Por esa razón acepté trabajar aquí.

Pero Nightingale está muerto, y el parque ya no funciona de acuerdo con su visión. Todo funciona según las tendencias que marcan las estadísticas y las proyecciones. Toda la atención se centra en lo superficial. Que vengan los eruditos en historia del arte, que todo parezca real. Pongamos hologramas más grandes y mejores. Buscad nuevas atracciones.

—Bajó la voz—. Tampoco nadie se esperaba las ganancias que obtendrían de los casinos. Ha cambiado todo el enfoque del parque.

Warne la observó mientras ella guardaba silencio con una expresión de enfado. Mostraba una franqueza que no estaba de acuerdo con la política de Utopía. Él se había presentado allí, dominado por la más justa indignación, y lo único que había conseguido era que Teresa expresara su frustración.

—Papá —llamó Georgia de nuevo—, ¿has acabado? Vamos al parque.

—Espera un minuto —respondió—. Ya casi hemos acabado.

Warne y Teresa intercambiaron una mirada.

—Perdona, Teresa —dijo Warne—. Creo que me he precipitado en mis conclusiones.

—No pasa nada. Como te dije, sé cómo te sientes. Yo me siento de la misma manera. Otra cosa: por favor, llámame Terri. Detesto Teresa.

—¿Te bautizaron con el nombre de la santa?

—Por supuesto, y debo de ser la única filipina no católica en todo el mundo. No he pisado una iglesia en diez años. No quiero ni pensar en lo que habrían dicho mis padres si viviesen.

Se produjo otra breve pausa. Warne no sabía muy bien qué hacer o decir.

—Bueno, al menos a Nightingale le habrían gustado los hologramas —dijo finalmente—. De verdad que son fantásticos.

—Tienes toda la razón. —Hubo un cambio en la expresión de la joven—. Será mejor que no te tomes todo lo que digo al pie de la letra. Algunas veces no es más que envidia. Aquí hay mucha tecnología puntera. Lo que pasa es que, después de sus grandes descubrimientos, los chicos de hologramas se llevan todos los méritos, y el presupuesto. Al principio, en Tecnología de la Imagen había ocho personas, y ahora son cuarenta.

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