Una voz en la niebla (39 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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—Según los primeros análisis, las costras de sangre seca corresponderían a… bueno, introdujeron los resultados del análisis en el fichero y… salió el nombre de Madeleine Talcot.

Bertegui cerró los ojos y sintió que una onda eléctrica le erizaba el vello de los brazos.

—Van a profundizar en las investigaciones —añadió Clément con precipitación—. Por el momento, Clovis me ha pedido que mantenga la información off. Solo cuando estén seguros la incorporarán al expediente. Cre… creo que también a él le ha parecido una cosa absurda.

Bertegui giró brevemente la cabeza hacia la ventana. Es la niebla, pensó viendo cómo las pálidas nubes se entregaban a la oscuridad. La niebla que diluía cualquier verdad… ¿Cómo puede el caso Talcot resurgir tan de repente? ¿Siete años después? ¿Y de una forma tan fuera de lugar como unos restos de sangre seca en un espejo… hallado en el lugar de un no crimen?

—¿Sigue ahí?

—Sí… Estaba pensando.

—Ya sé —dijo Clément con voz lúgubre—. Es muy chocante. Una última cosilla… he buscado a quién podía dirigirse para… hum… sus investigaciones sobre… rituales y todo eso. No caía… iba a decirle que acudiera a París, que charlara con algún especialista, pero esta noche, después de haber hablado con Clovis por teléfono, me ha venido a la cabeza un nombre: Lieberman.

—No sé quién es —masculló Bertegui.

—Fue interrogado a propósito del caso, en su día. De hecho, yo mismo hablé con él. Estaba en… en un estado lamentable. Aparentemente, había tenido trato con los Talcot antes de cruzarse de nuevo en su camino aquí mismo. Sabía la tira sobre ellos, sobre Laville y sobre muchas otras cosas más. Era jefe del servicio de medicina forense de Dijon cuando tuvieron lugar los primeros controles.

—¿Era? ¿Qué hace ahora?

Silencio apurado en el teléfono.

—Nada. Bueno… No puede hacer nada, aparte de leer y navegar por internet. Hoy es… es una especie de vegetal.

Capítulo 41


N
o has comido nada, cariño. ¿Estás bien?

Opale miró su plato, donde tres albóndigas retozaban en un pozo de puré. Lo apartó con un suspiro.

—No tengo hambre —dijo a su tía.

Javotte du Soulac frunció los labios. Desde la muerte de su sobrino y la nueva marcha de sus padres —tres semanas después del suicidio—, las comidas se alargaban en una suerte de velatorio, en un comedor amueblado con objetos antiquísimos, carísimos y decididamente siniestros, salvo cuando una docena de chicos salidos de una novela de la condesa de Segur insuflaban en él un poco de vida con ocasión del
garúen party
anual de la familia.

—Espero que no tengas problemas…

Opale negó vagamente con la cabeza, gesto que, por lo visto, no convenció a su tía. Esta se mantuvo, no obstante, en silencio, actitud que Opale tradujo así: no podemos pedirle a esta «pobre niña» que esté dando saltos cuando su hermano se ató una bolsa a la cabeza hace un mes y sus padres han hecho mutis por el foro apenas cerrado el ataúd.

—Josepha ha hecho budín de postre —le hizo saber Javotte con una leve aspiración esperanzada que quería decir: «Quédate un poquito conmigo, ¿quieres?».

—¿Te molesta si subo a mi habitación? —preguntó Opale.

Su tía esbozó una sonrisa triste.

—No, claro que no. Pero…

No llegó a terminar su frase. Opale lo entendió: también para ella las últimas semanas habían sido agotadoras. Javotte quería a su sobrino, y esos lúgubres
tete a tete
con Opale le recordaban en cada comida esa vida suya tan alegre como un pasillo sin puertas desde que el amor de sus veinte años, a quien esperaba en el altar con su cola y su ramo de novia, había decidido súbitamente salir a comprar tabaco pocos minutos antes de la ceremonia.

—Voy a ver si trabajo una hora… Vuelvo a bajar luego, si quieres…

No esperó la respuesta, contentísima de saltar de su silla, aunque a su paso dejara flotando en el aire un rastro de culpabilidad, mientras subía los escalones de cuatro en cuatro. Cerró de golpe la puerta de su habitación, un pequeño tocador rosa que le encantaba: aun cuando, desde hacía algún tiempo, se amoldaba con dificultad a la incoherencia de dormir en una habitación de Barbie mientras por otro lado, se entregaba a los placeres de una «jovencita»: fumar, besar a los chicos… hablar con los muertos.

Apenas hubo cerrado la puerta, cruzó la habitación para correr las cortinas, encender todas las luces, inspeccionar los armarios, echar un vistazo bajo la cama, con la misma energía que poco antes, cuando había llevado a cabo idénticos gestos en el salón y en todas las estancias donde sabía inevitable tener que estar en algún momento de la noche. «Pero ¿puede saberse qué buscas así?», le había preguntado Javotte con una tranquilidad impregnada de sospecha. Opale no había respondido: no buscaba nada. Tan solo temía que fuera a aparecer, ahí, detrás de un sillón, o en un rincón, la cara gesticulante de un niño de furiosos ojos rojos.

Así estaban las cosas: desde que su camino se había separado del de Bastien, el encanto del chico ya no funcionaba. Es verdad que la había convencido de que no se preocupara por las… «manifestaciones» de la Chowder… aunque se preguntaba por qué el asunto no se había desbocado de semejante manera en el transcurso de las sesiones anteriores. Sin embargo, no se había olvidado. ¡Ah, no! No había olvidado nada de la escena; cada uno de sus detalles se había grabado a fuego en su memoria: el estallido del vaso, las letras voladoras, la pequeña lluvia de trocitos de papel cuando todo hubo terminado. Y las palabras: las sombras blancas… Al igual que el muchacho, ella había sentido su presencia. Y su violencia. Y su miedo… Y había olfateado a los demás también. En medio del torbellino de sus emociones, había intuido la batalla que se estaba librando en la estancia entre los niños de Laville-Saint-Jour y…

¿Sus verdugos?

Adultos, en cualquier caso. Con horror, y a pesar de las palabras de Bastien, ya no podía dejar de imaginarse la lucha que los enfrentaba en algún lugar del más allá —los primeros, sedientos de venganza y los segundos, impacientes por terminar—, hasta el punto de que un miedo más allá de lo soportable la tenía maniatada, que una serpiente le apretaba las entrañas con nudos compulsivos, y que una cuestión vital la atormentaba hasta la obsesión: ¿cómo voy a vivir, ahora que sé, ahora que he visto, con este miedo eterno en lo profundo de mí misma?

Su inspección no arrojó ningún resultado. Ni sombras blancas, ni negras, ni verdes.

Respiró un poco, esforzándose por alejar de sí el desgarrador sentimiento de soledad que le oprimía el pecho. Su mirada recayó en el ordenador.

Se sentó en el escritorio, encendió su PC, inició el Messenger. Bastien no estaba conectado. Se sintió decepcionada. También aliviada. Tenía ganas de hablar con él, pero sin saber demasiado qué escribirle. «Bastien, tengo mucho miedo. Bastien, te amo.» Ambas informaciones eran igual de ciertas, pero… no era el tipo de confidencia que se le hace a un chico, ¿no? Sobre todo cuando constituyen las dos caras de una única verdad.

¡Oh, qué culpable se sentía! ¡Qué culpable! Era por su culpa por lo que habían llegado a eso.

Un plin le avisó de que tenía un mensaje. Pequeña conmoción en el corazón. ¿Bastien?

Leyó el mensaje, se quedó helada. Lo releyó una vez más para asegurarse de que no estaba soñando… o, al menos, de que no había caído en una pesadilla en la que Freddy Kruger fuera a surgir de la pantalla en cualquier momento.

Luego notó cómo le flaqueaban las piernas sentada en la silla, y perdió cualquier sensación de su cuerpo.

Lo volvió a leer nuevamente, reprimiendo un grito de espanto.

En la pantalla, solo estas palabras: «[email protected] está conectado».

TofK… es decir, el login de Christophe.

Su hermano se acababa de conectar al Messenger.

Capítulo 42

N
icolas le Garrec había escogido bien el sitio: un restaurante de diseño y acogedor, escondido en una minúscula callejuela del centro hasta la que habían llegado a pie —una parte del casco antiguo estaba cerrada al tráfico día y noche—, seguidos por el eco húmedo de sus pasos contra el adoquinado irregular, viejas piedras, escaleritas salidas de ninguna parte.

—Por eso quería pasar a recogerla —había dicho el escritor adentrándose por la calleja—. Como habrá podido comprobar, el centro podrá ser pequeño, pero es un auténtico laberinto.

—Creí que se trataba de una táctica para poder acompañarme de vuelta luego —había ironizado Audrey, sorprendida de su propia osadía—. ¡En realidad, solo es porque me consideraba demasiado tonta como para leer un mapa!

Habían reído juntos, llevados por un buen humor fingido y absolutamente siniestro, a semejanza de todos los flirteos intercambiados durante el trayecto. No podía ser de otro modo, había concluido Audrey: Le Garrec acababa de enterrar a su madre, y ella misma había sorprendido a Antoine quince minutos antes en su aparcamiento. ¿Quién, en tales condiciones, tendría ganas de diversión?

No obstante, se había jurado dejar a un lado esas consideraciones, recuperar la intimidad que los había cogido por sorpresa en la terraza de los Rochefort. Así, apreció las gruesas vigas antiguas, el mobiliario contemporáneo, la suave iluminación un punto anaranjada, que resultaba tan favorecedora.

—Así es como cambian las cosas —musitó Le Garrec atravesando el restaurante—. A poquitos… La ciudad ha preservado ese algo inmutable que sin duda le confiere su encanto, pero se moderniza a su manera.

Audrey asintió mientras tomaba asiento: en efecto, los clientes del local presentaban un aspecto típicamente parisino en concordancia con el lugar, entre restaurante de moda y
bistrot
de altos vuelos. Podrían encontrarse en cualquier gran capital, en Londres, Madrid, Berlín, picoteando la ensalada y bebiendo sorbitos de Absolut de limón.

—¿Cómo es posible que conozca este local después de una ausencia tan prolongada? —preguntó la mujer mientras un camarero larguirucho que andaba sobre un colchón de aire les ofrecía la carta.

—Será porque nunca he cortado del todo los puentes con la ciudad —dijo con un guiño cómplice (¡y falso!)—. No, en realidad fue Antoine quien me lo recomendó.

Ella se estremeció al oír nombrar al director del Saint-Ex, pero no lo exteriorizó. Lo observó unos instantes, mientras recorría el menú con la vista: como la gran carta de color blanco no dejaba ver de su rostro más que la alta frente y el cabello negro azulado, finalmente se quedó con la mirada perdida en un punto imaginario.

—Nicolas —dijo con voz firme y suave a un tiempo.

Apareció por un lado de la carta, como un bromista por el extremo de una pared.

—¿Sí?

—Nicolas, querría decirle dos cosas… Para empezar, vamos a dejar de tratarnos de usted, no tiene ningún sentido. Y luego… luego, no quiero que juegues a nada esta noche.

El escritor dejó la carta, recobró una posición normal, con aire preocupado, un poco a la defensiva.

—Quiero decir… Creo que hoy ha sido un día duro para ti. Y… bueno, después de lo que nos dijimos la otra noche, lo que yo te dije, preferiría que nos quitáramos la máscara. No te esfuerces por parecer simpático… Y no me fuerces a que parezca que me gusta. No he aceptado venir a esta cena esta noche por ir de juerga.

Durante unos segundos, Le Garrec le dirigió una mirada insondable, para después asentir con la cabeza.

—Tienes razón —dijo con seriedad—. Voy a ser todo lo siniestro y taciturno que se espera de un escritor de novela policíaca que regresa para buscar la inspiración en la niebla de Borgoña…

Frunció el ceño, molesta por esa nueva humorada inconsistente.

—No era eso lo que quería decir…

—Ya sé lo que querías decir —la cortó con dulzura e inspiró—. Verás, Audrey, he ido a conocerte en la peor época de mi vida. Bueno, digamos que no es un período propicio para encuentros tan agradables. Pero… —echó un vistazo alrededor, visiblemente embarazado— …pero me gustas mucho. Y ya es difícil, o al menos, es siempre un poco desestabilizador, conocer a alguien que te gusta tanto. Inusual… y desestabilizador. Y lo es aún más cuando la situación es tan delicada.

Se calló, buscando las palabras.

—Sin embargo, tenía ganas de verdad de cenar contigo esta noche, esta noche, particularmente, aunque pueda sonar extraño. Y es cierto: no estamos aquí de juerga. Solo para aprender a conocernos… O mejor: solo para compartir juntos unos momentos. Olvidarnos un poco del resto del mundo… o en todo caso, del resto de Laville-Saint-Jour.

Un silencio, un fugaz vistazo hacia un cristal.

—Sí, eso es… Olvidarnos de la niebla, juntos.

La mujer se quedó muda, con la sangre golpeándole en las sienes agradablemente. ¿Cuánto hacía que no oía a un hombre expresarse con tanta sinceridad? ¿Casi… poniéndole el corazón sobre la mesa, con palabras tan sencillas, espontáneas?

—¿No quieres decir nada? ¿O al menos sonreír, o poner cara de haberte caído del guindo, o de alucinada? No sé, lo que sea, porque ahora mismo me siento un perfecto idiota y tengo la sensación de estar derritiéndome en la silla.

Audrey sonrió. Sin duda había mil cosas que contestar, y también preguntas que plantear, puntos que aclarar: ¿por qué era tan delicada la situación? ¿Por qué era tan dura esa época? ¿Solo a causa de la muerte de su madre?

Pero no era el momento… No, decididamente no. Así que pronunció la única palabra que le vino a la cabeza:

—Gracias.

Capítulo 43

«B
andejo-cenaron», como decía Daniel Moreau, delante de la tele, en silencio. La madre y el hijo. Caroline Moreau miraba fijamente un punto de la pantalla con una ausencia beatífica mientras daban el tiempo, en tanto que Bastien la observaba de reojo. Acababan de tomarse un yogur cuando telefoneó su padre. Desde el salón, Bastien puso la oreja, escuchó la voz poco clara de su madre, luego su risa. Tras unos minutos de conversación, lo llamó para pasarle el teléfono.

—¿Qué tal todo, hijo?

Bastien se sintió aliviado al escuchar su voz por teléfono.

—Bien, papi, todo genial…

—¿Cómo está tu madre?

Miró prudentemente en dirección al salón, sin extrañarse por la formulación de la pregunta: no que si va mejor tu madre, sino cómo está tu madre…

—No… no parece estar mal.

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