Una voz en la niebla (36 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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—Podría decirse que el pasado me ha encontrado —remachó Le Garrec con humor antes de beber un buen trago de su manhattan.

—También tengo alguna pregunta que hacerle a propósito de su familia.

Nicolas le Garrec permaneció en silencio, pero se le ensombreció la cara imperceptiblemente.

—Empecemos por su padre.

—Me lo temía —se lamentó el escritor llevándose los dedos a los párpados—. Me esperaba algo parecido cuando me avisaron de que estaba aquí. ¿Qué quiere que le diga a propósito de mi padre?

—¿Qué edad tenía usted cuando murió?

—Cuatro o cinco años… —Frunció el entrecejo—. Estaba a punto de cumplir cinco, de hecho.

—¿Tiene algún recuerdo?

—Vagos… muy vagos. Ya ni siquiera sé si son recuerdos o fotos en torno a las cuales he construido… pequeñas historias. Bueno, como todos los crios que perdieron a alguno de los padres de muy pequeño, me imagino.

—Y del accidente, ¿qué sabe?

Le Garrec se volvió abiertamente hacia Bertegui, en plan: tengo algo que decirle, de hombre a hombre.

—Escuche, comisario, no sé por qué se interesa en hechos que acaecieron hace treinta años, no… no comprendo qué está usted buscando. Pero mi madre murió hace unos días… Y le recuerdo que he visto su cadáver. Es un espectáculo que no se me va a olvidar fácilmente, para serle franco. La he enterrado hoy. Estoy agotado y para mitigar este inmenso cansancio, tengo una cita en… —vistazo a su reloj— en menos de una hora con la joven más encantadora que he conocido en años. ¿No podemos dejar esto para más adelante? ¿Para mañana, por ejemplo?

Bertegui se adelantó un poco hacia su interlocutor, su adversario, de hecho, pues siempre abordaba el interrogatorio de un sospechoso con esa idea en mente. Con el mismo tono de confidencia viril, dijo:

—¿Sabe qué, señor Le Garrec? Tengo el convencimiento profundo de que esconde cosas que debería saber. Y por otro lado, tiene usted un punto progre farandulero, en plan invitado del programa de Thierry Ardisson, que es bastante exasperante. Pese a todo, lo encuentro simpático. No me pregunte por qué, porque ni yo mismo lo sé, y casi me pone mala sangre, pero es así.

«El problema, verá usted, es que hay zonas de sombra en toda esta historia. Zonas de sombra más grandes que una catedral. Así que voy a decirle lo que pienso en el fondo: es cierto que ha enterrado hoy a su madre. Pero si tiene suficiente energía para ir a que le hagan cosquillas en la libido en menos de una hora, creo que podrá encontrar ahora los recursos necesarios para satisfacer mi curiosidad.

Los dos hombres se miraron con desdén.

—Por lo demás —continuó Bertegui—, prefiero aquí, que mañana… en la comisaría.

Le Garrec fue el primero en abandonar, con sonrisa de vencido.

—El accidente, ¿qué contarle? No sé gran cosa. Mi padre cogió un coche y los frenos fallaron. Cayó desde una altura de veinte metros. El coche se incendió. Y ya está…

—¿Y Vilbois?

Le Garrec se estremeció. Un movimiento mínimo —un aleteo de pestañas, una repentina tirantez—, pero Bertegui tenía los ojos clavados en él, los sentidos al acecho: ya no escuchaba a Sarah Vaughan, que se había hecho ahora con el micro, y tampoco a la morena a quien se acababa de unir un hombre de negocios de rojas mejillas de viticultor. Estaba en una sala oscura cuya única fuente de luz recaía directamente sobre el rostro de… su adversario. Una luz suave, quizá. Pero implacable.

—Vilbois —repitió Le Garrec—. ¿Qué quiere saber?

—Su madre lo conoció poco tiempo después, si no me equivoco …

—Ha hecho bien su trabajo, comisario. Sobre todo sabiendo lo discreta que es la gente del lugar. Pero no… Todo parece indicar que ya era su amante antes.

—Por eso se enfadó usted con su madre…

Ahora, Le Garrec ya no trataba de ocultar el abatimiento que lo estaba minando. Miraba fijamente la aceituna del fondo de su vaso.

—No me gustaba Vilbois… Y aún me gustó menos después de aquello, evidentemente. Pero aun antes de ese episodio, ella y yo tuvimos unas relaciones tensas. Siempre…

—¿Y con él?

—Ninguna relación. No nos hablábamos…

Bertegui recordó las palabras de Gionelli, el primo de la Doctora Ruth: mira que era raro aquel crío, ahí, desayunando sin decir ni mu.

—Pero él quería a su madre, ¿no?

—Sí, eso creo.

—¿Y ella?

—Durante mucho tiempo pensé que ella seguía porque él era un tipo violento y peligroso. Porque le tenía miedo. Y un día… comprendí. Que todo era más complejo.

—¿Cómo de complejo?

—También ella lo amaba… A su manera. A su manera, se amaban, sí.

La voz era casi neutra, pero Bertegui adivinaba toda la amargura acumulada en esas sencillas palabras. Y la comprendía. En el fondo, esa era la razón por la que, a pesar de sus aires de artista un poco sombrío —de plutoniano lo habría calificado sin duda Suzy Belair—, Le Garrec no resultaba del todo antipático al Jabalí: en el principio, había un chaval con una infancia desgraciada y desestructurada. Ese era un dato que siempre conmovía a la policía.

También era uno de los componentes inscritos en el curriculum de muchos criminales.

—Ya veo… Y de las actividades de Vilbois, ¿qué sabe usted?

—Poca cosa. No voy a engañarle: era un jugador y un granuja. Ya debe de saberlo, de todos modos. Un granuja muy hábil, además.

—Vilbois trabajaba para los Talcot, ¿no?

Le Garrec miró al Jabalí.

—¿Es eso lo que cree? ¿De verdad?

El tono dulzón desconcertó un poco al policía.

—Yo no creo nada, como ya le he dicho antes. Yo investigo.

—Hum… No sé exactamente lo que hizo o dejó de hacer… para ellos o con ellos. Yo nunca los vi en casa, es cuanto puedo decirle.

Bertegui no estaba del todo convencido, pero por el momento estaba interrogando al escritor en calidad de mero testigo, y en unas circunstancias más o menos informales. Imposible cocerlo durante ocho horas con una lámpara en los ojos hasta que se viniera abajo. Y aún menos hacerle firmar una declaración.

—¿Se acuerda de la… marcha de Vilbois? ¿O de su desaparición?

—No. No estaba aquí. Estaba de vacaciones, en casa de mis abuelos, en el sur. Al volver, mi madre me dijo que se había ido y que lo habían dejado. Esa vez definitivamente… Debía de tener yo dieciséis años.

—¿Y ha oído hablar de él después?

—Nunca más.

—Hum… Dígame, señor Le Garrec, ¿por qué ha permanecido tanto tiempo alejado de Laville-Saint-Jour? ¿Por qué este distanciamiento de su madre?

—Son extrañas, sus preguntas —observó de pronto Le Garrec—. Hablando de todo esto, tengo la impresión de estar haciéndolo con mi psiquiatra más que con un policía al frente de una… instrucción judicial sobre el ataque cardíaco que se ha llevado por delante a mi madre.

Al investigador no se le escapó el sarcasmo.

—¿Participó su madre en misas negras? —preguntó a bocajarro.

Nicolas le Garrec lanzó una fugitiva mirada por el bar, como para asegurarse de que nadie hubiera escuchado la pregunta. Luego se volvió hacia Bertegui y lo miró con la mayor dureza que le permitía su hermoso aspecto moreno.

—Voy a hacer como si no hubiera oído esa pregunta, comisario. No en un día como hoy. Hay algo casi inhumano en sospechar un horror así… y más aún en preguntarme mi opinión al respecto. Para su información, si busca usted por ese lado, si realmente quiere remover el pasado tan… profundamente, tan lejos, porque alguien cortó un cable de teléfono en el momento equivocado en el lugar equivocado, no es contra una pared contra lo que va a chocar en esta ciudad. Es contra una montaña.

Bertegui no pestañeó, y con el mismo tono, prosiguió:

—¿Qué hay en su sótano, señor Le Garrec?

El escritor miró su reloj y saltó de la banqueta.

—No me gustaría hacer esperar a mi amiga —dijo suavemente—. Creo que vamos a tener que continuar más tarde.

—Cuente conmigo, señor Le Garrec, cuente conmigo. Acabo de ordenar que precinten la casa. Ni usted ni nadie está autorizado a entrar en ella…

El escritor rebuscó unos billetes que deslizó debajo de su vaso. Con la misma voz controlada, continuó diciendo:

—Me parece que no sabe usted dónde se está metiendo, comisario. No puede ni imaginar la realidad de esta ciudad. Y de lo que es capaz… Si estuviera en su lugar, me cubriría bien las espaldas. Muy seriamente.

—¿Es una amenaza?

Le Garrec le obsequió con una sonrisa, triste, como cargada de pena.

—En modo alguno es una amenaza, no es mi estilo. No, no es ninguna amenaza. Sino una promesa. Y una certeza…

Capítulo 38

«M
e ha besado…

«Me ha besado y ha sido maravilloso.» Esto es lo que no cesaba de repetirse Bastien desde hacía cinco minutos, cuando su camino se separó del de Opale. Cinco minutos que había recorrido en una beatitud casi mística, mientras rememoraba la película de los acontecimientos: la sorpresa de sus labios cuando Opale los había probado, la suave carnosidad de su boca, las palpitaciones en su pecho, sus lenguas vacilantes, después algo más insistentes, pero muy poco, por pudor o inexperiencia, de manera que se habían dejado guiar por sus cuerpos, sin pensar en nada, sin saber qué hacer con sus manos, sus brazos, sus piernas… Sí, se habían besado (¡y un poco con lengua!), y esa verdad hacía que Bastien se sintiera presa de una loca embriaguez: tras un despegue doloroso, el animalito que vivía dentro de su corazón planeaba ahora, en las alturas, lejos del mundo, con la majestuosidad de un albatros… Y Bastien lo cabalgaba, y el aire rebosaba de un aroma puro y maravilloso, y recordaba el esbelto cuerpecito de Opale mientras le susurraba al oído «Qué miedo he pasado, Bastien…», y las palabras que había encontrado para tranquilizarla, su fuerza de persuasión…

«Y ha sido maravilloso… y ha sido mágico… y…

«¡… y esta es mi calle!»

De pronto, vio su casa a unos cincuenta metros, con la brutal sensación de haber salido despedido de su montura. Ya se había hecho de noche. Su madre debía de estar preocupadísima. Se paró a pensar, se palpó la nariz. Al tacto, le parecía que estaba aún un poco hinchada («Es la primera vez que le doy un beso a Mister Potato», había bromeado Opale, y se habían reído, con un risa que había disipado los miedos y la turbación). Bah, ya pondría como excusa un nuevo altercado con Mendel… Sí, buena idea, pensó, y avanzó con paso firme y decidido hacia la casa. Sin embargo, a medida que se acercaba, advirtió, primero sorprendido, y luego con un vago desasosiego, la ausencia de luz en las ventanas. En la noche, a través de la niebla, la casa tenía casi una apariencia siniestra.

Al entrar, se reafirmó en ello: el pasillo estaba inmerso en la oscuridad. Al igual que la cocina, que estaba justo a la derecha. ¿Habría salido su madre? Su padre no estaba ahí esa noche, recordó —un cursillo que iba a durar tres días—, pero seguro que su madre le habría mandado un SMS si hubiera tenido que ausentarse.

Encendió la luz:

—¿Mamá?

No obtuvo respuesta. El pasillo embaldosado, con las paredes cubiertas por las nubes de Caroline Moreau, se estiraba en un silencio como solo una calle de provincias desierta puede ofrecer una noche de octubre. El único rastro reciente de vida: un olor a tarta endulzaba toda la casa.

Dejó por ahí su mochila y sus patines, dio una vuelta por la casa: nada. Su humor se ensombreció y se le encogió el corazón: el albatros que planeaba empezó a retorcerse hasta adoptar la forma de un cuervo. Un cuervo que se posó en uno de los árboles del jardín con un lúgubre graznido. Porque era allí donde estaba su madre, ¿no?

Se fue a su habitación, abrió la puerta vidriera, evitó a conciencia el columpio, y estiró la cabeza para tratar de distinguir el extremo del jardín, a la derecha.

No se había equivocado: su madre se encontraba en su «pequeño taller». No se la oía, pero la luz recortaba unos rectángulos amarillos sobre el césped, desde las ventanas del cobertizo, unas aberturas altas y estrechas como troneras, pero muy alargadas. Tendría que haberse alegrado. Después de todo, volvía a pintar.

Pero no lo logró.

Hasta en los peores momentos de su depresión, su madre salía al menos de la habitación y le preguntaba, con una sonrisa entre triste y ausente, cómo le había ido el día (a menudo era incapaz de escuchar una respuesta de más de dos minutos, pero ese era otro problema) . Y en la época en que pintaba mucho, aprovechando sus ausencias la mayoría de las veces, la casa vibraba siempre, cuando regresaba, con una alegría difusa. Como si Caroline Moreau mojara sus pinceles no en pintura, sino en un polvo de felicidad que se derramara por las paredes y entre aquellos a quienes estas cobijaban. Sí, durante mucho tiempo, la pintura de su madre había constituido su particular felicidad…

Por otra parte, y esa era la mayor de las preocupaciones de Bastien, aún no había salido ningún lienzo del taller. Ni uno, siendo que ella antes se apresuraba a pedirles su opinión, y a encontrar un sitio para cada nueva obra con un entusiasmo casi infantil. Y ahora, nada: ni un cuadro; ni una opinión consultada… Hacía más de un mes que se encerraba «ahí dentro», y aún no les había enseñado nada. Y tampoco los había invitado a entrar. Por no saber, Bastien no sabía ni cómo estaba dispuesto el lugar.

¿Qué es lo que producía «ahí dentro»?

Vaciló. ¿Debía llamar a la puerta? ¿Avisarle de su regreso? ¿Cómo explicar que no se hubiera preocupado lo más mínimo? Nuevo graznido. El cuervo se estaba burlando de él.

Se retiró, avergonzado, pensativo, a su habitación. Se quedó allí unos largos minutos, tendido en la cama, incómodo. El beso de Opale había disipado el incidente del desván del Saint-Ex, pero poco a poco las imágenes empezaban a volver. Las letras enloquecidas, la silla voladora… las sombras blancas… Vilbois… NO…

NO… NO…

Algo había despertado. No en la Chowder, pensó, sino antes: la sesión solo le había proporcionado la oportunidad de manifestarse de manera más evidente.

Sí, algo. El qué, lo ignoraba. Pero ese algo vivía desde entonces con él, con ellos. En el desván de la Chowder… Y en el columpio… Y puede que también en el cobertizo de su madre. Estaban ahí, en su casa: las sombras blancas y las demás. Las adivinaba por todas partes. Unas presencias malignas, pegajosas como el sudor de las pesadillas. Puede que hasta estuvieran en ese mismo momento en aquella estancia, con él. A su pesar, su mirada se posó sobre los objetos que amueblaban la habitación: la cómoda, las estanterías, las cestas con juguetes viejos que ya no tenían razón de ser ahí. Ahora todo le parecía vivo. Habitado. Se esforzó en resistir aquella idea: ¡era absolutamente… terrorífica!

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