Pero ¿qué hará la reina Ana, si Enrique toma como amante a una joven de la que ella se ha reído desde que entró a su servicio: a la que llama «paliducha» y «quejica»? ¿Cómo se enfrentará Ana a la mansedumbre y el silencio? Enfurecerse no la ayudará mucho. Tendrá que preguntarse qué puede darle Jane al rey que ahora ella no tiene. Tendrá que pensarlo con detenimiento. Y es siempre un placer ver a Ana pensando.
Cuando los dos séquitos se encontraron después de Wolf Hall (el séquito del rey y el de la reina), Ana estuvo encantadora con él, poniéndole una mano en el brazo y hablando mucho en francés de naderías. Como si nunca hubiese mencionado, pocas semanas antes, que le gustaría cortarle la cabeza; como si estuviese sólo conversando. Es aconsejable mantenerse detrás de ella en la cacería. Es rápida y entusiasta, pero no muy precisa. Este verano le clavó un cuadrillo de ballesta a una vaca extraviada. Y Enrique tuvo que pagarle al propietario.
Pero, en fin, todo esto no importa. Las reinas vienen y van. Eso nos ha mostrado la historia reciente. Pensemos en los pagos que debe afrontar Inglaterra, los grandes gastos del rey, el coste de la caridad y el coste de la justicia, el coste de mantener a sus enemigos alejados de sus costas.
Hace un año ya que está seguro de la solución: lo aportarán los monjes, esa clase parásita de hombres. «Id a las abadías y conventos de todo el reino —les había dicho a sus visitadores, sus inspectores—, planteadles las preguntas que os daré, ochenta y seis preguntas en total. Escuchad más que hablar, y cuando hayáis escuchado, decid que queréis ver las cuentas. Hablad a los monjes y a las monjas sobre sus vidas y sobre la Regla. No me interesa dónde piensan que estará su propia salvación, si sólo a través de la sangre preciosa de Cristo o si a través en parte de sus propias obras y méritos; en fin, sí, me interesa saber eso, pero lo que más me interesa saber es qué bienes poseen. Cuáles son sus rentas y sus propiedades, y, en el caso de que el rey como cabeza de la Iglesia quisiese recuperar lo suyo, cuál es el mejor procedimiento para hacerlo.
»No esperéis un cálido recibimiento cuando lleguéis. Tomad nota de las reliquias que tienen y de otros objetos de veneración, y de cómo los explotan, cuántos ingresos les proporcionan al año, pues todo ese dinero se hace a costa de peregrinos supersticiosos que harían mejor quedándose en casa y ganándose la vida honradamente. Presionadles sobre su lealtad, lo que piensan de Catalina, lo que piensan de lady María, y cuál es su posición sobre el papa; porque si las casas matrices de sus órdenes están fuera de estas costas, ¿no profesan una mayor fidelidad, como podrían expresarlo ellos, hacia una potencia extranjera? Planteadles esto y mostradles que están en una situación desventajosa; no es suficiente afirmar su fidelidad al rey, deben estar dispuestos a demostrarla y pueden hacer eso facilitando vuestra tarea».
Sus hombres saben muy bien que no van a poder engañarle, pero para asegurarse los envía en parejas, para que cada uno de ellos vigile al otro. Los tesoreros de las abadías ofrecerán dinero para que valoren menos sus bienes.
Thomas Moro, en su habitación de la Torre, le había dicho:
—¿Dónde golpearéis después, Cromwell? Vais a echar abajo a Inglaterra entera.
El había dicho:
—Ruego a Dios que me conceda vida sólo mientras utilice mi poder para construir y no para destruir. Entre los ignorantes se dice que el rey está destruyendo la Iglesia. En realidad está renovándola. Será un país mejor, creedme, una vez purgada de mentirosos e hipócritas. Pero vos, a menos que os enmendéis en vuestra actitud hacia Enrique, no viviréis para verlo.
Y no vivió. Él no lamenta lo que sucedió; lo único que lamenta es que Moro no le viese sentido. Se le ofreció un juramento apoyando la supremacía de Enrique en la Iglesia; ese juramento es una prueba de lealtad. No hay muchas cosas sencillas en la vida, pero esto es sencillo. «Si no lo juraseis, vos mismo os acusaríais, implícitamente: traidor, rebelde…» Moro no juró. ¿Qué podía hacer entonces más que morir? Qué podía hacer más que ir chapoteando hasta el patíbulo, en un día de julio en que no paró de llover a cántaros, salvo por una breve hora al final del día, lo que era demasiado tarde ya para Thomas Moro; murió con las medias mojadas, salpicado de barro hasta las rodillas, y los pies empapados como un pato. No echa de menos en realidad al hombre. Pasa sólo que a veces olvida que está muerto. Es como si estuviesen entregados a una conversación profunda y de pronto la conversación se detuviese, él dijese algo y no le llegase ninguna respuesta. Como si fuesen paseando los dos y Moro hubiese caído en un agujero del camino, un hoyo tan profundo como un hombre, lleno de agua de lluvia.
De hecho, se oye hablar de esos accidentes. Han muerto hombres al ceder el camino bajo sus pies. Inglaterra necesita caminos mejores, puentes que no se caigan. Está preparando un proyecto de ley destinado a dar empleo a hombres sin trabajo, para poder darles un salario y que dejen de mendigar por los caminos, para que trabajen reparando los puertos, construyendo murallas contra el emperador o cualquier otro oportunista. «Podríamos pagarles —calcula él— si aplicásemos un impuesto sobre las rentas de los ricos; podríamos proporcionarles cobijo, médicos si los necesitasen, su subsistencia; nos beneficiaríamos todos de los frutos de su trabajo, y ese empleo evitaría que se convirtiesen en alcahuetes o ladrones o salteadores de caminos, cosas todas ellas que los hombres harán si no ven otro modo de poder comer». ¿Y si sus padres fueron antes que ellos alcahuetes, ladrones o salteadores? Eso no significa nada. Mírale a él. ¿Es él Walter Cromwell? Todo puede cambiar en una generación.
En cuanto a los monjes, él cree, como Martín Lutero, que la vida monástica no es necesaria, ni útil, no obedece a un mandato de Cristo. No hay nada perenne en los monasterios. No son parte del orden natural de Dios. Prosperan y decaen, como cualquier institución, y a veces sus edificios se hunden, o acaban arruinados por una administración laxa. Cierto número de ellos se han esfumado a lo largo de los años, se han reubicado o se los ha tragado otro monasterio. El número de monjes está disminuyendo de forma natural, porque en estos tiempos, el buen cristiano vive en el mundo. Piensa en la abadía de Battle. Doscientos monjes en el apogeo de su prosperidad, y ahora… ¿qué?…, cuarenta como mucho. Cuarenta barrigudos aposentados sobre una fortuna. Y lo mismo sucede por todo el reino. Unos recursos que podrían liberarse, de los que se podría hacer mucho mejor uso. ¿Por qué ha de estar el dinero encerrado en los cofres, cuando se podrían poner en circulación entre los súbditos del rey?
Sus comisarios salen a inspeccionar y le envían noticia de escándalos; le envían manuscritos frailunos, historias de fantasmas y de maldiciones, ideadas para mantener aterrada a la gente sencilla. Los monjes tienen reliquias que hacen llover o que hacen que la lluvia pare, que impiden que crezcan las malas hierbas y curan las enfermedades del ganado. Cobran por el uso de ellas, no se las dan gratuitamente a sus vecinos: viejos huesos y trozos de madera, clavos doblados de la crucifixión de Cristo. Él cuenta al rey y a la reina lo que sus hombres han encontrado en Wiltshire, en Maiden Bradley.
—Los monjes tienen un trozo de la capa de Dios, y restos de carne de la Última Cena. Tienen ramitas que florecen el día de Navidad.
—Eso último es posible —dice reverentemente Enrique—. Pensad en el espino de Glastonbury.
—El prior tiene seis hijos, y los mantiene en su casa como criados. Dice en su defensa que nunca se ha acostado con mujeres casadas, sólo con vírgenes. Y luego, cuando se cansaba de ellas o se quedaban embarazadas, les buscaba un marido. Pretende que tiene una licencia con sello papal que le permite tener una puta.
Ana ríe entre dientes.
—¿Y pudo mostrarla?
Enrique está asombrado.
—Fuera con él. Esos hombres son una desgracia para su vocación.
Pero esos necios tonsurados son por lo común peores que los otros hombres; ¿no sabe eso Enrique? Hay algunos frailes buenos, pero después de unos cuantos años de exposición al ideal monástico, tienden a escapar. Huyen de los claustros y prefieren actuar en el mundo. En el pasado, nuestros antecesores atacaban con hoces y guadañas a los monjes y a sus criados con la misma furia con que lo harían contra un ejército de ocupación. Echaban abajo sus muros y los amenazaban con el fuego, y lo que buscaban era las listas de las rentas de los monjes, los instrumentos de su servidumbre, y cuando podían conseguirlas las rompían y hacían hogueras con ellas, y decían: «Lo que queremos es un poco de libertad: un poco de libertad, y que se nos trate como ingleses, después de siglos de tratarnos como bestias».
Llegan informes más sombríos. Él, Cromwell, dice a sus visitadores: «Decidles sólo esto, y decídselo alto: para cada monje, una cama: para cada cama, un monje». ¿Tan duro es eso para ellos? El que conoce el mundo dice: esos pecados son inevitables, si encierras a hombres sin acceso a mujeres se lanzarán sobre los novicios más tiernos y más débiles, son hombres y es sólo algo que está en su naturaleza. ¿Pero no se supone que ellos se elevan por encima de la naturaleza? ¿Qué finalidad tienen todas las oraciones, los ayunos, si los dejan sin fuerzas cuando llega el diablo a tentarlos?
El rey acepta el derroche, la mala administración; puede ser necesario, dice, reformar y reagrupar algunos de los monasterios más pequeños, como ya lo hizo el propio cardenal cuando vivía. Pero es indudable que los más grandes podemos confiar que se renueven solos, ¿no es así?
Posiblemente, dice él. Sabe que el rey es devoto y teme los cambios. Él quiere reformar la Iglesia, la quiere prístina; también quiere el dinero. Pero, como nacido bajo el signo de cáncer, actúa como un cangrejo para acercarse a su objetivo: un laborioso desplazamiento lateral. Él, Cromwell, observa a Enrique, cómo sus ojos pasan por las cifras que le ha estado mostrando. No es una fortuna, no lo es para un rey: no es el rescate de un rey. Poco a poco, Enrique debe querer pensar en conventos más grandes, en priores más obesos lardeados de amor propio. Esto va a ser sólo el principio. Me he sentado, dice, en demasiadas mesas de abades en que el abad come pasas y dátiles, mientras que para los monjes hay otra vez arenques. Él piensa: si pudiese hacer las cosas a mi modo, les daría libertad a todos ellos para llevar una vida distinta. Ellos proclaman que están viviendo la
vita apostolica
; pero los apóstoles no andan toqueteándose los huevos unos a otros. A los que quieran irse, se les deja. A los monjes que sean sacerdotes ordenados se les puede otorgar un beneficio, que hagan trabajo útil en las parroquias. A los de menos de veinticuatro años, sean hombres o mujeres, se les puede enviar de vuelta al mundo. Son demasiado jóvenes para atarse con votos de por vida.
Él está previendo: si el rey tuviese las tierras de los monjes, no sólo una pequeña parte sino todas, sería tres veces el hombre que es ahora. No necesitaría ya ir con el sombrero en la mano al Parlamento, a pedir con lisonjas un subsidio. Su hijo Gregory le comenta:
—Señor, dicen que si el abad de Glastonbury se acostase con la abadesa de Shaftesbury, su hijo sería el terrateniente más rico de Inglaterra.
—Muy probablemente —dice él—, pero ¿tú has visto a la abadesa de Shaftesbury?
Gregory parece preocupado.
—¿Debería?
Las conversaciones con su hijo son así: se escapan por los ángulos, y acaban en cualquier parte. Piensa en los gruñidos con que él y Walter se comunicaban cuando era niño.
—Puedes verla si quieres. Debo visitar Shaftesbury pronto, tengo que hacer una cosa allí.
El convento de Shaftesbury es donde Wolsey colocó a su hija. Él dice:
—¿Tomarás notas para mí, Gregory, harás un memorando? Si vienes podrás ver a Dorothea.
Gregory desea preguntar: ¿quién es Dorothea? Él ve cómo se suceden las preguntas en la cara del muchacho; hasta que por fin dice:
—¿Es guapa?
—No sé. Su padre la tenía encerrada —se ríe.
Pero se borra la sonrisa de su rostro cuando recuerda a Enrique diciendo: «Cuando los monjes son traidores, son los más recalcitrantes de esa raza maldita. Cuando los amenazas: “Os haré padecer”, ellos contestan que es para sufrir para lo que han nacido. Algunos eligen morir de hambre en prisión, o ir a Tyburn rezando, a recibir las atenciones del verdugo». Él les dice, como le dijo a Thomas Moro: «Esto no tiene nada que ver con vuestro Dios, ni con mi Dios, ni con Dios. Sólo tiene que ver con una cosa: ¿Enrique Tudor o Alessandro Farnese? ¿El rey de Inglaterra en Whitehall, o un extranjero increíblemente corrupto allá en el Vaticano?».
Ellos habían apartado la cabeza; murieron sin decir palabra, sus corazones falsos arrancados del pecho.
Cuando entra a caballo, al fin, por las puertas de su casa de la ciudad, en Austin Friars, sus criados de librea se agrupan a su alrededor, con sus chaquetas largas de tela gris jaspeada. Gregory está a su derecha, y a su izquierda Humphrey, que se encarga del cuidado de sus perros de caza, y con el que ha tenido fácil conversación en esta última milla de viaje. Tras él, sus halconeros, Hugh y James y Roger, hombres despiertos, alertas frente a cualquier atropello o amenaza. Se ha formado una multitud a la entrada, que espera generosidad. Humphrey y el resto tienen dinero para distribuir. Esta noche, después de la cena, se hará el reparto de comida habitual a los pobres. Thurston, su cocinero en jefe, dice que están alimentando dos veces al día a doscientos londinenses.
Ve a un hombre entre la multitud, un hombrecillo encorvado, que apenas si puede mantenerse en pie. Ese hombre está llorando. Lo pierde de vista; vuelve a localizarle, con la cabeza inclinada, como si sus lágrimas fuesen la marea y estuviesen arrastrándolo hacia la entrada.
—Humphrey —dice—, mira a ver qué le pasa a aquel hombre.
Pero luego se olvida. Los de su casa están felices de verlo, todos lo reciben con caras resplandecientes, y hay un enjambre de perrillos alrededor de sus pies; los coge en brazos, cuerpos que se retuercen y rabos que se menean, y les pregunta cómo les va. Los criados se agrupan alrededor de Gregory, mirándolo desde el sombrero a las botas; todos los criados lo estiman por sus modales. «¡El amo!», dice su sobrino Richard, y le da un abrazo de esos que aplastan los huesos. Richard es un muchacho sólido con la mirada Cromwell, directa y brutal, y la voz Cromwell, que puede acariciar o contradecir. No teme nada que ande sobre la tierra, y nada que ande por debajo; si el demonio se apareciese en Austin Friars, Richard lo echaría escaleras abajo, a patadas en su culo peludo.