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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Una reina en el estrado (6 page)

BOOK: Una reina en el estrado
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Era algo que sorprendía al cardenal, el que un inglés fuese capaz de matar de hambre a otro para conseguir un beneficio. Pero él le decía: «He visto a un mercenario inglés cortarle el cuello a su camarada y quitarle la manta de debajo mientras todavía se estremecía, y registrar su petate y guardarse una medalla santa junto con el dinero».

—Bueno, pero se trataba de un asesino a sueldo —decía el cardenal—. Esos hombres son unos desalmados que ya no tienen nada que perder. Pero la mayoría de los ingleses temen a Dios.

—Los italianos creen que no. Dicen que el camino entre Inglaterra y el Infierno está muy gastado por los muchos pies que lo recorren, y es cuesta abajo en todo el trayecto.

Él cavila a diario sobre el misterio de sus compatriotas. Ha visto asesinos, sí; pero ha visto a un soldado hambriento darle una hogaza de pan a una mujer, una mujer que no es nada para él, e irse sin más después, encogiéndose de hombros. Es mejor no poner a prueba a la gente, no empujarlos a la desesperación. Hacerlos prosperar; en el exceso, serán generosos. Las tripas llenas generan modales corteses. El pellizco del hambre crea monstruos.

Cuando, algunos días después de su encuentro con Stephen Gardiner, había llegado a Winchester la corte itinerante, habían sido consagrados en la catedral nuevos obispos. «Mis obispos», los llamó Ana: evangelistas, reformadores, hombres que veían en ella una oportunidad. ¿Quién habría pensado que Hugh Latimer llegaría a ser obispo? Lo previsible habría sido más bien que acabaría en la hoguera, que se consumiría en Smithfield con los Evangelios en la boca. Pero bueno, ¿quién habría pensado que Thomas Cromwell llegaría a ser algo? Tras la caída de Wolsey, era de suponer que, como servidor suyo, estuviese acabado. Cuando murieron su mujer y sus hijas, se podría haber pensado que esa pérdida lo mataría. Pero Enrique había acudido a él; Enrique le había tomado juramento; Enrique había puesto su tiempo a su disposición y había dicho: «Venid, señor Cromwell, tomad mi brazo», a través de patios y salas del trono, su camino en la vida ha pasado a ser ya claro y despejado. De joven andaba siempre abriéndose paso entre la gente, intentando llegar a la primera fila para ver bien el espectáculo. Pero ahora la gente se aparta para dejarle paso en Westminster o en cualquiera de los palacios del rey. Desde que fue nombrado consejero, no se interponen ya en su camino caballetes ni cajones ni perros sueltos. Las mujeres acallan sus murmullos, se estiran las mangas y asientan en sus dedos los anillos, desde que le nombraron primer magistrado de la Cámara de los Lores. Los desperdicios de la cocina y las cosas desordenadas de los empleados y los taburetes de las personas de baja condición se desplazan a los rincones y se apartan de la vista, ahora que él es el señor secretario del rey. Y nadie salvo Stephen Gardiner corrige su griego ahora que es canciller de la Universidad de Cambridge.

El verano de Enrique ha sido, en conjunto, un éxito: en su recorrido a través de Berkshire, Wiltshire y Somerset se ha mostrado al pueblo en los caminos y (si no llovía a cántaros) todos se han alineado a su paso y le han vitoreado. ¿Por qué no iban a hacerlo? No puedes ver a Enrique y no asombrarte. Y en cada nueva ocasión que le ves vuelves a sentir el mismo asombro, como si fuese la primera vez: un hombre enorme, cuello de toro, cabellos en retroceso, la cara rellena; ojos azules y una boca pequeña que es casi recatada. Seis pies y tres pulgadas de estatura, y cada pulgada expresa poder. Su porte, su persona, son majestuosos; sus votos, maldiciones y accesos de cólera son aterradores, sus lágrimas, conmovedoras. Pero hay momentos en que su gran cuerpo se estira y se acomoda, se le alisa la frente; y se sienta a tu lado en un banco y habla contigo como si fuera tu hermano. Como podría hacerlo un hermano, si tuvieses uno. O un padre incluso, un padre de un tipo ideal: «¿Cómo estáis? ¿No estaréis trabajando demasiado? ¿Habéis comido? ¿Que soñasteis anoche?».

El peligro de un proceso como éste es que un rey que se sienta en mesas vulgares, en una silla vulgar, pueda ser tomado por un hombre vulgar. Pero Enrique no es vulgar. ¿Qué importa que su cabello retroceda y que su vientre avance? El emperador Carlos, cuando se mira en el espejo, daría una provincia por ver el rostro del Tudor en vez de su propio semblante torvo, su nariz aguileña, que casi toca la barbilla. El rey Francisco, una espingarda, empeñaría a su delfín por tener unos hombros como los del rey de Inglaterra. Todas las cualidades que ellos puedan tener, las exhibe Enrique doblemente. Si ellos son cultos, él lo es dos veces más. Si clementes, él es el parangón de la clemencia. Si bizarros, él es el modelo del caballero andante, del mejor libro de caballerías en que puedas pensar.

Aun así: en tabernas de aldea de toda Inglaterra, echan la culpa al rey y a Ana Bolena del mal tiempo. Es por la concubina, la gran puta. Si el rey volviera con su esposa legítima Catalina, dejaría de llover. Y en realidad, ¿quién puede dudar de que todo sería diferente y mejor sólo con que Inglaterra estuviese gobernada por los tontos del pueblo y por sus amigos, los borrachos?

Regresan a Londres despacio, para que cuando llegue el rey la ciudad se halle libre de sospechas de peste. En frías capillas bajo la mirada de vírgenes de ojos penetrantes, el rey reza solo. A él no le gusta rezar solo. Quiere saber por qué está rezando; su señor anterior, el cardenal Wolsey, lo habría sabido.

Sus relaciones con la reina, cuando el verano se acerca a su fin oficial, son cautelosas, inseguras y plagadas de desconfianza. Ana Bolena tiene ya treinta y cuatro años, es una mujer elegante, con un refinamiento que hace que parezca perder importancia la simple hermosura. Sinuosa antes, ha pasado a hacerse toda ángulos. Retiene su brillo sombrío, ahora un poco erosionado, desconchado en algunos puntos. Utiliza con buenos resultados sus prominentes ojos oscuros, y lo hace de este modo: mira a un hombre a la cara, luego su mirada se aparta, como desinteresada, indiferente. Hay una pausa: algo así como un respiro. Luego, lentamente, como forzada, vuelve a dirigir la mirada hacia él. Sus ojos se posan en la cara. Examina a ese hombre. Lo examina como si no hubiese nada más en el mundo. Lo mira como si estuviese viéndolo por primera vez, y considerando toda clase de usos de él, toda clase de posibilidades en las que él mismo aún no ha pensado. A su víctima ese momento le parece que dura un siglo, durante el que ascienden por su columna vertebral escalofríos. Aunque en realidad el truco es rápido, barato, eficaz y repetible, al pobre tipo le parece que se le distingue entre todos los hombres. Sonríe bobaliconamente. Se pavonea. Se hace un poco más alto. Se hace un poco más necio.

Ha visto a Ana utilizar su truco con lores y gentes del común, con el propio rey. Observas cómo la boca del hombre se abre un poquito, y se convierte en la criatura de ella. Casi siempre funciona; pero con él nunca ha funcionado. Él es indiferente a las mujeres, bien lo sabe Dios, indiferente del todo a Ana Bolena. Eso la enoja; debería haber fingido. Él la ha hecho a ella reina, ella a él ministro; pero ahora se sienten incómodos, se vigilan los dos, se observan para ver si algún desliz traiciona los sentimientos del rey, y da ventaja así a uno sobre otro: como si sólo el disimulo les proporcionase seguridad. Pero a Ana no se le da bien ocultar sus sentimientos; ella es la voluble estimada del rey, que pasa deslizándose de la cólera a la risa. Ha habido veces este verano en que le sonreía a él secretamente, a espaldas del rey, o hacía un gesto para advertirle de que Enrique estaba de mal humor. En otras ocasiones lo ignoraba, se volvía, sus ojos negros recorrían la estancia y se posaban en otro lugar.

Para entender esto (si es que puede entenderse) debemos retroceder a la primavera pasada, cuando Thomas Moro estaba aún vivo. Ana le había llamado para hablar de diplomacia: su objetivo era un contrato matrimonial, un príncipe francés para su pequeña Elizabeth. Pero los franceses se mostraban volubles en la negociación. La verdad es que ni siquiera ahora aceptan del todo que Ana sea reina, no están convencidos de que su hija sea legítima. Ana sabe lo que hay detrás de su resistencia, y de algún modo es culpa suya: de él, de Thomas Cromwell. Le había acusado abiertamente de sabotearla. A él no le gustaban los franceses y no deseaba la alianza, clamaba ella. ¿No había eludido la posibilidad de cruzar el mar para unas conversaciones cara a cara? Los franceses estaban muy dispuestos a negociar, según ella. «Ellos os esperaban a vos, señor secretario. Y vos dijisteis que estabais enfermo y tuvo que ir mi señor hermano».

—Y fracasó —se había lamentado él—. Muy tristemente.

—Os conozco —dijo Ana—. Vos nunca estáis enfermo, a menos que queráis estarlo… Y sé muy bien además cómo son las cosas con vos. Pensáis que cuando estáis en la ciudad y no en la corte os halláis a salvo de nuestras miradas. Pero yo sé que sois demasiado amigo del hombre del emperador. Ya sé que Chapuys es vuestro vecino. Pero ¿es eso una razón para que vuestros criados deban estar siempre circulando de una casa a la otra?

Ana vestía, ese día, de rosa claro y gris paloma. Esos colores deberían haber tenido un encanto fresco y juvenil; pero lo único que evocaban eran vísceras tensas, menudillos y tripas, intestinos de un rosa grisáceo extraídos de un cuerpo vivo; había una segunda tanda de frailes recalcitrantes que debían ser enviados a Tyburn, para que el verdugo los abriera en canal y los destripara. Eran traidores y merecían la muerte, pero era una muerte demasiado cruel. A él las perlas que rodeaban el largo cuello de ella le parecían gotitas de grasa, y mientras le hablaba levantaba la mano y tiraba de ellas; él mantenía los ojos fijos en las puntas de aquellos dedos, en las uñas que chispeaban como cuchillitos.

De todos modos, como él le dice a Chapuys, mientras cuente con el favor de Enrique, dudo que la reina pueda hacerme ningún mal. Ella tiene sus rencores, tiene sus pequeños arrebatos; es veleidosa y Enrique lo sabe. Fue lo que fascinó al rey, encontrar alguien tan diferente de aquellas rubias buenas y suaves que pasan a través de las vidas de los hombres sin dejar rastro en ellas. Pero ahora cuando aparece Ana él parece sentirse a veces acosado. Ves que su mirada se hace distante cuando ella inicia uno de sus discursos rimbombantes, y si no fuese tan caballero se embutiría el sombrero hasta taparse las orejas.

—No —le dice al embajador—, no es Ana la que me molesta; son los hombres que ella agrupa a su alrededor. Su familia: su padre, el conde de Wiltshire, al que le gusta que le conozcan como monseñor, y su hermano George, lord Rochford, al que Enrique ha incluido entre los miembros de su cámara privada.

George es uno de los miembros del nuevo equipo, porque a Enrique le gusta mantener a su lado a hombres a los que está habituado, que eran amigos suyos cuando él era joven; de cuando en cuando el cardenal los barría a un lado, pero ellos volvían a infiltrarse como el agua sucia. Eran por entonces jóvenes de
esprit
, jóvenes con
élan
. Ha pasado un cuarto de siglo y tienen canas o están quedándose calvos, son blandos de carnes o panzudos, flojos de espolones o han perdido algún dedo, pero aun así son arrogantes como sátrapas y con el refinamiento mental del quicio de una puerta. Y ahora hay ya una nueva camada de cachorrillos, Weston y George Rochford y los de su índole, a los que Enrique ha adoptado porque cree que le mantienen joven. Estos hombres (los viejos y los nuevos) están con el rey desde que se levanta hasta que se acuesta, y durante todo el resto de sus horas privadas intermedias. Están con él en el excusado y cuando se lava los dientes y escupe en un cuenco de plata; lo secan con toallas y le colocan y atan el jubón y las medias; conocen toda su persona, cada verruga o peca, cada pelo de la barba, y cartografían las islas de su sudor cuando llega de la pista de tenis y se quita la camisa. Saben más de lo que deberían saber, tanto como su lavandera y su médico, y hablan de lo que saben; saben cuándo visita a la reina para intentar meter un hijo en ella, o cuándo, un viernes (el día en que ningún cristiano copula), sueña con una mujer fantasma y mancha las sábanas. Venden su conocimiento a un alto precio: quieren que se les hagan favores, quieren que sus deslices se ignoren, creen que son especiales y quieren que tú seas consciente de ello. Él, Cromwell, desde que entró al servicio de Enrique ha estado siempre ablandando a estos hombres, halagándolos, sonsacándolos con zalamerías, buscando siempre una forma fácil de trabajar, un compromiso; pero a veces, cuando le impiden durante una hora el acceso a su rey, no pueden evitar las sonrisas burlonas. Probablemente haya hecho todo lo que podía hacer por adaptarlos, piensa. «Ahora ellos deben adaptarse a mí, o serán desplazados».

Las mañanas son frías ya, y nubes barrigudas siguen al cortejo real mientras recorren despacio Hampshire, en cuestión de días los caminos de polvo serán de barro. Enrique se resiste a volver con rapidez al trabajo; ojalá siempre fuese agosto, dice. Van camino de Farnham, una pequeña partida de caza, y llega al galope por el camino un informe: han aparecido casos de peste en la ciudad. Enrique, valeroso en el campo de batalla, palidece casi ante sus ojos y se vuelve en torno a la cabeza del caballo: «¿Hacia dónde? Cualquier sitio valdrá, cualquiera menos Farnham».

Él se inclina hacia delante en la silla, quitándose el sombrero mientras habla al rey:

—Podemos ir antes de lo previsto a Basin House, dejadme enviar a un hombre rápido para avisar a William Paulet. Luego, para no agobiarle, podemos ir a Elvetham a pasar un día… Edward Seymour está en casa, y yo puedo conseguir suministros si no los tiene él.

Se queda atrás, dejando que Enrique cabalgue delante. Le dice a Rafe: «Vete a Wolf Hall. Trae a lady Jane».

—¿Qué?, ¿aquí?

—Ella puede cabalgar. Y di al viejo Seymour que le dé un buen caballo. La quiero en Elvetham el miércoles por la noche, más tarde será demasiado tarde.

Rafe detiene el caballo, dispuesto a dar la vuelta.

—Pero… Señor… Los Seymour preguntarán que por qué Jane y por qué tanta prisa. Y por qué vamos a Elvetham, cuando hay otras casas cerca, los Weston en Sutton Place…

«Los Weston pueden irse al infierno —piensa—. No son parte de este plan». Sonríe.

—Di que deben hacerlo porque me estiman.

Se da cuenta de que Rafe piensa: «Así que mi amo va a pedir a Jane Seymour al final». ¿Para él mismo o para Gregory?

Él, Cromwell, había visto en Wolf Hall lo que Rafe no pudo ver: la silenciosa Jane en la cama de él, la pálida y muda Jane, que es con lo que Enrique sueña ahora. No se puede dar razón de las fantasías de un hombre, y Enrique no es ningún lascivo, no ha tenido muchas amantes. Que él, Cromwell, allane el camino del rey hacia ella no hace daño a nadie. El rey no trata mal a sus compañeras de lecho. No es hombre que odie a una mujer tras haberla tenido. Le escribirá versos, y si se le instiga le asignará un ingreso, favorecerá a los suyos; hay muchas familias que han decidido, desde que Ana Bolena apareció en el mundo, que gozar del calor de la mirada de Enrique es la vocación más elevada de una inglesa. Si manejan esto con cuidado, Edward Seymour ascenderá en la corte, y a él eso le proporcionará un aliado donde los aliados escasean. En esta etapa, Edward necesita consejo. Porque él, Cromwell, tiene mejor sentido para los negocios que los Seymour. No dejará que Jane se venda barata.

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