Una profesión de putas (23 page)

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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: Una profesión de putas
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Me dirigí a la sección de hombres de la
boutique
y sonreí con aprobación a la bien formada muchacha que se encargaba de la misma. Inocentemente, dije: «Hola. Voy vestido para una cita de negocios. Me he puesto ropa de gala, y se me ha ocurrido que debería llevar corbata. ¿Qué corbata cree usted que iría bien con esta ropa que llevo?» La chica me miró un instante y replicó «Cómprese ropa nueva». Es algo que admiro: la habilidad de vomitar tales dosis de veneno de buenas a primeras… la bilis de una vida malgastada templando el acero de un carácter despiadado. Porque el mundo está lleno de crueldad, y ¿cómo podríamos dejar de ser crueles si no fuéramos crueles? Una vez, a la mitad de un día particularmente malo, estaba comiendo en un restaurante abarrotado. Me pidieron que compartiera la mesa con una mujer atractiva que se veía que estaba de muy mal humor.

Por profesión, experiencia y carácter soy receloso y nada paranoico, de modo que me tomé su truculento silencio como algo personal. Cuando me levanté a pagar la cuenta saludé con la cabeza a mi compañera accidental de mesa y le dije «Ha sido un placer charlar con usted». Ella levantó la mirada y dijo «Mi mejor amiga ha muerto hoy», a lo cual respondí «Oye, so víbora, yo no la maté». Pueden reírse si quieren, o pueden llorar si lo prefieren, pero creo, como creen todas las víboras, que mi rápida y elegante contrarréplica sacó a aquella mujer de la ciénaga de sus legítimos problemas personales y la sumergió en la mía.

Notas para un catálogo de Raymond Saunders

Una vez se me rompió la bolsa de colgar al hombro y la llevé a un taller de reparación de calzado.

El remendón la examinó y dijo que el arreglo de la correa me costaría diez dólares. Protesté, porque me parecía muy caro.

Me dijo que no la podía arreglar a máquina y que tardaría por lo menos una hora en coserla a mano.

De acuerdo, dije. ¿Cuándo paso a recogerla, la semana que viene?

No, dijo él, vaya a tomarse un café y vuelva dentro de diez o quince minutos.

Compré la bolsa en Luisiana, donde había ido a conocer a un viejo pistolero.

Le pregunté si quería un cigarro y me dijo que no, que sólo quería saber lo que llevaba en la bolsa.

Comprendí que la bolsa le parecía sospechosa y le expliqué que llevaba cuadernos y plumas. A la semana siguiente, de regreso en el Este, me di cuenta de que aquello le debió parecer
aún más
sospechoso. Hoy he leído en el
New York Times
que los hombres más a la moda han empezado a llevar faldas.

Siempre me ha gustado mirar el título lo primero. Como cualquier hijo de vecino, me crié diciendo que aquello podría hacerlo mi hermanito de cinco años, y al mismo tiempo me preguntaba «Sí, pero ¿sabrá dibujar un caballo?».

Siempre quería ver el caballo lo primero. ¿Qué significa esto? A la larga, he tenido que decirme que significa que no estoy juzgando el arte, ni siquiera al artista, sino que me estoy juzgando a mí mismo.

¿De dónde ha salido la idea de que el propósito de la pintura es permitir al espectador emitir juicios?

La gente siempre me pregunta de dónde saco las ideas. Yo siempre les digo que las
pienso
. Parece existir una gran confusión respecto al propósito de la técnica, y casi todos los que nos hemos criado en estados que empiezan por una vocal estamos de acuerdo, inconscientemente, en que el propósito de la técnica es liberar al espectador de la engorrosa responsabilidad de experimentar algo.

Un perro bien dibujado vale más que un león mal dibujado.

También solemos confundir «me gusta» con «es muy realista».

Si nos gusta decimos «Sí, es muy auténtico». Y de ese modo, nuestro juicio de las técnicas se convierte en un desafío perentorio a las cosas que no nos gustan.

Alfred Hitchcock. ¿No crees que eso capta la esencia de A. Hitchcock? «Sí, pero la verdad es que no lo parece…» «Sí, pero es una obra de teatro.»

Una vez escribí el guión de una película de abogados, y montones de abogados me escribieron diciendo que los abogados de verdad no se comportaban así. Alguien tenía la culpa. «¿Qué tienen que ver todas estas tonterías conmigo?»

En un mundo que nos parece aterrador ratificamos aquello que no representa un peligro.

Está muy bien que una orquídea se parezca al órgano sexual femenino, pero resulta de muy mal gusto que alguien llame la atención sobre dicha similitud…

¿Por qué las adolescentes gordas llevan vendajes en las pantorrillas?

¿Por qué siempre sabemos cuándo un dependiente nos va a dar de menos en el cambio?

¿Por qué todo el mundo sabe que la gente tiende a tocarse la nariz cuando miente, pero nunca actuamos basándonos en esa información?

¿Qué significa eso de que alguien «ya ha sufrido bastante» y por qué debemos aceptar su palabra? ¿Acaso no parece que si alguien tiene la caradura de suponer que dicha declaración podría evitarle nuevos sufrimientos, es que
aún
no ha sufrido bastante?

Tengo un amigo que quería fabricar y comercializar una camisa hawaiana rellena de plumón. ¿No creen que esto deja en mantillas a Tristan Tzara y su taza de té forrada de piel?

¿Por qué cuando nos paran por una presunta infracción de tráfico nunca podemos evitar decir «¿Qué problema hay, agente?». ¿Cambiarían las cosas si dijéramos algo diferente?

Don Marquis decía que la reconciliación definitiva de la Doctrina del Libre Albedrío con la de la Predestinación era que somos libres de hacer lo que queramos, pero que, hagamos lo que hagamos, saldrá mal.

El juez pregunta: Señor X., ¿puede usted explicar su conducta? El tipo responde: Señor Juez, de pequeño tocaba el violín. Los otros niños no querían saber nada de mí, pero yo seguí mi destino y estudiaba todos los días.

Un grupo de matones llamados Legs O'Donnel y la Banda del Solar del Muerto hizo correr la voz de que me iban a moler los huesos si me pillaban en su territorio.

De manera que me mantuve apartado durante un tiempo del Solar del Muerto.

Una noche de invierno volvía a casa con algo de prisa. Me había quedado estudiando hasta muy tarde y sabía que mi madre estaría preocupada, así que cometí la temeridad de cortar por el atajo que pasaba por el Solar del Muerto.

A mitad del camino levanté la mirada y allí estaban O'Donnel y su banda. Dijo que me iban a pegar una paliza. Yo me dije que si iba a recibir una paliza, mejor recibirla por algo en lo que creyera, así que saqué mi violín y toqué. Toqué como no había tocado en mi vida y al terminar levanté la mirada, dispuesto a tomar mi medicina.

Y descubrí que estaba solo.

Muchos años después, iba en un taxi por el centro de la ciudad y, al pasar por la entrada de artistas del Lincoln Center vi a varios hombres que me resultaron conocidos.

Le pregunté al taxista si sabía quiénes eran aquellos hombres y me dijo que eran el Cuarteto de Cuerda Juilliard.

Pagué al taxista, bajé a la acera y los miré fijamente.

El Cuarteto de Cuerda Juilliard eran ni más ni menos que Legs O'Donnel y la Banda del Solar del Muerto.

Comprendí que cuando toqué para ellos aquella fría noche de diciembre los había salvado de una segura carrera criminal, inspirándolos para convertirse en los músicos de cuerda más competentes del mundo.

Me acerqué más a ellos y advertí en sus rostros que me reconocían.

Y me dieron una paliza de muerte.

Rudolph Amheim sostiene que nos resulta difícil apreciar la verdadera armonía en el arte porque casi nunca encontramos verdadera armonía en nuestra vida cotidiana.

Nos estamos volviendo
incapaces de
reconocer lo armonioso y empezamos a dudar de su existencia.

¿Qué significa que hayamos renunciado a los criterios tradicionales del arte, la conducta o cualquier tipo de actividad?

¿Es casualidad que las películas sean peores que nunca? ¿Y que las canciones
country
—el último bastión de la libertad de expresión tradicional— mencionen cada vez con más frecuencia en sus letras los títulos de otras canciones
country
?

Cada año disminuye el número de locales públicos que no emiten música, y también disminuye la calidad de la música que emiten. La oímos en los ascensores, en los aviones, en los vestíbulos, en el teléfono. ¿Qué se pretende con esa música? ¿Deleitar? ¿Expresar algo? No hace ninguna de las dos cosas. ¿Relajar? A mí no me resulta relajante. Lo único que consigue es irritarme.

A mí me parece que la cuestión no es lo que el Empresario creía que estaba vendiendo al poner música en los ascensores, ni tampoco lo que el Consumidor creía que estaba comprando.

La cuestión, me parece a mí, es ¿cuál es el verdadero sentido de la transacción?

Y a mí me parece que, en lo referente a la música en los ascensores, todos —vendedores, compradores y víctimas— conspiramos para limitar el pensamiento. ¿Por qué?

Porque los pensamientos que podrían sobrevenimos en momentos de respuesta son demasiado aterradores.

Empezaríamos a preocuparnos por la Situación Económica, la Homosexualidad, la Energía Nuclear, la Disolución de la Familia… Tomados por separado, cada uno de estos temas parece importante y a la vez insoluble; tomados en conjunto, me parecen una especie de música de ascensor social: una preocupación por lo sintomático, en lugar de por lo sustantivo.

Opino que estos temas constituyen una pantalla que nos impide mirarnos a nosotros mismos.

Aceptamos la degeneración que parece estar a la orden del día… en nuestra salud, en nuestras instituciones sociales, en nuestro ambiente, en la Situación Mundial.

Nuestra poesía no rima, nuestros médicos son incapaces de curar, nuestros políticos no nos representan, nuestros artistas no saben explicarse.

Me parece evidente que estamos a la espera de alguna tremenda e inminente catástrofe, que nada podrá impedir. Creo que esos síntomas carecen de importancia por sí mismos y que son sólo avisos ineludibles de lo que está a punto de ocurrir.

Del mismo modo que el cuerpo enfermo procura librarse de su desequilibrio a través de la piel, las glándulas o el aparato digestivo, estos aterradores declives —económico, nuclear, sexual, geofísico— son sólo síntomas saludables de un mundo enfermo que busca una manera de recuperar la salud.

En una campiña henchida de esperanza, poblada por animales y bien educada, había un arbolito junto al camino que decía:

La reina vio una oportunidad y la aprovechó para marcharse.

Hizo las maletas y salió huyendo.

Vive en el sur de Francia.

En su cama duerme un oso.

La rosa que llevaba en su equipaje está marchita.

Lleva los bultos atados con cuerdas.

Y la cuerda está raída.

El alféizar de la ventana tiene marcas por donde ella bajó los bultos.

Decadencia

Una moda no es más que la expresión irresistible de una añoranza. Dicha expresión tiene el poder de afectar a la sociedad en conjunto, porque es inconsciente y simbólica.

Podría parecer que una moda es la creación de una sola mente o voluntad, pero esa voluntad tiene que ser ratificada por muchas otras: los productores, los críticos, los medios de comunicación… en pocas palabras,
la mente popular actuando al unísono
. El poder de la moda es el poder del inconsciente colectivo ratificando un deseo colectivo.

La popularidad de las películas de catástrofes, por ejemplo, expresa la percepción colectiva de un mundo amenazado por fuerzas irresistibles e imprevisibles que, no obstante,
son vencidas en el último momento
. Su significado simbólico, apenas velado, podría traducirse así: somos inocentes de toda mala acción; las fuerzas que nos atacan son imprevisibles y, por tanto, somos inocentes incluso de negligencia. Aunque dichas fuerzas son insuperables,
la suerte
vendrá en nuestra ayuda y saldremos victoriosos. Nuestra propia inocencia (nuestro «yo no sé nada») es nuestra arma más potente. Y no se puede sacar ninguna enseñanza del desastre que casi acaba con nosotros, porque no se podía prever y no volverá a ocurrir.

La popularidad de las películas de descuartizamientos en las que se asesina a chicas a hachazos expresa una misoginia psicopática: odio a las mujeres y odio al sexo. Estas películas y nuestra ratificación de las mismas simbolizan lo mismo que simboliza el asesino del hacha: el deseo de ser castrado, de quedar libre del peso de la sexualidad.

En el arte, nos encontramos en medio de una moda de lo verdaderamente decadente: lo destructivo en lugar de lo regenerativo, la introspección en lugar de la mirada al exterior, lo elitista en lugar de lo popular. Este arte decadente es elitista porque no se puede sostener sobre sus propios méritos como obra de creación personal. En lugar de ello, apela a un prejuicio o predilección compartido con el público. Esta apelación tiene carácter político y surge del impulso político, que es el afán de controlar las acciones de los demás. Es todo lo contrario del impulso artístico, que consiste en expresarse uno mismo sin reparar en las consecuencias. Algunos ejemplos son la
performance
, la «literatura de mujeres» y, en el extremo menos ofensivo de la escala, los «no libros»; los Manuales de Esto y lo Otro, que no son libros en absoluto, sino insignias que proclaman una posición.

Las obras que tratan de lo inabordable no investigan nada ni expresan nada, excepto el deseo de no investigar nada.

Es incontrovertible que los sordos también son personas; que los homosexuales también son personas; que es una desgracia que una enfermedad o un accidente te priven de una vida plena y feliz; que al hacerte viejo te vuelves más sensato.

Estas condiciones —la enfermedad, la homosexualidad, los accidentes, la vejez, los defectos congénitos— afectan por igual a los individuos Buenos
y
Malos. No son consecuencia de una elección consciente y no tienen nada que ver con el carácter del individuo. No constituyen temas adecuados para el drama, ya que no tienen que ver con la capacidad humana de elegir. En lugar de unir al público en una experiencia universal resultan ofensivos y discriminatorios, porque dividen al público en dos bandos: los que disfrutan con la obra y los que odian a los homosexuales (o a los sordos, los ancianos, los parapléjícos,
etc
.).

También la moda en el vestir constituye la expresión de un deseo. El deseo de participar en la experiencia —la tragedia, la alegría, la movilidad— del grupo al que se emula. Las prendas militares expresan el deseo de formar parte de una tropa; las minifaldas expresan el deseo de no tener responsabilidades, de ser consideradas como niñas; , la actual moda
punk
, con su burla de los años cincuenta, es una denuncia de la aridez de la época de nuestros padres.

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