En las artes plásticas contemporáneas se presta mucha atención al artista capaz de hacer declaraciones completamente obtusas. La clase media desprecia lo analítico y enaltece lo oculto. El hecho mismo de que algo quede fuera de la experiencia de la clase media es suficiente para ratificar ese algo a sus ojos. Con esta búsqueda de lo trágico estamos negando nuestra propia y miserable inteligencia, nuestro cada vez más inútil sentido común, a favor de cosas que quedan fuera de nuestra experiencia y, por tanto,
podrían
resultar productivas.
Nuestra obsesión por las personalidades —y sobre todo, las personalidades de los artistas— es otra manifestación de nuestra frenética búsqueda de experiencias inequívocas. Lo que produzca el artista tiene ya menos importancia que
el hecho
mismo de que el artista exista. Lo que deseamos es devorar a alguien que haya experimentado lo trágico. En nuestra sociedad, esa persona es mucho más importante que todo lo que pueda crear.
Somos como aquellos guerreros de la antigüedad que, tras vencer a su enemigo, reñían que arrancarle el corazón aún caliente y comérselo inmediatamente, para así absorber su fuerza. Comerse el corazón constituye un intento muy serio de comprender. La adopción de lo trágico como moda es un intento similar de comprender por medio de magia imitativa. Nos preguntamos «¿Qué es lo que da fuerza a esta gente (nuestros enemigos)?». Por añadidura, sabemos que sólo adoptando las características más personales de los que tememos podemos estar seguros de haberlos sometido incondicionalmente.
Lo más
chic
de la moda de verano de los últimos años —pantalones holgados, camisetas deportivas, sandalias con calcetines, camisas hawaianas, gafas de sol— parece haber sido una aceptación inconsciente de la generación de los cincuenta, una época que se considera de gran confusión, miedo y mala conciencia nacional: una época de tragedia. De ese modo, la clase media consigue reconocer el elemento trágico que hay en ella misma.
Convendría examinar de vez en cuando las revistas de modas, para ver qué clase o grupo está siendo envidiado esta vez, y cuál corre peligro de ser comprendido, y hasta qué punto los miembros de la clase media hemos llegado a aceptarnos a nosotros mismos.
La peor víbora que conozco es mi hermana. Vive en Des Plaines, Illinois, que ella llama «La Ciudad del Destino».
Una noche estábamos en dicha ciudad ahogando nuestras penas en una bocadillería y yo dije, refiriéndome a mi bocadillo de
pastrami
:
—¿Cómo se puede comer esto? Te puede dar un ataque al corazón. ¿Quién se puede comer esto?
—Escucha —replicó ella—. Esto dio fuerzas a seis millones de judíos para resistir a Hitler.
Ahí tienen ustedes la diferencia entre talento y genio. Con unas pocas palabras soltadas de sopetón mi hermana consiguió dejarme mal a mí, a los clientes de restaurantes con gustos similares y a seis millones de víctimas inocentes.
¿Por qué? ¿Porque me comí un bocadillo de
pastrami
? No exactamente, ya que también ella estaba comiendo un bocadillo semejante. Todos los mencionados incurrimos en las iras de mi hermana porque yo tuve el mal gusto de expresar una opinión.
Lo que me estaba diciendo era: «Eres idiota. Eres idiota por comerte una cosa que no te gusta. Tu incapacidad de orientar tu vida de acuerdo con tus percepciones es lamentable, y no cabe duda de que de algún modo tuvo que ver con el exterminio de los judíos europeos. Estoy segura de que también ellos, aunque por desgracia no puedan estar aquí para defenderse, fueron igual de idiotas al someterse poco a poco a una opresión mortífera, como tú te sometes a ese bocadillo. Y
yo
soy idiota por estar aquí sentada contigo.»
Cuando éramos jóvenes, mi hermana hizo que mi hermanastra me llamara por teléfono diciendo que era una amiga de una amiga de la universidad, que estaba enamorada de mí, y que le gustaría verme para tomar unas copas. Yo accedí —afable que es uno—
y
entonces oí, y aún sigo oyendo veinte años después, las risas de las dos chicas al otro lado del teléfono.
Con frecuencia, en medio de conversaciones sobre temas completamente diferentes, mi hermana me pregunta si me acuerdo de aquella vez que invité a mi propia hermanastra a tomar unas copas. Y yo, herido en mi honor, replico preguntando si ella se acuerda de la vez que su novio se ahogó en la bañera. Su muerte fue elevada de lo lamentable a lo notable por el hecho de que se ahogó en la bañera mientras probaba su nuevo equipo de buceo. Y la alusión a su tránsito suele dar por cerrada la discusión, siendo como es el no va más de la réplica grosera, es decir, de la viborez. De manera similar, en las disputas entre marido y mujer o, como también se suelen llamar, el «matrimonio», la respuesta definitiva del hombre es, por supuesto, la violencia física. Que digan lo que quieran, pensamos los hombres, pero como me hinche las narices sólo un poquito más, voy a (
LLENAR EL ESPACIO
), porque esta tía parece haber olvidado que
SOY MÁS FUERTE QUE ELLA
.
Y aquí tienen la
raison d'étre
de la viborez y su identificación como táctica femenina. Todos necesitamos tener un as en la manga cuando tratamos con alguien más fuerte que nosotros.
En los primeros y turbulentos años de nuestro matrimonio, mi esposa no veía bien que yo jugara al póquer. Ahora, en retrospectiva, se me ocurre que debía pensar que a mí tenía que bastarme con su compañía exclusiva, y la verdad es que tendría que haberme bastado, pero es que ella no jugaba al póquer.
Muchas veces recurría a astutas y arteras estratagemas para hacerme abandonar la partida y volver a casa. Por ejemplo, llamaba diciendo que estaba en la calle, en una gasolinera, y que se había dejado en casa las llaves y que, por favor, viniera a casa. Una vez llamó para pedirme que fuera porque tenía miedo. «¿De qué tienes miedo?», pregunté. «Hay un murciélago en el cuarto de baño», me respondió.
Me hice el macho y me resistí a sus engatusamientos, y al regresar a casa comprobé que, efectivamente, había un murciélago en el cuarto de baño. Era un murciélago bastante joven, que había plegado las alas y se había echado a dormir en el suelo, detrás de la bañera. Yo meneé la cabeza y dije «Vaya».
Y siguiendo con el tema: una vez mi mujer me llamó y me dijo: «¿Por qué no vienes a casa? ¿Por qué no dejas ese estúpido juego y vienes a casa con una mujer que te ama?» Si no recuerdo mal, en este punto su voz se volvió más ronca y cascada, y añadió: «Ya sabes que no puedo dormir si no estás en casa.» Pues bien, colgué el teléfono y me lo pensé. Miré mi pila de fichas y, aunque parecía que iba ganando, les dije a mis compañeros: «Tíos, lo siento, pero me tengo que ir a casa.»
Fui a casa, entré canturreando para mí mismo y subí corriendo las escaleras, desabrochándome la ropa. Mi mujer estaba dormida como un tronco. Le rasqué la base de la espalda, diciendo «Despierta, cariño», o algo por el estilo. «Mmmmf», dijo ella. «Estoy dormida.» Hice una pausa e insistí: «Sí, pero dijiste que viniera porque no podías dormir si yo no estaba en casa.» «Bueno, ahora estás en casa», dijo ella, y volvió a quedarse dormida.
Se dan cuenta, ¿no?
La culminación de todo esto llegó una noche que llegué a casa bastante tarde después de la partida, y con menos dinero que al salir. Esta vez, mi mujer estaba despierta y la emprendió conmigo y mis partidas de póquer. La cosa subió de tono, como suele ocurrir, y por fin me gritó: «Muy bien, si tan importante es para ti,
márchate
. Márchate y no vuelvas.»
«De acuerdo», dije yo. Ella salió hecha una furia y yo saqué mi maleta y empecé a meter en ella diversas prendas de ropa. Estaba aceleradísimo: al fin era libre. Podría jugar al póquer todas las noches y fumar puros en casa. Ligaría con todas esas chicas de Nueva York que entienden lo que es la «libertad», viviría en Hoteles Baratos. Mi mujer volvió a entrar en la habitación. «Y llévate a la niña», dijo, arrojando en mis brazos a nuestra hija de dos años, que estaba dormida, y saliendo de nuevo. Ya estamos otra vez. Yo creía que iba ganando. Creía que había ganado y ¿qué tenía ahora? Con ese tipo de comportamiento resulta muy difícil negociar; es como decir «No entiendo las
reglas
, pero estoy tan fuera de mí que podría hacer cualquier cosa…».
Volví a dormir a la niña y me puse a pensar que nadie me había obligado a casarme.
Una historia más de mi mujer y yo:
Una noche, delante de la chimenea, me preguntó: «¿Quién es la persona más famosa con la que te has acostado?» Me quedé de una pieza. Mi mujer es una mujer muy amable y sensible, y aquella pregunta, incluso en la intimidad del matrimonio, me pareció brusca e indiscreta. «Ay, cariño», dije. «Ja, ja, ja», y seguí leyendo. «¿Cuál es la persona más famosa con la que te has acostado?», insistió. Le pregunté sí yo le parecía de ésos que van contando a quién han besado y me dijo que sí, que lo parecía. Después de unos cuantos vaciles —yo completamente a la defensiva, ya que no me explicaba qué la había impulsado a hacer aquella pregunta tan impropia de ella— di con una respuesta: «Vale», dije. «¿Quién es la persona más famosa con la que te has acostado ni?» Respondió al instante con un nombre. Ya te tengo, pensé. «¿Con ése?», dije. «¿
Ese
? ¿Ese es el tipo más famoso con el que te has acostado? ¿Ese negado? ¿Estás de guasa? Ja, ja, ja.» Y durante unos minutos la estuve gozando, metiéndome con su mal gusto al elegir.
Cuando terminé, ella insistió: «Muy bien, ahora te toca a ti. ¿Quién es la persona más famosa con la que te has acostado?» Tras una breve pausa, bajé la mirada y dije tímidamente: «Vale, me he acostado con » Hubo un momento de silencio y entonces mi mujer dijo «¿Quién es ésa?» Ya lo dijo Tolstoi: la mediocridad no es capaz de ver nada superior a sí misma, pero el talento reconoce al genio al instante. Dicen que a Bruce Lee lo mataron con el Toque de la Muerte, una técnica marcial tan secreta y avanzada que los que la dominan pueden, con un simple toque en cierta parte del cuerpo, invertir el mecanismo vital y provocar la muerte en veinticuatro horas. Mi madre conocía y practicaba las tradicionales tácticas maternas de olvidar los nombres de las chicas que no le caían bien, quejarse de que me hubiera perdido acontecimientos de cuya existencia no se había molestado en informarme y otras semejantes. Pero además dominaba una técnica que me llenaba de admiración, a pesar de ser yo su víctima.
Era un período de mi vida en el que viajaba mucho, viviendo entre Nueva York, California y nuestra casa de Vermont. En mis escalas en Chicago cenaba opíparamente en casa de mi madre y nos dedicábamos a comentar las vidas de los diversos miembros de la familia que, casualmente, no estaban presentes; por ejemplo, mi hermana y su novio, que estaban echados a perder y además majaras, y cosas por el estilo.
Después de la cena, cuando me levantaba para marcharme, mi madre ejecutaba el equivalente moderno de «Llévate alguna cosilla para el tren»: me regalaba algún recuerdo para conmemorar el próximo cumpleaños o aniversario. Era una costumbre encantadora de una mujer encantadora y la alegría que me causaba el regalo sólo se veía mitigada por el hecho de que yo, invariablemente, viajaba ligero de equipaje, estaba en mitad de un vuelo que hacía escala en cinco ciudades, y el regalo era invariablemente una enorme fuente de porcelana de Staffordshire. Aquí me tienen, noche tras noche, en la acera a la puerta de su casa, con mí bolsa de joven ambicioso al hombro —que sólo contenía un cuaderno, un cepillo de dientes y un par de calcetines—, y rodeando protectoramente con los brazos aquel armatoste de porcelana torneada, de un metro de diámetro.
Un trasto así no lo puedes facturar, no puedes llevarlo en el avión si no es sobre las rodillas, y lo más probable es que se te rompa. Lo más inteligente sería, desde luego, tirarlo a la basura, pero ¿
COMO LE VAS A HACER UNA COSA ASÍ A TU PROPIA MADRE
? Y así, amarrado a aquella frágil ancla, te pasabas el viaje entero pensando en tu madre. ¿Qué pensaba?
Debería
darse cuenta…
podría
haberme mandado una cajita antigua por correo…
tiene
que estar convencida de que voy a dedicar mi vida entera a esta monstruosidad, y nada de «La metemos en el armario y ya la sacaremos cuando ella venga»… tendré que poner el maldito trasto en una vitrina para evitar que se rompa de manera espontánea.
Tengo la impresión de que los tres casos máximos de viborismo que conozco corresponden a tres de las cuatro mujeres más allegadas a mí (la cuarta es mi hija, que es demasiado joven y ha heredado demasiado de mi carácter franco para ser una víbora). Así que, por un momento, voy a hablar como un miembro de las «profesiones de ayuda» y sugerir que nadie puede putearte a menos que le dejes intimar contigo. Me parece una teoría espléndida y no hay quien la rebata, a menos que uno haya intentado realizar una transacción en un banco de Nueva York.
Una vez me pasé una hora haciendo cola en un banco de Nueva York, esperando para hacer un ingreso. Cuando por fin me llegó el tumo, le entregué a la empleada mi libreta de ahorros y un cheque de dos mil quinientos dólares, que pretendía ingresar. La empleada transfirió el cheque a mi libreta y a continuación me devolvió la libreta junto con dos mil quinientos dólares en efectivo.
Siendo como soy un individuo bien criado, mi codicia se vio anulada por el miedo a que me pillaran, y dije «Perdone…», a lo cual ella respondió «Lo siento, ya ha pasado su tumo, si quiere hacer otra transacción, póngase al final de la cola». Me aparté a un lado a reflexionar sobre las innegables ventajas de hacer negocios con los bancos de Nueva York, y otra vez mi miedo a ser capturado dominó la situación. Me puse en una cola algo más corta, que conducía a los ejecutivos del banco. Al cabo de media hora me llegó el turno y le expliqué la situación a una vicepresidenta. Ella asintió, agarró los dos mil quinientos, e inició
y terminó
su discurso de agradecimiento con un simple «Bueno, ¿que está esperando?». Y hablando de la Capital del Viboreo:
Iba yo un bonito día por las calles de Nueva York, con algo de prisa porque tenía una cita de negocios. Vestía una chaqueta de
sport
porque había decidido mostrarme respetuoso. No llevaba corbata porque no tengo ninguna corbata.
Al pasar por Bendel's se me ocurrió que podía aprovechar los escasos minutos que quedaban para la cita comprándome una corbata,, con lo que completaría mi «atuendo profesional» y, en virtud del acto mismo de la transacción, me sentiría integrado en la sociedad mercantil que me rodeaba.