—Oh.
—¿Tiene alguna pregunta?
Busqué alguna pregunta, pero no encontré ninguna.
—No realmente —dije, alzando los hombros—. Sólo quería información general, tal vez algo más acerca de los Encuentros.
—Le puedo hablar de eso más tarde —dijo Gourlay—. Dino pensó que tal vez quisiera empezar a trabajar hoy. Le podemos traer gente a la Torre, si usted quiere, o ustedes pueden salir a buscarla.
—Saldremos nosotros —le dije rápidamente. Traer sujetos para las entrevistas complica todo. Se ponen ansiosos, y eso enmascara cualquier emoción que pudiera leer, y también piensan en cosas distintas, con el consiguiente problema para Lyanna.
—Muy bien —dijo Gourlay—. Dino dejó un aerocoche a su disposición. Puede recogerlo a la entrada. También tendrán unas llaves para ustedes, de modo que puedan venir directamente a la oficina sin pasar por las secretarias.
—Gracias —le dije—. Le hablaré más tarde.
Apagué la pantalla y volví al dormitorio.
Lya estaba sentada, con la sábana alrededor del cuerpo. Me senté junto a ella y la besé. Ella sonrió, pero no respondió.
—¡Eh! —le dije—. ¿Qué pasa?
—Jaqueca —respondió—. Creía que las píldoras para la sobriedad también quitaban la resaca.
—Así es en teoría. La mía funcionó bastante bien.
Me dirigí al guardarropa y comencé a buscar algo que ponerme.
—Debería haber píldoras contra la jaqueca en algún sitio —dije—. No creo que a Dino se le hubiese escapado algo tan obvio.
—Umpf. Sí. Tírame algo de ropa.
Cogí una de sus batas y la arrojé a través del cuarto. Lya se paró y se enfundó en ella mientras yo me vestía, y luego salió del cuarto.
—Qué bien —dijo, desde el lavabo—. Tenías razón, no olvidó los medicamentos.
—Es un tipo cuidadoso.
Lya sonrió.
—Supongo. Laurie conoce mejor el idioma, empero. La leí. Dino cometió un par de errores en esa traducción la otra noche.
Me esperaba algo así. No dejaba mal a Valcarenghi; llevaba cuatro meses de handicap, por lo que dijeron. Asentí.
—¿Has leído algo más?
—No. Probé con los que hablaban, pero la distancia era demasiado grande —se acercó y me cogió la mano—. ¿Dónde vamos hoy?
—A Shkeentown —le dije—. Vamos a ver si encontramos alguno de esos Unidos. No vi ninguno en el Encuentro.
—No. Esas cosas son para shkeen candidatos-a-ser-Unidos.
—Eso es lo que escuché.
Nos fuimos. Nos detuvimos en el cuarto nivel para un desayuno tardío en la cafetería de la Torre, luego un hombre en el vestíbulo nos indicó cuál era nuestro aerocoche. Era un cuatro plazas deportivo de color verde muy común, muy inconspicuo.
No llevamos el aerocoche hasta la propia ciudad shkeen, pensando que percibiríamos más el ambiente del lugar si llegábamos andando. De modo que dejamos el aerocoche justo después de la primera línea de colinas, y emprendimos la marcha.
La ciudad humana parecía casi vacía, pero Shkeetown estaba llena de vida. Las calles de piedra pulverizada estaban llenas de seres, con una actividad febril, llevando y trayendo cargamentos de ladrillos y canastas de fruta y vestidos. Había niños por todas partes, la mayoría de ellos desnudos; gordas pelotas de energía naranja que corrían alrededor nuestro en círculos, silbando, gruñendo y riendo, tropezando con nosotros de cuando en cuando. Los chicos parecían distintos a los adultos. Tenían algunas matas de cabello rojizo, por un lado, y la piel era todavía suave y sin arrugas. Eran los únicos que se fijaban un poco en nosotros. El adulto shkeen se ocupaba de sus asuntos, y nos dirigía alguna que otra mirada amistosa. Los humanos no eran tan infrecuentes en las calles de Shkeentown.
La mayor parte del tráfico era de peatones, pero también había pequeños carros de madera. El animal shkeen de tiro parecía un gran perro verde a punto de enfermar. Iban atados a los carros a pares, y se quejaban de una manera constante mientras tiraban. De modo que, de forma natural, los hombres los llamaban quejadores. Además de quejarse, también defecaban constantemente. Esto, con los olores de la comida que vendían los buhoneros, y los propios shkeen, daban a la ciudad una pestilencia definida.
También había ruido, en la forma de un clamor constante. Los chicos silbando, los shkeen hablando fuerte con gruñidos y quejidos y chillidos, los quejadores quejándose y sus carros traqueteando sobre las piedras. Lya y yo caminábamos a través de todo eso en silencio, cogidos de la mano, observando y escuchando, oliendo y… leyendo.
Estaba completamente abierto cuando entré en Shkeentown, dejando que todo me bañase mientras caminaba, sin enfocar pero receptivo. Yo era el centro de una pequeña burbuja de emoción: los sentimientos acudían a mí cuando se aproximaban los shkeen, se desvanecían cuando se alejaban, bailaban alrededor con los chicos que nos rodeaban en círculos. Nadaban en un mar de impresiones. Y me asustaba.
Me asustaba por lo familiar. Había leído nativos de otros planetas antes. A veces era difícil, a veces fácil, pero nunca agradable. Los hranganos tienen una mente amarga, llena de odio y rencores, y me siento sucio cuando despego. Los fyndii sienten las emociones tan agudas que apenas consigo leerlos. Los damoosh son… diferentes. Los leo con fuerza, pero no encuentro nombres para los sentimientos que leo.
Pero los shkeen, era como caminar a lo largo de una calle en Baldur. No, un momento, más parecidos a las Colonias Perdidas, donde un asentamiento humano volvió al estado de barbarie y olvidó sus orígenes. Las emociones humanas corrían allí primarias, fuertes y reales, pero menos sofisticadas que en la Antigua Tierra o en Baldur.
Los shkeen eran así: primitivos, tal vez, pero susceptibles de ser comprendidos. Leía júbilo y tristeza, envidia, rabia, antojo, rencor, duelo, dolor. La misma compleja mezcla que a veces me asalta, cuando me lo permito.
Lya también estaba leyendo. Sentí su mano tensa en la mía. Después de un rato, se aflojó. Me volví hacia ella, y vio la pregunta en mis ojos.
—Son gente —dijo—. Son como nosotros.
Asentí.
—Una evolución paralela, tal vez. Shkea podría ser una Tierra más antigua, con unas pocas diferencias secundarias. Pero tienes razón. Son más humanos que cualquier otra raza que hayamos encontrado en el espacio. —Pensé en eso—. ¿No contesta la pregunta de Dino? Si son como nosotros, se sigue que su religión puede ser más atractiva que otra verdaderamente extraña.
—No, Robb —dijo Lya—. No pienso así. Al contrario. Si son como nosotros, menos sentido tiene que ellos marchen voluntariamente a la muerte. ¿Lo ves?
Ella tenía razón, por supuesto. No había nada suicida en las emociones que leía, nada inestable, nada realmente anormal. Sin embargo, cada uno de los shkeen terminaba acudiendo a la Unión Final.
—Tendríamos que centrarnos en alguien —dije—. Este aroma de pensamiento no nos lleva a ningún sitio. Me volví en busca de un sujeto, pero justo en ese momento escuché sonar las campanas.
Venían de algún lugar hacia la izquierda, casi perdidas entre el bullicio del gentío. Tiré a Lya de la mano, y corrimos calle abajo para buscarlas, doblando a la izquierda en el primer paso entre la ordenada hilera de domos.
Las campanas seguían delante nuestro, y nosotros corríamos, cortando camino a través de lo que debía ser el patio de alguien, y pasando por encima de un seto erizado de espinas. Detrás de éste había otro patio, un pozo de excrementos, más domos, y por último otra calle. Fue allí que encontramos a los tañedores de campanas.
Eran cuatro, todos Unidos, que vestían largos camisones de tela de color rojo brillante arrastrados por el suelo, con grandes campanas de bronce en cada mano. Tañían las campanas constantemente, con sus largos brazos yendo y viniendo, y llenaban la calle de notas metálicas. Los cuatro eran mayores, de la manera como envejecen los shkeen, sin cabello y con un millón de pequeñas arrugas. Pero sonreían ampliamente, y los shkeen más jóvenes que pasaban a su lado les devolvían la sonrisa.
En sus cabezas rondaban los greeshka.
Esperaba que su vista resultase horrible, pero no sucedió así. Era vagamente inquietante, pero sólo porque yo sabía lo que significaba. Los parásitos eran como gotas brillantes de un carmesí viscoso, que variaban en tamaño desde la verruga pulsante en la base del cráneo de uno de ellos hasta el mantel de rojo goteante y movedizo que cubría la cabeza y las espaldas del más pequeño como una capucha viviente. Los greeshka vivían compartiendo las sustancias nutritivas del flujo sanguíneo de los shkeen.
Y también por el consumo lento —muy lento, eso sí— de su anfitrión.
Lya y yo nos detuvimos a unos cuantos metros de ellos, y los observamos mientras tañían. Su rostro era solemne, y creo que el mío también. Todos los otros estaban sonriendo, y las canciones que sonaban en las campanas eran canciones de júbilo.
Estreché la mano de Lya.
—Lee —le susurré. Leímos.
Yo leí campanas. No el sonido de las campanas, no, no, sino el sentimiento de las campanas, la emoción de las campanas, la brillante alegría metálica, la fuerza del ulular-gritar-sonar, la canción de los Unidos, la cercanía y el compartir de todo aquello. Leí lo que sentían los Unidos cuando tocaban sus campanas, su felicidad y anticipación, su éxtasis al decir a los otros acerca de su clamoroso contento. Y leí amor, que me llegaba de ellos en grandes oleadas cálidas, el apasionado amor de un hombre y una mujer juntos, no el débil afecto del humano que «ama» a sus hermanos. Esto era real y ferviente y casi quemaba mientras me bañaba y me rodeaba. Se amaban a sí mismos, amaban a todos los shkeen, y amaban la Greeshka, y estaban todos juntos y ligados pese a que cada uno era todavía sí mismo y nadie podía leer a los otros como yo los leía.
¿Y Lyanna? Me desprendí de ellos, me cerré, y miré a Lya. Ella estaba blanca, pero sonriente.
—Son hermosos —dijo, con su voz muy pequeña y suave y pensativa. Empapado de amor, todavía recordaba cuánto la amaba a ella, y como yo formaba parte de ella y ella de mí.
—¿Qué… qué has leído? —pregunté, luchando por hacerme escuchar a través del clamor de las campanas.
Ella sacudió la cabeza, como para aclararla.
—Nos aman —dijo—. Debes de saberlo, pero oh, lo he sentido, ellos nos aman. Es tan profundo. Debajo de ese amor hay más amor, y debajo de ése más aún, y más y más.
Sus mentes son profundas, tan abiertas, creo que nunca he leído a un humano tan profundamente. Todo está bien en la superficie, allí mismo, su vida entera con todos sus sueños y sentimientos y recuerdos y… oh, vi todo eso, lo percibí con la lectura, con una mirada. Con los hombres, con los humanos, es tanto trabajo: tengo que bucear, tengo que luchar, y aún así no llego muy lejos. Sabes, Robb, sabes…
Y vino hacia mí y se apretó contra mí, y yo la tomé en mis brazos. El torrente de emociones que me había inundado debió ser como una ola gigante para ella. Su Talento era mucho más amplio y profundo que el mío, y ahora estaba temblando. Leí en ella mientras me abrazaba, y leí amor, un gran amor, y asombro y felicidad; pero también miedo, un miedo nervioso agitándolo todo.
Alrededor nuestro, el campanilleo había cesado súbitamente. Las campanas, una por una, dejaron de balancearse, y los cuatro Unidos quedaron en silencio por un instante.
Uno de los otros shkeen próximos les trajo una enorme canasta cubierta con un mantel. El más menudo de los Unidos arrojó el mantel y el aroma de las empanadas calientes se elevó en torno. Cada uno de los Unidos cogió varias de la canasta, y pronto las estaba comiendo alegremente, y el dueño de la canasta les hacía muecas. Otro shkeen, una jovencita desnuda, corrió y les ofreció una garrafa de agua, que ellos se pasaron sin comentarios.
—¿Qué están haciendo? —pregunté a Lya.
Entonces, aún antes que me contestara, recordé. Algo de la literatura que me había enviado Valcarenghi. Los Unidos no realizaban ningún trabajo. Durante cuarenta años terrestres trabajaban y sudaban, pero desde su primera Unión hasta la Unión Final, sólo había júbilo y música, y vagaban por las calles y tañían sus campanas, hablaban y cantaban, y los otros shkeen les daban de comer y beber. Era un honor dar de comer a un Unido, y el shkeen que les había ofrecido las empanadas irradiaba orgullo y placer.
—Lya —susurré—, ¿puedes leerlos ahora?
Asintió contra mi pecho y se retiró y miró a los Unidos, haciendo fuerza con los ojos, y luego relajándose otra vez. Volvió a mirarme:
—Es diferente —dijo, intrigada.
—¿Cómo?
Bizqueó desconcertada.
—No lo sé. Quiero decir, todavía nos quieren, y todo. Pero ahora sus pensamientos son más humanos, por decir así. Hay niveles, sabes, y escarbar no es fácil, y hay cosas escondidas, cosas que se esconden aún de ellos mismos. No es tan abierto como antes.
Están pensando acerca de la comida y qué sabrosa que era. Es todo muy vivido. Podría paladear las empanadas yo misma. Pero no es lo mismo.
Tuve una inspiración.
—¿Cuántas mentes hay allí?
—Cuatro —dijo ella—. Conectadas de alguna forma, creo. Pero no de verdad —se detuvo, confusa, y sacudió la cabeza—. Quiero decir, ellos sienten de algún modo las emociones de los otros, como tú. Pero no los pensamientos, no los detalles. Puedo leerlos, pero ellos no se leen entre sí. Cada uno es distinto. Estaban más cerca antes, cuando campanilleaban, pero seguían siendo individuos.
Yo estaba algo descontento.
—¿Cuatro mentes, dices, no una?
—Umpf, sí. Cuatro.
—¿Y los greeshka? —ésta era mi otra idea brillante. Si los greeshka tuviesen su propia mente…
—Nada —dijo Lya—. Es como leer una planta, o un trozo de tela. Ni siquiera «si, estoy vivo».
Esto era extraño. Incluso los animales más simples tenían una vaga conciencia de estar vivos: el sentimiento que los Talentos llamaban «sí, estoy vivo», habitualmente sólo una apagada chispa que requería de un Talento mayor para ser detectada. Pero Lya era un Talento mayor.
—Hablemos con ellos —dije. Ella asintió, y caminamos hasta donde los Unidos engullían sus empanadas.
—Hola —dije torpemente, preguntándome cómo dirigirme a ellos—. ¿Hablan terráqueo?
Tres de ellos me miraron sin comprenderme. Pero el cuarto, el pequeño cuyo greeshka era una roja capa goteante, movió su cabeza arriba y abajo.
—Sih —dijo, con una voz aflautada.