Una canción para Lya (23 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Una canción para Lya
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—¡Dios mío! —dijo Von der Stadt—. Ciff, dime rápido qué es, antes de que dispare.

—No lo hagas —dijo Ciffonetto—. No se mueve.

—Pero… ¿qué es?

—No lo sé. —La voz del científico sonó extraña, temblorosa.

La criatura que se hallaba en el remanso de luz era pequeña; medía algo más de cuatro pies. Pequeña y nauseabunda. Tenía una apariencia vagamente, humana, pero las proporciones de los miembros eran incorrectas, y las manos y pies, grotescos y malformados. Y la piel, la piel era repugnante, de un blanco agusanado.

Pero lo peor era el rostro. Grande, desproporcionado en relación con el cuerpo, casi sin boca y sin nariz. La cabeza era todo ojos. Dos ojos grandes, inmensos, grotescos que ahora se hallaban ocultos por capas de una piel blanca mortecina.

Von der Stadt estaba atónito; Ciffonetto tembló ligeramente ante la visión que se presentaba ante sus ojos. Habló primero.

—Mira —dijo con voz suave—. En su mano. Creo… creo que es un utensilio.

Silencio. Un silencio largo y tenso. Entonces, Ciffonetto habló de nuevo. Su voz era ronca.

—Me parece que es un hombre.

Greel ardió.

El fuego le había dado caza. Aún con los párpados apretados, los ojos le dolían, y comprendió el horror que le esperaba si llegaba a abrirlos. Y el fuego le había dado caza.

Su piel le escocía de un modo extraño, y le dolía. Cada vez más y más.

Sin embargo, no se movió. Era un explorador. Tenía un deber que cumplir. Aguantó, mientras su mente se fusionaba con las de los otros. Y allí, en sus mentes, descubrió el temor, un temor controlado. De un modo extraño, distorsionado, se vio a sí mismo a través de los ojos de ellos. Sintió su horror y su repulsión. Una repulsión pura que habitaba en ambas mentes.

Se enfureció, pero controló su ira. Debía llegar hasta ellos. Debía llevarles hasta la Gente. Eran ciegos y estaban desmantelados y no podían controlar sus sentimientos.

Pero si lograban hacerse entender, les ayudarían. Sí.

No se movió. Esperó. Su piel ardía, pero esperó.

—Eso —dijo Von der Stadt—. ¿Esa cosa es un hombre?

Ciffonetto asintió.

—Debe de ser. Lleva un utensilio. Habla. —Vaciló.

—Pero, Dios, nunca antes había visto algo semejante. Los túneles, Von der Stadt. La oscuridad. Durante largos siglos, sólo oscuridad. Nunca imaginé… tanta evolución en tan poco tiempo.

—¡Un hombre! —Von der Stadt todavía dudaba—. Estás loco. Ningún hombre puede haber llegado a convertirse en eso.

Ciffonetto apenas le oyó.

—Tendría que haberlo pensado —murmuró—. Tendría que haberlo adivinado. La radiación, por supuesto. Debe de haber acelerado las mutaciones. Períodos de tiempo más cortos, supongo. Los hombres pueden vivir de bichos y de hongos. No los hombres como nosotros. Por lo tanto se adaptaron. Se adaptaron a la oscuridad, a los túneles. Él…

De repente dejó de hablar.

—Sus ojos… —dijo alejando su linterna de modo que las paredes parecieron estar más cerca—. Debe de ser muy sensible. Le estamos haciendo daño. Aleja tu linterna, Von der Stadt.

Von der Stadt le dirigió una mirada llena de duda.

—Hay bastante oscuridad aquí —dijo. Sin embargo, obedeció. Su haz de luz se apartó.

—Histórico —dijo Ciffonetto—. Un momento que perdurará en…

Nunca logró acabar la frase. Von der Stadt estaba tenso, a punto de disparar su arma.

En el momento en que desviaba su linterna, había alcanzado a vislumbrar un relámpago de movimiento en la oscuridad. Movió el haz de luz de un lado a otro y encontró de nuevo la cosa y logró iluminarla.

Hubiera disparado antes, pero lo había detenido el hecho de que la figura parecida a un hombre estaba quieta y resultaba extraña.

La nueva cosa se movía. Chillaba y se escurría. No le resultaba extraña. Esta vez Von der Stadt no vaciló.

Se produjo un rugido, un relámpago. Después, otro.

—La tengo —dijo Von der Stadt—. Una maldita rata.

Y Greel gritó.

Después del ardor había sobrevenido un momento de alivio. Pero sólo había durado un instante. Entonces, de repente, el dolor le envolvió. Onda tras onda tras onda. Rodó sobre él borrando los pensamientos de los hombres de fuego, borrando su propio temor, borrando su ira.

H'ssig estaba muerto. Su hermano mental estaba muerto.

Tembló de indignación. Se abalanzó hacia adelante con el arpón en la mano.

Abrió los ojos. Tuvo un destello de visión, luego más dolor y más ceguera. Pero el destello persistía. Golpeó. Y golpeó de nuevo. Salvaje, locamente, golpe tras golpe, estocada tras estocada.

Después, el universo entero se volvió rojo a causa del dolor, y volvió a escucharse el terrible rugido que había precedido a la muerte de H'ssig. Algo le arrojó al suelo del túnel y sus ojos se abrieron otra vez: el fuego, el fuego estaba en todas partes.

Pero sólo durante un instante. Sólo durante un instante. Entonces rápidamente, la oscuridad fue total para Greel de la Gente.

La pistola todavía, humeaba. La mano aún estaba firme. Pero la boca de Von der Stadt se abrió mientras miraba, incrédulo, a la cosa sobre la cual había disparado que yacía en el suelo del túnel y a su propia sangre que manaba a través del uniforme.

Entonces, el revólver cayó y sus manos se dirigieron hacia el estómago, apretando las heridas. Su mano quedó tinta en sangre. La miró fijamente. Miró fijamente a Ciffonetto.

—La rata —dijo con pánico en la voz—. Sólo disparé a la rata. Sólo a ella. ¿Por qué, Ciff? Yo…

Y cayó al suelo. Pesadamente. Su linterna se rompió y reinó la oscuridad.

Se produjo un desconcierto hasta que, por fin, Ciffonetto encendió la linterna. El científico, pálido, se arrodilló junto a su compañero.

Von der Stadt murmuraba.

—Ni siquiera la vi venir. Había desviado mi luz, como tú habías dicho. ¿Por qué, Ciff?

No pensaba dispararle. No si era un hombre. Sólo disparé a la rata. Sólo a la rata.

Ciffonetto, que no se había movido en todo el tiempo, asintió.

—No fue culpa tuya, Von. Le debes de haber asustado. Necesitas una cura, ahora. La herida es seria. ¿Eres capaz de volver al campamento?

No esperaba una respuesta. Pasó un brazo por debajo de los de Von der Stadt y le levantó. Comenzó a caminar por el túnel rogando para que pudieran llegar hasta la plataforma.

—Sólo disparé a la rata —continuaba diciendo una y otra vez Von der Stadt con una voz desmayada.

—No te preocupes —dijo Ciffonetto—. No importa. Encontraremos otros. Buscaremos por todo el sistema subterráneo si hace falta. Les encontraremos.

—Sólo una rata. Sólo una rata.

Llegaron a la plataforma. Ciffonetto dejó a Von der Stadt sobre el suelo.

—No puedo subir contigo, Von —dijo—. Tengo que dejarte aquí. Iré por ayuda.

Nervioso, cogió la linterna de su cinturón.

—Sólo una rata —dijo otra vez Von der Stadt.

—No te preocupes —dijo Ciffonetto—. Aún en el caso de que no les encontrásemos, no se perdería nada. Obviamente, era un subhumano. Alguna vez fue un hombre, alguna vez. Pero ya no lo era. Degenerado. Incapaz de enseñarnos nada.

Pero Von der Stadt no le escuchaba. Se había sentado junto a la pared, cogiendo con las manos su estómago mientras la sangre se deslizaba entre sus dedos. Murmuraba siempre las mismas palabras, una y otra vez.

Ciffonetto se volvió hacia la pared. Unos pocos pasos hasta la plataforma, después el viejo y desvencijado ascensor, y las ruinas, y la luz del día. Tenía que darse prisa. Von der Stadt no duraría mucho tiempo.

Se cogió de la roca y trató de subir. Con desesperación, su mano se asió a un agujero.

Trató de ascender de nuevo.

Casi había llegado al nivel de la plataforma cuando sus músculos lunares le fallaron. Se produjo un repentino espasmo y su mano se soltó. No había podido soportar el esfuerzo.

Se cayó. Sobre la linterna.

Jamás había visto una oscuridad semejante. Demasiado espesa, demasiado total.

Luchó por no gritar.

Cuando intentó levantarse de nuevo, gritó. La linterna se había roto con el golpe.

Su gritó retumbó y volvió a retumbar en el largo y negro túnel que no podía ver. Tardó un largo tiempo en acallarse. Cuando desapareció, Ciffonetto volvió a gritar. Y otra vez.

Finalmente, ronco, se detuvo.

—Von —dijo—, Von, ¿puedes oírme?

No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo. Hablar, debía hablar para no volverse loco. La oscuridad le rodeaba por todas partes y podía oír unos suaves movimientos cerca de sus pies.

Von der Stadt sollozó. El sonido parecía infinitamente lejano.

—Era sólo una rata —decía—. Sólo una rata.

Silencio. Entonces, suavemente, Ciffonetto dijo:

—Sí, Von, sí.

—Era sólo una rata.

—Era sólo una rata.

—Era sólo una rata.

EL HÉROE

La ciudad estaba muerta y las llamas que marcaban su final derramaban su rojo espectro sobre el cielo gris verdoso.

Había estado muriéndose durante un largo tiempo. La resistencia había durado casi una semana y la lucha había sido muy dura por momentos. Pero, al fin, los invasores habían vencido a los que defendían, del mismo modo que habían vencido a tantos en otras épocas. El extraño cielo con dos soles no les molestaba. Habían peleado y ganado bajo cielos azules moteados de oro y cielos de un negro retinto.

Los muchachos del Control del Tiempo habían atacado primero, mientras las fuerzas principales permanecían a cientos de millas al este. La ciudad había sido arrasada por innúmeras tormentas para dificultar la preparación de las defensas y destruir el espíritu de resistencia.

Cuando estuvieran cerca, los invasores habían enviado aulladores. Agudos e interminables alaridos habían resonado durante el día y durante la noche hasta que la población entró en pánico. Y aún después, habían proseguido. Por aquel entonces, la fuerza principal de los atacantes estaba preparada y lanzó bombas infestadas a través de un persistente viento del oeste.

Incluso entonces, los nativos habían tratado de defenderse. Desde sus emplazamientos de reserva que rodeaban la ciudad habían lanzado una carga de átomos, en su intento por vaporizar una compañía que había sido diezmada por el ataque repentino. Pero aquel gesto resultó débil en comparación con la fuerza de los otros. Por aquella época, las bombas incendiarias caían con estruendo sobre la ciudad y los aviones arrojaban grandes nubes de gas ácido.

Y detrás del gas, los terribles escuadrones de asalto de la Fuerza Expedicionaria de la Tierra avanzaban sobre las últimas defensas.

Kagen miró enfadado hacia el dentado escudo plastoide que yacía a sus pies y maldijo su suerte. Un detalle de la rutina de la limpieza, pensó. Una perfecta operación rutinaria…

Y algún maldito interceptor de un emplazamiento, situado en cualquier parte, había lanzado un átomo de baja gradación hasta él.

Se habían producido pocos daños, pero las ondas expansivas habían averiado su cohete y le había arrojado fuera del cielo y llevado hasta un olvidado cañón, en la parte este de la ciudad. Su ligera armadura plastoide le había protegido del impacto, pero su casco había recibido un buen golpe.

Kagen se agachó y levantó el casco dentado para examinarlo. Su comunicador de largo alcance y todos sus aparejos sensorios estaban rotos. Sin su cohete, se sentía desmantelado, sordo, mudo y medio ciego. Lanzó una maldición.

Un relámpago de movimiento que se produjo en lo alto del pequeño cañón distrajo su atención. Ante sus ojos, habían aparecido cinco nativos. Cada uno de ellos llevaba un arma primitiva en sus manos. Apuntaron hacia Kagen, listos para disparar. Le rodearon, cubriéndole por la derecha y por la izquierda. Uno de ellos comenzó a hablar.

No terminaba nunca. En un momento, la pistola sonora de Kagen estaba a sus pies, en el suelo; al siguiente, apareció en sus manos.

Cinco hombres vacilan en el momento en que uno no lo hace. Durante el breve instante en que los dedos de los nativos se tensaron sobre los disparadores, Kagen no les concedió una pausa, no titubeó, no pensó.

Kagen asesinó.

La pistola sonora emitió un alarido agudo y potente. El jefe de la escuadra enemiga tembló bajo el invisible rayo de sonido de alta frecuencia concentrado que le había atravesado. Para entonces, la pistola de Kagen había hallado otros blancos.

Las pistolas de los dos nativos que quedaban con vida comenzaron por fin a disparar.

Una lluvia de balas envolvió a Kagen mientras giraba hacia la derecha y gruñía frente a los impactos que rebotaban contra su armadura de batalla. Su pistola sonora se elevó en el aire y un extraño disparo envió su carga a partir de su apretón.

Kagen no vaciló ni se tomó demasiado tiempo mientras la pistola salía de su cobijo.

Trepó hasta la cima del cañón rápidamente, y se dirigió hacia uno de los soldados.

El hombre onduló durante unos instantes y después elevó su arma. Aquella acción era todo lo que Kagen necesitaba. Con todo el impulso de la ascensión, golpeó la cara del enemigo con la culata de la pistola y, ayudado por sus ciento cincuenta libras de peso, martilleó el cuerpo del nativo por debajo del esternón.

Kagen bordeó el cadáver y se encaminó hacia el segundo enemigo, quien había dejado de hacer fuego cuando su camarada se había interpuesto entre él y Kagen. Ahora sus balas se perdían en el cuerpo aéreo. Retrocedió un paso, elevó el revólver e hizo fuego.

Y de repente, Kagen estuvo sobre él. Sintió un dolor lacerante cuando un disparo rozó una de sus sienes. Lo ignoró y lanzó el borde de su mano hacia la garganta el nativo. El hombre, derribado, quedó inmóvil en el suelo.

Kagen se volvió, aún en acción, buscando el siguiente atacante.

Estaba solo.

Se inclinó y secó la sangre que manchaba su mano con un trozo del uniforme del nativo. Su expresión era de disgusto. Tendría que andar un trecho hasta llegar al campamento, pensó, mientras arrojaba al suelo el trapo empapado en sangre.

Definitivamente, hoy no era su día de suerte.

Gimió por lo bajo y se volvió hacia el cañón para recoger su pistola sonora y el escudo con el objeto de iniciar la caminata.

Sobre el horizonte, la ciudad seguía ardiendo.

La voz de Ragelli sonó alegre y estentórea a través del comunicador de corto alcance que Kagen anidaba en su puño.

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