El alcalde imitó al resto del grupo sacándose los apestosos excrementos. Al terminar, ya tenían luminosidad suficiente para continuar la marcha.
Caminaron tres horas, siempre hacia el oriente, sorteando riachuelos crecidos, quebradas, claros de selva que cruzaban mirando al cielo con la boca abierta para recibir el agua fresca, y al arribar a una laguna hicieron alto para comer algo.
Reunieron frutos y camarones que el gordo se negó a comer crudos. El gordo, enfundado en el impermeable de hule azul, tiritaba de frío y continuaba lamentándose de no poder encender una fogata.
—Estamos cerca —dijo uno.
—Sí. Pero haremos un rodeo para llegar por atrás. Sería fácil bordear el río y llegar de frente, pero se me ocurre que el bicho es inteligente y podría darnos una sorpresa —señaló el viejo.
Los hombres manifestaron su acuerdo y bajaron la comida con unos buches de Frontera.
Al ver cómo el gordo se alejaba, no demasiado, y se perdía oculto tras un arbusto, se dieron codazos.
—Su señoría no quiere mostrarnos el culo.
—Es tan cojudo que va a sentarse en un hormiguero creyendo que es una letrina.
—Apuesto que pide papel para limpiarse —soltó otro entre risas.
Se divertían a espaldas de la Babosa, como siempre lo nombraban en su ausencia. Las risas fueron cortadas, primero por el grito aterrorizado del gordo, y enseguida por la serie de disparos apurados. Seis tiros del revólver, vaciado con generosidad.
El alcalde apareció subiéndose los pantalones y llamándolos a gritos.
—¡Vengan! ¡Vengan! La he visto. Estaba detrás mío punto de atacarme, y parece que le metí un par de balas. ¡Vengan! ¡Todos a buscarla!
Prepararon las escopetas y se lanzaron a buscar en la dirección que el gordo les indicara. Siguiendo un notorio rastro de sangre que aumentaba la euforia del alcalde, llegaron hasta un hermoso animal de hocico alargado dando los últimos estertores. La bella piel amarilla moteada se teñía de sangre y lodo. El animal los miraba con los ojos muy abiertos y desde su hocico de trompeta escapaba un débil jadeo.
—Es un oso mielero. ¿Por qué no mira antes de disparar con su maldito juguete? Trae mala suerte matar a un oso mielero. Eso lo saben todos, hasta los tontos. No existe otro animal más inofensivo en toda la selva.
Los hombres movían la cabeza conmovidos por la suerte del animal, y el gordo recargaba su arma sin atinar a pronunciar nada en su defensa.
Pasado el mediodía, vieron el desteñido letrero de Alkasetzer identificando el puesto de Miranda. Era un rectángulo de latón azul con caracteres casi ilegibles que el puestero había clavado muy arriba del árbol junto al que se elevaba su choza.
Al colono lo encontraron a escasos metros de la entrada. Presentaba la espalda abierta en dos zarpazos que comenzaban en los omóplatos y se prolongaban hasta la cintura. El cuello espantosamente abierto dejaba ver la cervical.
El muerto estaba de bruces y todavía empuñaba un machete.
Ignorando la maestría arquitectónica de las hormigas, que durante la noche construyeron un puente de hojas y ramitas para faenar el cadáver, los hombres lo arrastraron hasta el puesto. Adentro ardía débilmente una lámpara de carburo y apestaba a grasa quemada.
Al acercarse a la hornilla de queroseno descubrieron la fuente del olor. El artefacto estaba aún tibio. Había consumido la última gota de combustible y luego chamuscó las mechas. En una sartén quedaban dos colas de iguanas carbonizadas.
El alcalde miraba el cadáver.
—No lo entiendo. Miranda era veterano aquí y en ningún caso puede hablarse de él como de un hombre miedoso, pero parece que sintió tal pánico, que ni siquiera se preocupó de apagar la cocinilla. ¿Por qué no se encerró al escuchar a la tigrilla? Ahí está colgada la escopeta. ¿Por qué no la usó?
Los demás se hacían preguntas similares.
El alcalde se despojó del impermeable de hule y una cascada de sudor contenido le mojó hasta los pies. Mirando al muerto, fumaron, bebieron, uno se entregó a la reparación de la hornilla, y, autorizados por el gordo, abrieron unas latas de sardinas.
—No era un mal tipo —dijo uno.
—Desde que lo dejó la mujer vivía más solo que bastón de ciego —agregó otro.
—¿Tenía parientes? —preguntó el alcalde.
—No. Llegó con su hermano, pero se murió de malaria hace varios años. La mujer se le fue con un fotógrafo ambulante y dicen que ahora vive en Zamora. Tal vez el patrón del barco sepa su paradero.
—Supongo que el puesto le dejaba alguna ganancia. ¿Saben qué hacía con el dinero? —intervino de nuevo el gordo.
—¿Dinero? Se lo jugaba a los naipes, dejando apenas lo necesario para reponer las mercancías. Aquí es así, por si todavía no lo sabe. Es la selva que se nos mete adentro. Si no tenemos un punto fijo al que queremos llegar, damos vueltas y vueltas.
Los hombres asintieron con una especie de orgullo perverso. En eso entró el viejo.
—Afuera hay otro fiambre.
Salieron apresuradamente y, bañados por la lluvia, encontraron al segundo muerto. Estaba de espaldas y con los pantalones abajo. Mostraba las huellas de las garras en los hombros y la garganta abierta con características que empezaban a hacerse familiares. Junto al cadáver, el machete enterrado a poca distancia decía que no alcanzó a ser utilizado.
—Creo entenderlo —dijo el viejo.
Rodeaban el cuerpo, y en la mirada del alcalde veían cómo el gordo buscaba febrilmente llegar a la misma explicación.
—El muerto es Plascencio Puñán, un tipo que no se dejaba ver mucho, y parece que se aprestaban a comer juntos. ¿Vio las colas de iguana chamuscadas? Las trajo Plascencio. No hay tales bichos por aquí y debió de cazarlas a varias jornadas monte adentro. Usted no lo conoció. Era un picapiedras. No andaba tras oro como la mayoría de los dementes que se acercan a estas tierras, y aseguraba que muy adentro se podía encontrar esmeraldas. Recuerdo haberle escuchado hablar de Colombia y de las piedras verdes, grandes como una mano empuñada. Pobre tipo. En algún momento sintió ganas de vaciar el cuerpo y salió a hacerlo. Así lo pilló la bestia. Acuclillado y afirmado en el machete. Se nota que lo atacó de frente, le hundió las garras en los hombros y le zampó los colmillos en el gaznate. Miranda ha de haber escuchado los gritos y debió de presenciar la peor parte de todo, entonces se preocupó nada más que de ensillar a la acémila y largarse. No llegó muy lejos, como hemos visto.
Uno de los hombres dio vuelta al cadáver. Tenía restos de excrementos pegados a la espalda.
—Menos mal que alcanzó a pegarse la cagada —dijo el hombre, y dejaron el cadáver boca abajo, para que la lluvia implacable lavase los vestigios de su último acto en este mundo.
El resto de la tarde lo ocuparon con los muertos.
Los envolvieron en la hamaca de Miranda, frente a frente, para evitarles entrar a la eternidad como extraños, luego cosieron la mortaja y le ataron cuatro grandes piedras a las puntas.
Arrastraron el bulto hasta una ciénaga cercana, lo alzaron, lo mecieron tomando impulso y lo lanzaron entre los juncos y rosas de pantano. El bulto se hundió entre gorgoteos, arrastrando vegetales y sorprendidos sapos en su descenso.
Regresaron al puesto cuando la oscuridad se adueñó de la selva y el gordo dispuso las guardias.
Dos hombres se mantendrían en vela, para ser relevados a las cuatro horas por el otro par. El dormiría sin interrupciones hasta el amanecer.
Antes de dormir cocinaron arroz con lonjas de banano, y luego de cenar Antonio José Bolívar limpió su dentadura postiza antes de guardarla en el pañuelo. Sus acompañantes le vieron dudar un momento, y se sorprendieron al verlo acomodándose la placa nuevamente.
Como formaba parte del primer turno, el viejo se apropió de la lámpara de carburo.
Su compañero de vigilia lo miraba, perplejo, recorrer con la lupa los signos ordenados en el libro.
—¿Verdad que sabes leer, compadre?
—Algo.
—¿Y qué estás leyendo?
—Una novela. Pero quédate callado. Si hablas se mueve la llama, y a mí se me mueven las letras.
El otro se alejó para no estorbar, mas era tal la atención que el viejo dispensaba al libro, que no soportó quedar al margen.
—¿De qué trata?
—Del amor.
Ante la respuesta del viejo, el otro se acercó con renovado interés.
—No jodas. ¿Con hembras ricas, calentonas?
El viejo cerró de sopetón el libro haciendo vacilar la llama de la lámpara.
—No. Se trata del otro amor. Del que duele.
El hombre se sintió decepcionado. Encogió los hombros y se alejó. Con ostentación se echó un largo trago, encendió un cigarro y comenzó a afilar la hoja del machete.
Pasada la piedra, escupía sobre el metal, repasaba y media el filo con la yema de un dedo.
El viejo seguía en lo suyo, sin dejarse importunar por el ruido áspero de la piedra contra el acero, musitando palabras como si rezara.
—Anda, lee un poquito más alto.
—¿En serio? ¿Te interesa?
—Vaya que sí. Una vez fui al cine, en Loja, y vi una película mexicana, de amor. Para qué le cuento, compadre. La de lágrimas que solté.
—Entonces, tengo que leerte desde el comienzo, para que sepas quiénes son los buenos y quiénes los malos.
Antonio José Bolívar regresó a la primera página del libro. La había leído varias veces y se la sabía de memoria.
«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos.»
—No tan rápido, compadre —dijo una voz.
El viejo levantó la vista. Lo rodeaban los tres hombres. El alcalde reposaba alejado, tendido sobre un hato de costales.
—Hay palabras que no conozco —señaló el que había hablado.
—¿Tú las entiendes todas? —preguntó otro.
El viejo se entregó entonces a una explicación, a su manera, de los términos desconocidos.
Lo de gondolero, góndola, y aquello de besar ardorosamente quedó semiaclarado tras un par de horas de intercambio de opiniones salpicadas de anécdotas picantes. Pero el misterio de una ciudad en la que las gentes precisaban de botes para moverse no lo entendían de ninguna manera.
—Vaya uno a saber si no tendrán mucha lluvia.
—O ríos que se salen de madre.
—Han de vivir más mojados que nosotros.
—Imagínese. Uno se echa sus tragos, se le ocurre salir a desaguar fuera de casa, ¿y qué ve? A los vecinos mirándolo con caras de pescado.
Los hombres reían, fumaban, bebían. El alcalde se revolvió molesto en su lecho.
—Para que sepan, Venecia es una ciudad construida en una laguna. Y está en Italia —bramó desde su rincón de insomne.
—¡Vaya! O sea que las casas flotan como balsas —acotó uno.
—Si es así, entonces, ¿para qué los botes? Pueden viajar con las casas, como barcos —opinó otro.
—¡Si serán cojudos! Son casas firmes. Hay hasta palacios, catedrales, castillos, puentes, calles para la gente. Todos los edificios tienen cimientos de piedra —declaró el gordo.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Ha estado allá? —preguntó el viejo.
—No. Pero soy instruido. Por algo soy alcalde.
La explicación del gordo complicaba las cosas.
—Si lo he entendido bien, excelencia, esa gente tiene piedras que flotan, como las piedras pómez han de ser, pero, así y todo, si uno construye una casa con piedras pómez no flota, no señor. Seguro que le meten tablones por debajo.
El alcalde se agarró la cabeza con las manos.
—¡Si serán cojudos! ¡Ay, si serán cojudos! Piensen lo que quieran. A ustedes se les ha contagiado la mentalidad selvática. A ustedes no los saca ni Cristo de sus cojudeces. Ah, una cosa: la van a cortar con eso de llamarme excelencia. Desde que escucharon al dentista se agarraron de la palabrita.
—¿Y cómo quiere que lo llamemos? Al juez hay que decirle usía; al cura, eminencia, y a usted tenemos que llamarlo de alguna manera, excelencia.
El gordo quiso agregar algo, pero un gesto del viejo lo detuvo. Los hombres comprendieron, echaron mano a las armas, apagaron las lámparas y esperaron.
De afuera llegó el tenue ruido de un cuerpo moviéndose con sigilo. Las pisadas no producían sonidos, pero aquel cuerpo se pegaba a los arbustos bajos y a las plantas. Al hacerlo detenía el chorrear del agua, y cuando avanzaba, el agua detenida caía con renovada abundancia.
El cuerpo en movimiento trazaba un semicírculo en torno a la choza del puestero. El alcalde se acercó a gatas hasta el viejo.
—¿El bicho?
—Sí. Y nos ha olido.
El gordo se incorporó súbitamente. Pese a la oscuridad, alcanzó la puerta y vació el revólver, disparando a ciegas contra la espesura.
Los hombres encendieron la lámpara. Movían las cabezas sin proferir comentarios y miraban al alcalde recargando el arma.
—Por culpa de ustedes se me fue. Por pasarse la noche hablando cojudeces como maricas en vez de cumplir con los turnos de guardia.
—Cómo se nota que usted es instruido, excelencia. El bicho las tenía todas en contra. Era cuestión de dejarlo pasear hasta calcular a qué distancia estaba. Dos paseos más y lo hubiéramos tenido a tiro.
—Ya. Ustedes se las saben todas. A lo mejor le di —se justificó el gordo.
—Vaya a ver, si quiere. Y si lo ataca un mosquito no lo mate a tiros porque nos va a espantar el sueño.
Al amanecer, aprovechando la mortecina luz filtrada por el techo selvático, salieron a rastrear las proximidades. La lluvia no borraba el rastro de plantas aplastadas dejado por el animal. No se veían muestras de sangre en el follaje, y las huellas se perdían en la espesura del monte.
Regresaron a la choza y bebieron café negro.
—Lo que menos me gusta es que el bicho anda rondando a menos de cinco kilómetros de El Idilio. ¿Cuánto tarda un tigrillo en hacer esa distancia? —preguntó el alcalde.
—Menos que nosotros. Tiene cuatro patas, sabe saltar sobre los charcos y no calza botas —contestó el viejo.
El alcalde comprendió que ya se había desacreditado demasiado frente a los hombres. Permanecer más tiempo junto al viejo envalentonado por sus sarcasmos sólo conseguiría aumentar su fama de inútil, y acaso de cobarde.
Encontró una salida que sonaba lógica y de paso le cubría la espalda.