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Authors: Luis Sepúlveda

Tags: #Novela comprometida

Un viejo que leía novelas de amor (4 page)

BOOK: Un viejo que leía novelas de amor
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Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando, seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.

Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos, rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambiaba de opinión.

Al caer la noche, si deseaba estar solo se tumbaba bajo una canoa, y si en cambio precisaba compañía buscaba a los shuar.

Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eterna fogata de tres palos.

—¿Cómo somos? —le preguntaban.

—Simpáticos como una manada de micos, habladores como los papagayos borrachos, y gritones como los diablos.

Los shuar recibían las comparaciones con carcajadas y soltando sonoros pedos de contento.

—Allá, de donde vienes, ¿cómo es?

—Frío. Las mañanas y las tardes son muy heladas. Hay que usar ponchos largos, de lana, y sombreros.

—Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.

—No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos bañarnos como ustedes, cuando quieren.

—¿Los monos de ustedes también llevan poncho?

—No hay monos en la sierra. Tampoco saínos. No cazan las gentes de la sierra.

—¿Y qué comen, entonces?

—Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las fiestas. O un cuy en los días de mercado.

—¿Y qué hacen, si no cazan?

—Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta.

—¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar.

A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos parajes. Dos colmillos secretos se encargaron de transmitirle el mensaje.

De los shuar aprendió a desplazarse por la selva pisando con todo el pie, con los ojos y los oídos atentos a todos los murmullos y sin dejar de balancear el machete en ningún momento. En un instante de descuido lo clavó en el suelo para acomodar la carga de frutos, y al intentar asirlo nuevamente sintió los colmillos ardientes de una equis entrando en su muñeca derecha.

Alcanzó a ver el reptil, de un metro de largo, alejándose, trazando equis en el suelo —de ahí le viene el nombre— y él actuó con rapidez. Saltó blandiendo el machete en la misma mano atacada y lo cortó en varias lonchas hasta que la nube del veneno le tapó los ojos.

A tientas, buscó la cabeza del reptil, y sintiendo que se le iba la vida marchó en pos de un caserío shuar.

Los indígenas lo vieron venir tambaleándose. Ya no conseguía hablar, pues la lengua, los miembros, todo el cuerpo, estaba hinchado de forma desmesurada. Parecía que iba a reventar de un momento a otro, y alcanzó a enseñar la cabeza del reptil antes de perder el conocimiento.

Despertó pasados varios días con el cuerpo todavía hinchado y tiritando de pies a cabeza cuando lo abandonaban las fiebres.

Un brujo shuar le devolvió la salud en un lento proceso curativo.

Brebajes de hierbas lo aliviaron del veneno. Baños de ceniza fría atenuaron las fiebres y las pesadillas. Y una dieta de sesos, hígados y riñones de mono le permitió caminar al cabo de tres semanas.

Durante la convalecencia le prohibieron alejarse del caserío, y las mujeres se mostraron rigurosas con el tratamiento para lavar el cuerpo.

—Todavía tienes veneno dentro. Tienes que botar la mayor parte y dejar sólo la porción que te defenderá de nuevas mordeduras.

Lo atosigaban con frutos jugosos, aguas de hierbas y otros brebajes hasta hacerle orinar cuando ya no lo deseaba.

Al verlo totalmente repuesto, los shuar se le acercaron con obsequios. Una nueva cerbatana, un atado de dardos, un collar de perlas de río, un cintillo de plumas de tucán, palmoteándolo hasta hacerle comprender que había pasado por una prueba de aceptación determinada nada más que por el capricho de dioses juguetones, dioses menores, a menudo ocultos entre los escarabajos o entre las candelillas, cuando quieren confundir a los hombres y se visten de estrellas para indicar falsos claros de selva.

Sin dejar de homenajearlo, le pintaron el cuerpo con los colores tornasolados de la boa y le pidieron que danzara con ellos.

Era uno de los contados sobrevivientes a una mordedura de equis, y eso había que celebrarlo con la Fiesta de la Serpiente.

Al final de la celebración bebió por primera vez la natema, el dulce licor alucinógeno preparado con raíces hervidas de yahuasca, y en el sueño alucinado se vio a sí mismo como parte innegable de esos lugares en perpetuo cambio, como un pelo más de aquel infinito cuerpo verde, pensando y sintiendo como un shuar, y se descubrió de pronto vistiendo los atuendos del cazador experto, siguiendo huellas de un animal inexplicable, sin forma ni tamaño, sin olor y sin sonidos, pero dotado de dos brillantes ojos amarillos.

Fue una señal indescifrable que le ordenó quedarse, y así lo hizo.

Más tarde tomó un compadre, Nushiño, un shuar llegado también de lejos, tanto que la descripción de su lugar de origen se extraviaba entre los ríos afluentes del Gran Marañón. Nushiño llegó un día con una herida de bala en la espalda, recuerdo de una expedición civilizadora de los militares peruanos. Llegó sin conocimiento y casi desangrado, luego de penosos días de navegación a la deriva.

Los shuar de Shumbi lo curaron y, una vez repuesto, le permitieron quedarse, pues la hermandad de sangre así lo permitía.

Juntos recorrían la espesura. Nushiño era fuerte. Dotado de una cintura estrecha y anchos hombros, nadaba desafiando a los delfines de río, y estaba siempre de excelente humor.

Se les veía rastreando una presa grande, meditando acerca del color de las boñigas dejadas por el animal, y al estar seguros de tenerlo, Antonio José Bolívar esperaba en un claro de selva mientras Nushiño sacaba a la presa de la espesura obligándola a marchar al encuentro del dardo envenenado.

A veces cazaban algún saíno para los colonos, y el dinero que recibían de ellos no tenía otro valor que el de cambio por un machete nuevo o por un costal de sal.

Cuando no cazaba en compañía del compadre Nushiño se dedicaba a rastrear serpientes venenosas.

Sabía rodearlas silbando un tono agudo que las desorientaba hasta acercarse a ellas, hasta tenerlas frente a frente. Ahí, repetía con un brazo los movimientos del reptil hasta confundirlo, hasta pasar de la repetición a efectuar él los movimientos que el reptil repetía, hipnotizado. Entonces el otro brazo actuaba certero. La mano cogía por el cuello a la sorprendida serpiente y la obligaba a soltar todas las gotas de veneno enterrando los colmillos en el borde de una calabaza hueca.

Caída la última gotita, el reptil aflojaba sus anillos, sin fuerzas para seguir odiando, o entendiendo que su odio era inútil, y Antonio José Bolívar lo arrojaba con desprecio entre el follaje.

Pagaban bien por el veneno. Cada medio año aparecía el agente de un laboratorio, donde preparaban suero antiofídico, a comprar los fiascos mortales.

Algunas veces el reptil resultó ser más rápido, pero no le importó. Sabía que se hincharía como un sapo y que deliraría de fiebres unos días, pero luego vendría el momento del desquite. Estaba inmune, y gustaba de fanfarronear entre los colonos enseñando los brazos cubiertos de cicatrices.

La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. Era tan buen rastreador como un shuar. Nadaba tan bien como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos.

Por esa razón debía marcharse cada cierto tiempo, porque —le explicaban— era bueno que no fuera uno de ellos. Deseaban verlo, tenerlo, y también deseaban sentir su ausencia, la tristeza de no poder hablarle, y el vuelco jubiloso en el corazón al verle aparecer de nuevo.

Las estaciones de lluvias y de bonanza se sucedían. Entre estación y estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario homenaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos, y acompañando a sus anfitriones entonaba los anents, los poemas cantos de gratitud por el valor transmitido y los deseos de una paz duradera.

Compartió el festín generoso ofrecido por los viejos que decidían llegada la hora de «marcharse», y cuando éstos se adormecían bajo los efectos de la chicha y de la natema, en medio de felices visiones alucinadas que les abrían las puertas de futuras existencias ya delineadas, ayudó a llevarlos hasta una choza alejada y a cubrir sus cuerpos con la dulcísima miel de chonta.

Al día siguiente, entonando anents de saludos hacia aquellas nuevas vidas, ahora con forma de peces, mariposas o animales sabios, participó del reunir huesos blancos, limpísimos, los innecesarios despojos de los ancianos transportados a las otras vidas por las mandíbulas implacables de las hormigas añango.

Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo.

No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de sus mujeres para mayor orgullo de su casta y de su casa.

La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adornaba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún momento de entonar anents, poemas nasales que describían la belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la magia de la descripción.

Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.

—Nadie consigue atar un trueno, y nadie consigue apropiarse de los cielos del otro en el momento del abandono.

Así le explicó una vez el compadre Nushiño.

Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podido pensar que el tiempo esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas lenguas avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva.

Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad. Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándose de los extraños que aparecían ocupando las riberas del Nangaritza.

Llegaban más colonos, ahora llamados con promesas de desarrollo ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ritual y, por ende, la degeneración de los más débiles. Y, sobre todo, aumentaba la peste de los buscadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos los confines sin otro norte que una riqueza rápida.

Los shuar se movían hacia el oriente buscando la intimidad de las selvas impenetrables.

Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que envejecía al errar un tiro de cerbatana. También le llegaba el momento de marcharse.

Tomó la decisión de instalarse en El Idilio y vivir de la caza. Se sabía incapaz de determinar el instante de su propia muerte y dejarse devorar por las hormigas. Además, si lo conseguía, sería una ceremonia triste.

El era como ellos, pero no uno de ellos, así que no tendría ni fiesta ni lejanía alucinada.

Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva, escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que habría de precipitar su partida.

Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando. Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños que desde la playa les apuntaban con armas de fuego.

Era un grupo integrado por cinco aventureros, quienes, para ganar una vía de corriente, habían volado con dinamita el dique de contención donde desovaban los peces.

Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, nerviosos ante la llegada de más shuar, dispararon alcanzando a dos indígenas y emprendieron la fuga en su embarcación.

Él supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron presas fáciles para los dardos envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar, nadó hasta la orilla opuesta y se perdió en la espesura.

Recién entonces se preocupó de los shuar caídos.

Uno había muerto con la cabeza destrozada por la perdigonada a corta distancia, y el otro agonizaba con el pecho abierto. Era su compadre Nushiño.

—Mala manera de marcharse —musitó, en una mueca de dolor, Nushiño, y con mano temblorosa le indicó su calabaza de curare—. No me iré tranquilo, compadre. Andaré como un triste pájaro ciego, a choques con los árboles mientras su cabeza no cuelgue de una rama seca. Ayúdame, compadre.

Los shuar lo rodearon. Él conocía las costumbres de los blancos, y las débiles palabras de Nushiño le decían que llegaba el momento de pagar la deuda contraída cuando lo salvaron luego de la mordedura de la serpiente.

Le pareció justo pagar la deuda, y armado de una cerbatana cruzó a nado el río, lanzándose por primera vez a la caza del hombre.

No le costó dar con el rastro. El buscador de oro, en su desesperación, dejaba huellas tan nítidas que ni siquiera precisó buscarlas.

A los pocos minutos lo encontró aterrorizado frente a una boa dormida.

—¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué dispararon?

El hombre le apuntó con su escopeta.

—Los jíbaros. ¿Dónde están los jíbaros?

—Al otro lado. No te siguen.

Aliviado, el buscador de oro bajó el arma y él aprovechó la situación para acertarle un golpe con la cerbatana.

Le dio mal. El buscador de oro vaciló sin llegar a desplomarse, y no tuvo más remedio que echársele encima.

Era un hombre fuerte, pero finalmente, tras forcejear, logró arrebatarle la escopeta.

Nunca antes tuvo un arma de fuego en sus manos, pero al ver cómo el hombre echaba mano al machete intuyó el lugar preciso donde debía poner el dedo y la detonación provocó un revoloteo de pájaros asustados.

Asombrado ante la potencia del disparo, se acercó al hombre. Había recibido la doble perdigonada en pleno vientre y se revolcaba de dolor. Sin hacer caso de los alaridos le ató por los tobillos, lo arrastró hasta la orilla del río, y al dar las primeras brazadas sintió que el infeliz ya estaba muerto.

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