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Authors: Luis Sepúlveda

Tags: #Novela comprometida

Un viejo que leía novelas de amor (3 page)

BOOK: Un viejo que leía novelas de amor
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—¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Espero que algún día los jíbaros le metan un dardo.

—Lo matará su mujer. Está juntando odio, pero todavía no reúne el suficiente. Eso lleva tiempo.

—Mira. Con todo el lío del muerto casi lo olvido. Te traje dos libros.

Al viejo se le encendieron los ojos.

—¿De amor?

El dentista asintió.

Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura.

—¿Son tristes? —preguntaba el viejo.

—Para llorar a mares —aseguraba el dentista.

—¿Con gentes que se aman de veras?

—Como nadie ha amado jamás.

—¿Sufren mucho?

—Casi no pude soportarlo —respondía el dentista.

Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas.

Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.

Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: «Déme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor, y con final feliz». Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel del malecón.

Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama.

Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda.

—¿Tú lees? —preguntó.

—Sí. Pero despacito —contestó la mujer.

—¿Y cuáles son los libros que más te gustan?

—Las novelas de amor —respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar.

A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos novelas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza frente al río Nangaritza.

El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban.

En ese momento subían el cajón a bordo y el alcalde vigilaba la maniobra. Al ver al dentista, ordenó a un hombre que se le acercase.

—El alcalde dice que no se olvide de los impuestos.

El dentista le entregó los billetes ya preparados, agregando:

—¿Cómo se le ocurre? Dile que soy un buen ciudadano.

El hombre regresó hasta el alcalde. El gordo recibió los billetes, los hizo desaparecer en un bolsillo y saludó al dentista llevándose una mano a la frente.

—Así que también me lo agarró con eso de los impuestos —comentó el viejo.

—Mordiscos. Los Gobiernos viven de las dentelladas traicioneras que les propinan a los ciudadanos. Menos mal que nos las vemos con un perro chico.

Fumaron y bebieron unos tragos más mirando pasar la eternidad verde del río.

—Antonio José Bolívar, te veo pensativo. Suelta.

—Tiene razón. No me gusta nada el asunto. Seguro que la Babosa está pensando en una batida, y me va a llamar. No me gusta. ¿Vio la herida? Un zarpazo limpio. El animal es grande y las garras deben de medir unos cinco centímetros. Un bicho así, por muy hambreado que esté, no deja de ser vigoroso. Además vienen las lluvias. Se borran las huellas, y el hambre los vuelve más astutos.

—Puedes negarte a participar en la cacería. Estás viejo para semejantes trotes.

—No lo crea. A veces me entran ganas de casarme de nuevo. A lo mejor en una de ésas lo sorprendo pidiéndole que sea mi padrino.

—Entre nosotros, ¿cuántos años tienes, Antonio José Bolívar?

—Demasiados. Unos sesenta, según los papeles, pero, si tomamos en cuenta que me inscribieron cuando ya caminaba, digamos que voy para los setenta.

Las campanadas del Sucre anunciando la partida les obligaron a despedirse.

El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva de río. Entonces decidió que por ese día ya no hablaría con nadie más y se quitó la dentadura postiza, la envolvió en el pañuelo, y, apretando los libros junto al pecho, se dirigió a su choza.

3

Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.

A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.

Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de los sentimientos e ideas plasmados en las páginas.

Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara necesarias para descubrir cuán hermoso podía ser también el lenguaje humano.

Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadura postiza.

Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos posible.

Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor.

La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa.

Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el cuerpo.

En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.

El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.

La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad.

Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje vegetal hacia la espalda. De las orejas pendían zarcillos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban varias vueltas de cuentas también doradas.

La parte del pecho presente en el retrato enseñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja.

Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.

El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos.

Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.

Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada período menstrual aumentaba el aislamiento.

—Nació yerma —decían algunas viejas.

—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —aseguraba otra.

—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.

Antonio José Bolívar Proaño intentaba consolarla y viajaban de curandero en curandero probando toda clase de hierbas y ungüentos de la fertilidad.

Todo era en vano. Mes a mes la mujer se escondía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.

Decidieron abandonar la sierra cuando al hombre le propusieron una solución indignante.

—Puede que seas tú quien falla. Tienes que dejarla sola en las fiestas de San Luis.

Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borrachera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo tirados en el piso de la iglesia, hasta que el aguardiente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.

Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonía. El Gobierno prometía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anormalidad padecida por uno de los dos.

Poco antes de las festividades de San Luis reunieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje.

Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminando, cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Atahualpa.

Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembros agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio.

Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de selva, un par de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la promesa de un apoyo técnico que no llegaría jamás.

La pareja se dio a la tarea de construir precariamente una choza, y enseguida se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las veían crecer de nuevo, con vigor vengativo.

Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas escopetas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían burlarse saltando frente a ellos sin dejarse atrapar.

Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían en la desesperación de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.

Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas desconocidas; otros, atacados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían en la alargada panza de una boa quebrantahuesos que primero los envolvía, los trituraba, y luego engullía en un prolongado y horrendo proceso de ingestión.

Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con llevarles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del aguacero atacaban con ferocidad imparable, adueñándose de todo el cuerpo, picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad verde, con los animales hambrientos que merodeaban en el monte poblándolo de sonidos estremecedores que no dejaban conciliar el sueño, hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.

Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarles una mano.

De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a levantar chozas estables y resistentes a los vendavales, a reconocer los frutos comestibles y los venenosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva.

Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtiéndoles que todo eso era en vano.

Pese a las palabras de los indígenas, sembraron las primeras semillas, y no les llevó demasiado tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y morían sin florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos.

Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se deslizaron ladera abajo con el primer aguacero.

Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.

Antonio José Bolívar Proaño supo que no podía regresar al poblado serrano. Los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso.

Estaba obligado a quedarse, a permanecer acompañado apenas por recuerdos. Quería vengarse de aquella región maldita, de ese infierno verde que le arrebatara el amor y los sueños. Soñaba con un gran fuego convirtiendo la amazonía entera en una pira.

Y en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva como para poder odiarla.

Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Cazaban dantas, guatusas, capibaras, saínos, pequeños jabalíes de carne sabrosísima, monos, aves y reptiles. Aprendió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efectiva en la caza, y de la lanza frente a los veloces peces.

Con ellos abandonó sus pudores de campesino católico. Andaba semidesnudo y evitaba el contacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente.

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