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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (38 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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—Chase, esta es la razón por la que Gabe deseaba un piloto extra. Por eso tenía a Khyber. ¡Para tratar de recuperarlo!

Parecía dudar.

—Aun si la conducción marchara correctamente, estarías arriesgando mucho. Si algo fallase en alguna parte durante el salto… —Meneó la cabeza.

La calidad de la luz cambiaba. Estábamos moviéndonos en la tarde. El
Corsario
se deslizaba rápido, cayendo a través del horizonte que marcaba la luz, del crepúsculo. Aún brillaba contra la oscuridad creciente. Lo vi durante esos últimos momentos, antes de que se perdiera la luz del sol, esperando, preguntándome tal vez si era un fantasma de la noche que, por la mañana, partiría sin dejar huella de su paso.

El objeto cayó en la sombra planetaria. Se hizo más oscuro, pero…

—Todavía lo distingo… —murmuró Chase, tensa—. Se ilumina. —Su voz se convirtió en un susurro—. ¿De dónde diablos viene esa luz reflejada si no hay lunas?

Brillaba con una luminosidad directa y pálida. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.

—Luces —exclamé—. Las luces están encendidas.

—La gente del
Tenandrome
debe de haber hecho esto. Me pregunto por qué.

No podía creerlo. Sabía lo suficiente acerca del modo en que operan los profesionales con los artefactos tecnológicos: de ser posible, no los tocan hasta que se completan los estudios. Me pregunté si la gente del
Tenandrome
se había atrevido a abordar la nave.

Una hora más tarde seguimos al
Corsario
en su recorrido en la noche oscura. Para entonces, solo era una estrella sin brillo.

—Esto es suficiente para mí —dijo Chase levantándose—. Tal vez debimos hacerle caso a Scott y quedarnos en casa. Llegados a este punto, creo que sería bueno que uno de nosotros permaneciera en la cabina a todas horas. Sé que suena un poco paranoico, pero me ayudaría a sentirme mejor. ¿Estás de acuerdo?

—Sí. —Traté de mostrarme amable y tranquilo, pero no pude ocultar mi desazón.

—Como esta es tu expedición, Alex, a ti te toca la primera guardia. Yo me voy atrás y trataré de dormir un rato. Si decides dejar de lado todo este asunto, no objetaré nada. Y, mientras lo piensas, no dejes de vigilar esa cosa.

Se fue de la cabina y atravesó la nave. Oí como sus pasos se alejaban por el dispensario, cerraba puertas y finalmente se dirigía a la ducha. Me alegraba mucho de que ella estuviera conmigo. Si no, no habría podido llegar tan lejos.

Me hundí en el asiento, ajusté los almohadones y cerré los ojos. Pero seguí pensando en la nave perdida, el derrelicto, como se dice técnicamente. De vez en cuando, me levantaba y me apoyaba sobre los codos para mirar afuera, al cielo nocturno, y asegurarme de que nada nos amenazaba.

Después de una hora más o menos, abandoné la idea de dormir y me puse a leer una historieta cómica que había encontrado en la biblioteca. No me hacía gracia ese tipo de humor, débil y obvio. Pero los personajes tenían rasgos firmes, enérgicos y acordes con el humor de la audiencia. Eran reconfortantes, seguros. Eso es lo que pasa con la comedia, aunque sea mala: provee de un sentido de pertenencia y tranquilidad en el que las cosas están siempre bajo control.

Sin darme cuenta, me olvidé de la cabina. Era vagamente consciente de la quietud de la nave (lo que me daba la seguridad que Chase dormía, y de que, en cierto sentido, yo estaba solo) en un ritmo tranquilo y suave de las cinco bandas y del ocasional centelleo de las luces contra mis párpados. Cuando recuperé la lucidez todavía estaba oscuro. Chase había vuelto al asiento del piloto y ahí permanecía sentada, sin moverse, aunque yo sabía que estaba despierta.

Ella se me aproximó.

—¿Qué tal vamos? —pregunté.

—Bien.

—¿En qué piensas?

Las luces del tablero captaron su atención. Se la oía respirar fuerte, la nave ampliaba los ruidos, en parte por los silbidos y los pitidos de los ordenadores y en parte por el crujido ocasional de las paredes de metal frente a algún desajuste de velocidad. También por los miles de sonidos de accesorios que se oyen en el espacio.

—Pensaba —dijo— en una vieja leyenda que decía que Sim volvería en la hora de suprema necesidad de la Confederación. —Miraba a través de los visores.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Al otro lado de la curva del planeta. Los radares no lo mostrarán aún en algunas horas. En unos veinte minutos va a amanecer.

—Dijiste anoche que deberíamos olvidar esto. ¿Lo dijiste en serio?

—Para serte sincera, Alex, sí. Estoy saturada de todo esto. Ese maldito aparato no debería estar ahí fuera. La gente del
Tenandrome
debe de haber reaccionado del mismo modo que nosotros. ¿Qué significa que ellos hayan abordado la nave, la hayan abandonado y luego hayan hecho jurar a todos los que querían saber algo que abandonarían la idea? ¿Por qué, por Dios, harían eso?

—Si nos vamos ahora —le advertí—, no volveremos a dormir tranquilos.

—Puede que sea una de esas situaciones en las que no hay manera de salir bien parado. Por lo que me dijiste de Scott, puedo deducir que se convirtió en un ser demente y errático. ¿Eso es lo que nos va a pasar a nosotros después de que abordemos la nave mañana? —Se reclinó y extendió sus largas piernas, estaba adorable bajo la pálida luz verde de la cabina—. Si yo pudiera hacer algo para olvidar esto, borrar los registros, irme y no volver más, creo que optaría por ello. Eso está ahí fuera. No sé lo que es, ni si es lo que parece; pero no pertenece a este cielo ni a ningún cielo. No quiero saber nada de eso.

Oprimió el teclado y apareció en la pantalla una imagen almacenada de la extraña nave. Enfocó el puente. Todo estaba oscuro, pero se percibía un estado de alerta similar al de las simulaciones de las batallas en Las Hilanderas y Rigel.

—Estuve leyendo un libro durante la noche —concluyó.


¿El hombre y el Olimpo?

—Sí. Era un hombre complejo. No puedo decir que siempre esté de acuerdo con él, pero tenía un modo firme de posicionarse; es muy duro con algunos, como por ejemplo con Sócrates.

—Lo sé. Sócrates no es uno de sus favoritos.

—El hombre no tenía respeto por nadie —dijo, esbozando una sonrisa.

—Los críticos coinciden. Pero, por supuesto, Sim los insultó también en un segundo libro que no pudo terminar. Una vez afirmó: «Los críticos tienen todas las ventajas porque esperan hasta que uno se muera y después se quedan con la última palabra».

—Es una lástima. —Ella se sentó y puso las manos detrás de la cabeza—. Nunca presenta este lado de su personalidad en los libros escolares. El Christopher Sim que conocen los niños es perfecto, fiable, irreprochable. —Frunció el ceño—. Me pregunto qué habría hecho él con ese artefacto que está ahí fuera.

—Lo abordaría. O, si no pudiera, esperaría a tener más información o tal vez encontrase alguna otra cosa que hacer mientras tanto.

La cubierta tenía abolladuras, grietas y desconchones. Tenía un aire como de labor de retales impuesto por los rápidos reemplazos de piezas. Las cabina de navegación se hallaba llena de muescas, los escudos posteriores parecían combados y la carcasa de los propulsores parecía haber desaparecido.

—Sin embargo —señaló Chase—, no veo daños importantes. Con todo, hay algo que me extraña.

Nos aproximábamos desde arriba y por detrás de la cápsula Centauro. Estábamos acercándonos bastante. La cápsula misma no era mucho más que una burbuja de plástico con un juego de magnetos.

—La carcasa de los propulsores no la volaron, la retiraron. Y no estoy segura, pero parece como si las mismas unidades de propulsión faltasen. —Chase señaló hacia los dos objetos compactos que yo había pensado que eran los armstrongs—. No —prosiguió—. Lo único que hay son las corazas externas. No puedo ver partes centrales, pero deberían verse.

—Tendrían que estar allí-indiqué—. A menos que alguien deliberadamente haya incapacitado la nave después de que llegase.

—¿Quién sabe? —dijo, encogiéndose de hombros—. El resto no parece estar en muy buen estado tampoco. Apuesto a que hay un montón de cables allí abajo.

—Reparaciones sin terminar.

—Sí, reparaciones hechas a la desesperada. No es el modo en que yo prepararía una nave para el combate. Pero, excepto por los armstrongs, su estado es bastante aceptable. —Los solenoides aguanos desde los que el
Corsario
había proyectado luz sobresalían en medio de un revoltijo de soportes—. Y ellos también parecen estar bien —agregó ella.

Pero la nave había sufrido el envite de la edad.

Chase se sentó en el asiento del piloto, perpleja, tal vez aprensiva. El multicanal estaba abierto señalando frecuencias que quizá fueran adecuadas para el
Corsario
, como si esperáramos una transmisión.

Solo se oía el silbido de las estrellas.

—Las historias deben ser erróneas —dije—. Obviamente no fue destruido en Rigel.

—Obviamente. —Ella ajustaba la imagen en los monitores, aunque era innecesario. Los ordenadores del Centauro estaban registrando esquemas del derrelicto con registros navales antiguos propios del
Corsario
;hacían con todo detalle y sin cesar—. Esto me hace preguntarme qué otras cosas deben de haber estado equivocadas.

—¿Quiere decir esto que Sim podría haber sobrevivido en Rigel?

—Maldita sea si sé algo —respondió Chase, meneando la cabeza.

Seguí con la idea.

—Sí así fue, si sobrevivió, ¿por qué venir a este lugar tan alejado de la zona de la guerra? ¿Pudo hacer el
Corsario
semejante viaje?

—Oh, sí —dijo Chase—. Los límites de distancia de estas naves están solo determinados por la cantidad de provisiones que puedan cargar a bordo. Sí, pudieron hacerlo. La cuestión es por qué habrían querido hacerlo.

Tal vez hubiese sido involuntario. Tal vez, de algún modo, Sim y su nave cayeron en manos del Ashiyyur. ¿Sería posible que hubiera sobrevivido en Rigel, pero que hubiera sido herido y después anduviera vagando por allí sin saber quién era? Ridículo. Aun considerando la hipótesis de que hubiera naves duplicadas, ¿qué podría estar haciendo allí cualquiera de ellas? ¿Quién habría tenido tiempo, en los días de la Resistencia, de alejarse tanto con una nave cuando se las necesitaba desesperadamente en casa?

Salimos a la deriva sobre el arco, contemplamos los fieros ojos y el pico de la arpía, las armas que se erguían en el morro de la nave. Chase nos llevó a una curva angosta. Perdimos de vista la cubierta; la superficie luminosa del planeta azul cubrió los visores. Luego también se desvaneció ese panorama, reemplazándolo la extensa inmensidad de un cielo negro.

Hablamos muchísimo. Parloteamos, más bien. Acerca de lo bien que se curaba su pierna, acerca de lo genial que sería estar ahora en casa, acerca del dinero que podríamos ganar con todo esto. Ninguno de los dos tenía la intención de permanecer en silencio y dejar morir la conversación. Y mientras tanto nos poníamos a la par del derrelicto. Chase condujo a lo largo de la cubierta y se detuvo junto a la puerta principal de entrada.

—Por si tienes alguna duda —me dijo levantando la voz para indicar que iba a decir algo significativo—, la nave se ha comportado como ciega y muerta. Sus sensores no han hecho nada para respondernos.

Nos pusimos los cascos en los trajes de presión que llevábamos, y Chase drenó el aire de la cabina. Cuando las luces verdes se encendieron, empujó la capota y salimos. Chase se dirigió a la entrada principal mientras yo hacía una pausa para mirar el conjunto de caracteres cirílicos grabados en la coraza.

Era la designación de la nave, y eran iguales a los caracteres del
Corsario
de los simuladores.

La compuerta se abrió. Una luz amarilla brillaba en el interior. Llegamos a tropezones hasta la entrada de aire. Había luces rojas en un panel situado en la bodega.

—La nave está con energía limitada —explicó Chase. Su voz se elevaba sobre el intercomunicador—. No hay gravedad. Me imagino que se debe a algún tipo de sistema de mantenimiento. Lo suficiente para mantener las cosas sin helarse.

Activamos los magnetos de nuestras botas. El circuito cerrado de la computadora externa no trabajaba. El perno se alzó cuando lo toqué, pero no sucedió nada. Peor aún, las lámparas se pusieron color naranja, y el aire comenzó a soplar en el compartimento. Chase empujó la puerta externa y la cerró. La aseguramos.

La presión del aire aumentó con rapidez. Se deslizaron los pasadores, las luces de alarma se pusieron blancas y la puerta se balanceó sin ruido sobre los cerrojos engrasados. Miramos hacia dentro y vimos un camarote oscuro. El interior de la nave más famosa de la historia. Chase sacó una de sus manos enguantadas, tomó la mía y la apretó. Después se hizo a un lado para dejarme pasar.

Yo erguí la cabeza y di un paso adelante.

La habitación estaba llena de gabinetes, consolas y grandes lugares de almacenamiento llenos de repuestos electrónicos. Los trajes de presión estaban colgados cerca de la toma de aire. Un diagrama informático de la nave cubría una pared. A cada lado de la habitación había una compuerta similar a la que nos había servido de entrada.

Chase miró el calibrador que llevaba en la muñeca.

—El contenido de oxígeno está bien —afirmó—. Un poquito bajo, pero es respirable. La temperatura no llega a tres grados. Un frío horrible. —Se aflojó las trabas que le aseguraban el casco, lo levantó e inhaló cuidadosamente.

—Bajaron la calefacción —repuse, sacándomelo yo también.

—Sí —confirmó ella—. De eso se trata precisamente. Alguien esperaba regresar. —Yo había tenido dificultades para apartar los ojos de las compuertas, como si pensara que en cualquier momento alguna de ellas se iba a abrir. Chase avanzó y se dirigió a la hilera de trajes a presión, con pasos cautelosos, como quien desde la playa entra en el océano frío. Cuando llegó a tocarlos, se puso a contarlos. Eran ocho—. Están todos aquí —agregó.

—¿Esperabas otra cosa?

—Pensé que los supervivientes de este desastre podrían haber salido para hacer arreglos en la nave y haber sido arrastrados al espacio.

—Tenemos que ver el puente —sugerí—. Allí podremos encontrar más respuestas.

—En un minuto, Alex. —Aflojó la compuerta, la empujó y pasó a través de ella—. Voy enseguida —dijo por el intercomunicador.

—Mantén el canal abierto —le respondí—. Quiero oír lo que sucede.

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