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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (33 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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—Tendrías que decírmelo.

—Tendrías que apartarte. Busquemos a tu socia. Así los dos podréis volveros a Rimway y desaparecer. —Se dirigió al intercomunicador—. Control, tenemos una seria emergencia. Mi nombre es Arin. Necesito mi deslizador inmediatamente, por favor.

—Su transporte está en camino —dijo con lentitud la voz de un ordenador—. No hay nada que podamos hacer para acelerar las cosas.

—¿Podría conseguirme un vehículo? Es muy urgente.

El bus de los pasajeros se llenó y se fue cruzando la tormenta. Cuando se hubieron marchado, el vehículo tomó altura, se balanceó significativamente sobre los árboles y descendió hasta el hangar. Momentos después, un deslizador, imponente y lujoso, se elevó sobre el mismo lugar y en la misma dirección. Era azul acero, con detalles de plata y alas aerodinámicas. Un Fasche. Una pareja de cierta edad se acercó al refugio de la estación subterránea.

Pensé en intentar dirigir el Fasche, pero Quinda meneó la cabeza y susurró:

—Aquí viene.

—¿Cuál es la naturaleza del problema, por favor? —preguntó una voz desde control.

—Deslizador en apuros. —Quinda les dio el código de Chase.

Nuestro deslizador pasó por debajo del lujoso transporte aéreo. Ambos flotaban hacia nosotros.

—Estamos notificándolo a la patrulla. Aquí no tenemos equipo de rescate —se informó desde control.

—No lo necesitamos —dijo Chase—. Solo precisamos un deslizador.

—Entiendo.

Mi intercomunicador llamaba. Abrí un canal.

—¿Sí, Chase?

El viento rugía y apagaba su voz.

Dejé de lado la tormenta.

—¡Repite!

—Creo que ya ha estallado esa basura. —Trataba con dificultad de mantener la voz tranquila—. He perdido el control del condenado. Está bajando.

—¿Todavía tienes energía?

—Sí. Pero parte de la cola ha volado. Y algo enorme ha atravesado la cabina. La cubierta está dañada. Tengo un agujero en la plataforma lo suficientemente grande como para caerme por él.

Se oía el rugido del viento a través del intercomunicador.

—¿Estás bien? —quiso saber Quinda.

—¿Todavía está ahí esa? —replicó Chase con dureza.

—Vamos a usar su deslizador —respondí.

—¿«Vamos a usar»? ¿Quiere eso decir que todavía no habéis partido?

—Ahora salimos. ¿Estás bien?

—He estado mejor. —Tomó aliento—. Creo que me he roto la pierna izquierda.

—¿Puedes llegar a la cima?

—No, estoy arriba, pero pierdo altura continuamente. Si lo intentase, lo más probable es que chocase contra la roca.

—Bueno, espera, tranquila.

Quinda me miró con los ojos llenos de preocupación y puso su mano sobre mi muñeca, cubriendo el intercomunicador.

—El océano es frío. Tenemos que rescatarla enseguida.

El Fasche se quedó en su lugar en el camino. Sus propietarios nos pasaron circulando hacia atrás, contra la tormenta. El hombre miró hacia arriba y señaló el cielo con un ademán.

—Qué noche, ¿no? —dijo.

—Voy a tratar de quedarme en el aire tanto como pueda —dijo Chase.

—Vas a estar bien.

—Eso es muy fácil de decir para ti. ¿Dónde coño hay un equipo de salvamento? Ni siquiera encuentro un cinturón de seguridad.

—Se supone que estos aparatos no se caen —dije—. Escucha. Creo que podemos alcanzarte antes de que llegues al agua. Si no, enseguida estaremos abajo. Espera junto al deslizador.

—¿Y si se hunde? Hay un agujero enorme…

Nuestro vehículo se posó en el lugar previsto. Entramos, abrimos la escotilla y partimos.

Rápido.
Quinda no lo dijo, pero se le adivinaba en los labios la palabra.
Rápido, rápido, rápido.

—Pierdo energía-rugió Chase—. Los magnetos hacen ruido. No tengo tracción delantera y estoy a considerable altura. Alex, si se detienen, voy a caer. —Algo estalló.

—¿Qué ha pasado?

—Ha volado la cabina, Alex.

—Tal vez tendrías que ir más bajo.

—Ya voy más bajo. No temas. ¿Cuándo vas a venir?

—En veinte minutos.

—Arin, usted tiene prioridad por emergencia. Hemos retomado el control de su transporte. Buena suerte —anunció una voz desde control.

—Estoy recibiendo un sinfín de golpes. ¡Esto se va a desintegrar en cualquier momento! —gritó Chase.

Nos elevamos. Con lentitud. Tan pronto como estuvimos al alcance de los huracanes, la tormenta nos azotó con fuerza. Iba a ser un viaje arriesgado. Marqué la señal de Chase en el sistema de búsqueda y coloqué un indicador del área en el monitor.

Comenzamos a acelerar. Quinda llegó enseguida, a ciento ochenta kilómetros, velocidad máxima. Dudé que el aparato soportara esa velocidad sostenida.

Una luz azul se encendió cerca del dispositivo de destino advirtiendo la posición relativa de Chase. Abrí el canal.

—¿Cómo vamos?

—No muy bien —dijo la voz de Chase.

—¿Alguna señal de la patrulla? —No esperaba que estuviera allí, pero trataba de mantener la esperanza.

—Negativo. ¿A qué distancia estás?

—A treinta y ocho kilómetros. ¿En qué condiciones te encuentras?

—Perdiendo altura cada vez más rápido. Me voy a estrellar.

Las palabras llegaban de una en una, separadas por el ruido y, tal vez, por el temor. Pude sentirla, apresada contra su asiento en el deslizador desarmado, mirando hacia abajo, al vacío.

—¿Quinda?

—Vamos tan rápido como podemos.

Revisó unos números en pantalla. Aparte del transporte de Chase y del Fasche (que bajaba rápidamente detrás de nosotros), había dos señales más.

Las puse en pantalla. Una era un bus aéreo, que había partido de Punto Edward hacia el Peñasco de Sim. La otra parecía ser un deslizador privado que acababa de abandonar la ciudad; seguía nuestra ruta, pero a distancia. Me pregunté dónde diablos estaría la patrulla.

—Chase, voy a dejar el circuito abierto. Estaremos en contacto.

—De acuerdo.

Abrí un canal al bus.

—Emergencia —dije—. Deslizador en apuros.

—Este es el expreso al Peñasco de Sim. ¿Qué sucede? —respondió una voz femenina.

—Hay un deslizador cayendo a cuatro kilómetros delante de ustedes y a unos pocos grados de su control. Su altura actual es de unos doscientos metros.

—Sí, tengo la señal.

—Un piloto, sin pasajeros. Ha habido una explosión. El piloto parece haberse roto una pierna.

—En mal momento —respondió—. Bueno, notificaré a la patrulla que voy a tratar de socorrerlo. Hay varios deslizadores partiendo del Peñasco. ¿Cuál es el suyo?

—El que tiene enfrente.

—Debe usted llegar pronto, pero esta cosa no es maniobrable ni en las mejores circunstancias y nadie puede bajar sin terminar empapado. Será mejor que piense cómo va a resolver la situación.

—Bueno —dije estirando la cuerda para probar su fuerza, lo que parecía sustancial—. Tengo una soga.

—La va a necesitar.

—Ya lo sé. Haga lo que pueda. Quédese con ella.

Quinda se inclinaba silenciosamente sobre los controles, tratando de acelerar la máquina. Tenía la cara rígida a la pálida luz de los instrumentos.

A pesar de todo, era adorable.
Y
, pensé,
ahora para siempre inalcanzable.

—¿Por qué? —pregunté.

Se inclinó hacia mí, levantando los ojos. Los tenía llenos de lágrimas.

—¿Sabes lo que has estado buscando? ¿Tienes idea de lo que hay ahí fuera?

—Sí —respondí—. Hay un crucero de guerra.

—Intacto —confirmó—, todo intacto, Alex. Es un artefacto de valor incalculable. ¿Puedes imaginarte lo que significaría caminar por sus plataformas, leer sus archivos, traerlo? Creo que es una de las fragatas, Alex, una de las fragatas…

—Y tú querías recuperarla a costa de nuestras vidas.

—No, nunca estuviste en peligro real. No podría… Pero… la maldita bomba… no… estalló. —Remarcó las palabras—. Y después no te encontraba para advertirte, no lograba encontrarte…

—¿Dónde está el archivo Tanner?

—Lo escondí. No tienes derecho a verlo, Alex. Yo he estado trabajando en este asunto durante mucho tiempo. Tu tío murió. No hay razón para que tú vayas y te quedes con todo.

—¿Pero cómo te involucraste?

—¿No se te ha ocurrido que Gabe no era el único que se preocupaba por el
Tenandrome?

Apareció otra señal en pantalla. Era el equipo de rescate. Pero se hallaba demasiado lejos. Chase estaría en el agua un largo rato antes de que llegaran.

—Eh, deslizador. —Era el piloto del bus—. He echado una mirada a vista de pájaro. El tiempo está feo, pero la he localizado. No está exactamente cayendo, pero pierde altura con rapidez.

—De acuerdo. Chase, ¿has oído?

—Sí. Dime algo.

—¿Algo para hacer?

—Estoy abierta a las sugerencias.

—Entiendo, Chase. Enseguida vamos a llegar.

—No veo aquí nada que flote, excepto tal vez los asientos. Pero están anclados.

—Bueno. Puedes colgarte de ellos durante unos minutos. Ahora vamos a descender. Rápido.

—Puedo ver el bus. Me sigue.

—Vale.

—Chase, ¿podrás salir fácilmente del deslizador? —preguntó Quinda.

—Creo que sí —dijo ella con voz suave—. Lo conseguiré.

—¿Chase? ¿Ese es tu nombre? —Era la conductora del bus.

—Bien, Chase, vamos a buscarte. Tus amigos también. No te pasará nada.

—Gracias.

—Yo no puedo sacarte del agua. El océano está demasiado embravecido para que pueda bajar y alcanzarte.

—Está bien.

—Quiero decir que tengo veinte personas a bordo.

—Está bien. ¿Quién eres?

—Hoch. Mauvinette Hochley.

—Gracias, Hoch.

—Llega el agua. Vas a caer en veinte segundos.

Estábamos abajo, cerca de la superficie. El mar espumoso se agitaba y el viento aullaba. Quinda se había quedado de nuevo en silencio. Yo trataba de arrojar la soga.

Uno de los monitores hizo una señal.

—Desde el bus —indicó Quinda.

Mirábamos el vehículo roto flotando próximo. El bus estaba en ángulo para que sus luces iluminaran la escena. Vimos a Chase en la cabina, aplastada contra el asiento. El deslizador estaba deshecho, lleno de agujeros, con las alas rotas y el fuselaje dañado.

—¿Cuánto tiempo hará falta? —pregunté.

—Tres o cuatro minutos.

—No hay manera-susurré cubriendo el intercomunicador con la mano para que Chase no oyera.

—Llegaremos —dijo Quinda.

Golpeó con fuerza. El deslizador chocó contra las olas y lo envolvió el océano. Llamábamos a Chase, pero nadie respondía.

—¡Se hunde! —gritó Hoch. El deslizador se iba sumergiendo en las aguas blancas con un ala momentáneamente elevada. Luego estalló, con las luces aún encendidas—. Estamos delante. Espero que hubiera una escotilla inferior en este jodido cacharro. —Estaba desesperada.

La respiración de Quinda se tornaba un jadeo nervioso.

—No sale —suspiró—. Alex… —Elevó la voz—. No se va a salvar.

El piloto del bus susurró su nombre.

—Chase, vamos, Chase, mueve el culo.

Nada. La chatarra se hundió en el agua.

Saltamos por encima del pesado y agitado océano cubierto de ribetes blancos.

—¡Eh! ¿Qué haces ahí atrás? —se oyó decir a Hoch.

Se encendió otra cámara exterior. Vimos el cuerpo principal del bus. Apareció un chispazo de luz amarilla y la puerta se abrió de improviso. Una mujer que la había estado empujando casi se cayó.

Se escuchó una retahila de barbaridades de boca de Hoch.

Un hombre, cuyo nombre era Alver Cole y a quien voy a recordar toda mi vida, apareció en la puerta, dudó un momento y saltó al océano. Inmediatamente desapareció en el agua oscura.

Quinda apretó los frenos.

—En un minuto —dijo.

Una de las luces del bus iluminó a Cole, que había vuelto a la superficie y luchaba con la cabina.

Hoch incrementó con sus maniobras y su voz la magnitud de la escena en el agua. El nadador y el vehículo accidentado fueron envueltos por una enorme ola.

—No sé si se puede ver esto en pantalla —comentó el piloto del bus—, pero me parece que ha saltado a rescatarla.

—Hoch —le advertí—, todavía tienes la puerta abierta. Espero que no le permitas a nadie más que se arroje al agua.

—Por Dios, no. —Le pidió a un pasajero que vigilara. Momentos después, la luz se desvaneció y se volvió a encender.

—La patrulla viene enseguida —anunció Quinda—. Llegará en cuatro o cinco minutos.

Del bus salieron gritos de festejo.

—Está flotando —dijo Hoch—. ¡La tiene! —Hoch seguía maniobrando el enorme vehículo, tratando de que las luces de las alas iluminaran el agua.

—Estamos a pocos segundos. Prepárate.

Empujó los frenos y el deslizador se movió a una velocidad media. Nos detuvimos de golpe. Yo tenía la capota cerrada y la empujé hacia fuera. La nieve y la llovizna se introdujeron en el vehículo. Pude ver a través de la superficie resbaladiza del ala, entre luces resplandecientes y un océano adverso.

Quinda hizo girar los asientos delanteros y bajó los respaldos convirtiéndolos en dos camas.

—Hacia tu izquierda —se oyó la voz de Hoch.

—Allí —indicó Quinda. Yo miré justo a tiempo para ver dos cabezas asomando entre las olas.

Estirando la cuerda, la saqué fuera en dirección del ala. Hacía mucho frío y mis manos se helaban. Una repentina ráfaga de viento me golpeó y me hizo resbalar, deslizándome hacia el océano. Con todo, pude colgarme de una lámpara o un artefacto parecido. Terminé retorcido, con ambas piernas hacia arriba y de cabeza al mar. Quinda salió inmediatamente afuera y se estiró hacia el ala para sostenerme por un brazo y una pierna. Pude oír la voz de Hoch sobre el rugido de la tormenta, pero no lo que decía. El océano bramaba amenazador por debajo de mí, mientras seguía colgado de la cuerda. Quinda trató de asegurarme. Una ola se estrelló contra los patines, golpeado violentamente el deslizador y enviando espuma helada al aire.

—Ya te tengo —dijo.

—Bonito equipo de rescate —murmuré, cuando por fin pude conseguir el equilibrio y volver arrastrándome a la posición de sentado.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, gracias.

Me dio un tirón para acomodarme y me introdujo en el vehículo. Una ola nos golpeó de nuevo. El deslizador se zarandeó. Una corriente de agua helada barrió el ala. Quinda hizo vendas de tela con algo que encontró a mano y me las dio. Ocho metros tal vez.

BOOK: Un talento para la guerra
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