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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (28 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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—Tuvieron la gran suerte de ser pocos aquí; Ilyanda es relativamente pequeña. ¿Cuántos serán? Cinco, seis millones máximo. ¿Cuántos Lee puede haber?

—No muchos —acordó Chase.

—Hemos estado mirando los registros viejos. Busquemos un terminal. Había cincuenta y cinco registros en la red de Ilyanda de gente llamada Lee, Leigh, Lea o Li. Comenzamos a indagar.

Casi al instante encontramos a Endmar Lee.

Uno de sus parientes lo describió como el historiador de la familia y nos dio su dirección.

Era verdad. Cuando se dio cuenta de que compartíamos sus intereses, su entusiasmo no tuvo límites. Sacó holos de individuos vestidos como en la época de la Resistencia en Ilyanda: Henry Cortison Lee, que había sido propietario de un negocio de recuerdos en la terminal Richardson y que había visto en persona a Christopher Sim; Polmar Lee, que quería quedarse para defender su hogar contra el Ashiyyur, pero que fue drogado y evacuado por la fuerza.

—Y esta es Jina —dijo—. Era la sobrina de Kindrel. —Chase mostraba signos de impaciencia. La miré de reojo. Suspiró.

Endmar Lee era un hombre bajo, casi frágil, al que le sobraban carnes y palabras. Era joven, aunque le faltaban la energía y la seguridad de la juventud.

—Ah —exclamó por fin, proyectando un holo en el medio de la habitación—. Aquí está ella. Creemos que fue tomado antes de la guerra.

Era atractiva, huesuda y de hombros amplios, quizá ligeramente anodinos. Cabello oscuro largo.

No era el tipo de persona que se preocuparía por los asuntos de los demás.

—¿Qué sabe de ella? —le pregunté.

—No mucho —respondió Lee—. No creo que haya nada de particular en Kindrel. Lo pasó mal desde joven…

—¿Qué quiere decir?

—Su esposo murió al tercer año de casados. Un accidente naval o algo así. No sé los detalles; se perdieron. Después, al poco tiempo, empezó la guerra.

—A lo mejor eso la alivió un poco —acotó Chase—. Hizo que se concentrara en otras cosas.

Lee dudó.

—Sí. —La palabra se alargó, dejando algo sin decir.

—¿Volvió después de la guerra?

—Sí, con los demás.

—¿Le dice algo el nombre de Leisha Tanner?

Pensó un rato y negó con la cabeza.

—No les puedo decir que sí. ¿Tiene alguna conexión con Kindrel?

—No lo sabemos —dijo Chase—. ¿Se volvió a casar Kindrel?

—No —respondió—. O al menos no estaba casada cuando se fue de Ilyanda. Después perdimos su rastro. Pero a partir de entonces lo pasó mejor. El último holo que tenemos de ella… —dijo, al tiempo que trasteaba con los mandos del equipo— es este.

Se la veía de nuevo, ya un poco mayor, de pie junto a Jina, su sobrina de mediana edad. El parecido entre las dos era asombroso.

—Kindrel era un poquito salvaje, a mi entender. Tenía un yate y pasaba largas temporadas a bordo haciendo cruceros. A veces iba sola, a veces con amigos. Puede que tuviese algún problema con las drogas.

»Quería mucho a su sobrina. Jina murió cuatro años después de este holo, pero no se menciona que Kindrel asistiera al funeral. Eso fue en 707. Lo que sugiere que ya no estaba en Ilyanda para entonces, aunque sí sabemos que aún se encontraba aquí en 706. Esto precisa la fecha de partida.

—Sí —asentí. Pensando todo esto en tiempo estándar, decidí que Kindrel había dejado su mundo natal aproximadamente cuarenta años después del ataque—. ¿Cómo sabe que todavía estaba aquí en 706?

—Tenemos un documento fechado por ella.

—¿Qué documento?

—Un certificado médico —respondió, tal vez con demasiada celeridad.

—¿Tenía hijos?

—No, que yo sepa.

Chase estudió a la mujer del holo: Kindrel a una edad avanzada.

—Tiene razón —dijo dirigiéndose a Lee.

—¿Acerca de qué?

—Se nota que tenía dificultades.

Sí, pensé. Las tenía. No era simplemente que se hubiera hecho vieja, que su antigua exuberancia hubiera disminuido, sino que su expresión se había hecho distante, distraída, vaga.

Chase apoyó el mentón sobre los puños y se puso a estudiar la imagen.

—¿Cuál era su conexión con Matt Olander?

La expresión de Lee no cambió, pero hubo una reacción, un tic, un parpadeo, algo.

—No entiendo.

—Señor Lee. —Me incliné hacia delante y traté de adoptar una actitud inquisitiva—. Sabemos que Kindrel conocía a Matt Olander. ¿Por qué no nos habla de eso? —Él se hundió profundamente en su silla, exhaló un suspiro y fijó su atención en el holo. Yo traté de parecer cautivadoramente franco—. Estoy dispuesto a pagar por la información. —Mencioné una suma que me pareció generosa.

—¿Quién es usted, de todas formas? —me preguntó—. ¿Por qué se preocupa por estas cosas?

—Somos investigadores de la Universidad de Andiquar. Nos gustaría saber la verdad. Si le preocupa que se sepa algo privado, no se aflija. Le garantizamos discreción.

—Los investigadores no tienen tanto dinero —protestó—. ¿Qué es todo esto? —Por el modo en que preguntó, supe que él sabía lo que buscábamos.

—El dinero es de una beca del Gobierno. Si no está interesado, tenemos otras pistas.

—Dígame una.

—Me parece que estamos perdiendo el tiempo aquí, Alex —dijo Chase frunciendo el ceño.

—No. —Lee presionó el control del equipo y el holo desapareció—. Escuchen. ¿Quieren mi opinión acerca de lo sucedido? Se la doy gratis.

Esperamos.

—Olander murió tal como se dice; eso que ustedes persiguen es un engaño. —Respiró profundamente—. No hay nada oculto. —La mirada se le había endurecido y los ojos achicado.

—Puedo transferir los fondos ahora —repliqué—. ¿Qué quiere decir con que es un engaño?

—El dinero viene bien —comentó—, pero no es lo fundamental. No quiero que se burlen de mí.

—Nada de eso —dije.

—Les puedo decir que esto no me gusta y que no quiero que circule. ¿Me sigue?

—Sí —respondí—. Entiendo.

—Hay una carta de Kindrel. No debería mostrársela a nadie. Pero ya lo he hecho una vez, así que tal vez una vez más no importe. Pero mírenla aquí y no se lleven nada. Ni saquen copias. Si insisten en darme algo, que sea al contado; no quiero registros.

—De acuerdo —respondí.

—Porque —siguió—, si pasa algo, voy a negarlo, voy a negarlo todo.

Chase se le acercó y lo tomó del brazo.

—Está bien. No le vamos a causar problemas. —Me miró y volvió a mirar a Lee—. ¿Quién más vino a ver el documento?

—Un hombre alto, de piel y ojos oscuros. —Nos miró a ver si le reconocíamos—. Hace tres meses.

—¿Cómo se llamaba?

Volvió a su intercomunicador, le habló brevemente y alzó la vista de nuevo.

—Hugh Scott.

15

«Había pocos soldados profesionales entre los dellacondanos. Sim llevó a cabo sus milagros con analistas de sistemas, profesores de literatura, músicos y oficinistas. Tendemos a recordarlo primordialmente como un estratega y un técnico. Pero nada de esto habría importado si no hubiera poseído la capacidad de conseguir de personas comunes un comportamiento extraordinario.»

Harold Shamanway

Comentarios de la última guerra

Anexo:
El testimonio de Kindrel Lee
.

Punto Edward

13/11/06

«No sé si alguien leerá estas líneas. No tengo ninguna otra razón al registrar estos hechos que aceptar de modo visible mi propia responsabilidad, de la que no creo poder liberarme en vida.

Dejo esto bajo el cuidado de mi sobrina, Jina, que conoce su contenido y que ha sido mi amiga y confidente durante toda esta odisea, para que actúe como ella considere mejor.»

Kindrel Lee.

«A mí, Ilyanda siempre me ha dado la sensación de estar embrujada.

Hay algo que se cierne sobre sus mares neblinosos y sus archipiélagos rotos, que respira en sus bosques continentales. Se deja sentir en las extrañas ruinas, que quizás hayan sido dejadas por los hombres, o quizá no. O en el aromático ozono de las tormentas que sacuden Punto Edward cada noche con una puntualidad que nadie se ha explicado aún. No es accidental que varios escritores modernos de ficción sobrenatural hayan ambientado sus relatos en Ilyanda, bajo sus heladas estrellas y sus lunas inquietas.

Para los varios miles de habitantes del planeta, la mayoría de los cuales viven en Punto Edward, al norte del más pequeño de los tres continentes de ese mundo, tales opiniones son exageradas. Pero, para aquellos que hemos viajado a lugares más mundanos, es un lugar de frágil belleza, de voces nunca escuchadas, de oscuros ríos que arrastran lo desconocido.

Nunca estuve tan atenta a sus cualidades sobrenaturales como durante las semanas siguientes a la muerte de Gage. Contra todos los consejos de los amigos, llevé al
Meredith
al mar, decidida con la perversa determinación que suele invadir a la gente en tales momentos, a volver a ver de nuevo algunas de las cosas que habíamos compartido el primer año, afilando así el cuchillo de la melancolía. Y, de algún modo indefinido, esperaba recobrar parte de aquellos días perdidos, quizás a partir de la idea de que, en esos océanos fantasmales, todas las cosas parecían posibles.

Navegué hacia el hemisferio norte y rápidamente me perdí en las Diez Mil Islas.»

Mientras Kindrel Lee atravesaba esos mares cálidos, la guerra se acercaba.

Cuando ella regresó a Punto Edward quedó espantada, horrorizada de encontrarlo desierto. La flota de evacuación de Sim, desconocida para ella, había llegado y partido.

Ella describe su conmoción inicial, sus crecientes intentos desesperados por encontrar algún otro ser humano en las calles vacías y en las áreas comerciales desoladas.

«Nadie me acusó jamás de tener una imaginación fértil, pero yo estaba de pie atónita escuchando la ciudad: el viento, la lluvia, el barro, el agua que golpeaba las piedras, el repentino y audible chirriar de una puerta, el ruido lejano de las máquinas encendidas para nadie y el alegre golpeteo del piano electrónico en el Edwardiano. Algo se movía por todos esos lugares con paso invisible.»

Las luces de la ciudad estaban encendidas y brillaban. El aire, lleno de señales de radio. Incluso escuchó una conversación entre un remolcador que se aproximaba y la estación orbital que indicaba que el vuelo regular en el aeropuerto espacial Richardson se haría como de costumbre.

Por fin fue hacia Richardson, que estaba localizado a veintidós kilómetros fuera de la ciudad. A mitad de camino comenzó a tener signos evidentes de la partida. De hecho, casi se estrelló contra un bus de la ciudad que, en la inminencia de la evacuación, había quedado abandonado en una curva que ella tomó a gran velocidad.

El remolcador que debía llegar nunca apareció. Sin saber aún lo que estaba sucediendo y en un estado de pánico creciente, Kindrel se dirigió a una oficina de seguridad, aquella en la que su marido había trabajado, y se proveyó de un arma láser. Poco después, en las alturas del edificio de la terminal, se encontró con Matt Olander.

«No sé en qué momento me di cuenta de que no estaba sola. Unas pisadas, tal vez. Llovía torrencialmente y el viento soplaba sin cesar. Sin embargo oí algo que me hizo estar alerta, consciente de mi propia respiración.

Mi primer impulso fue abandonar el edificio, volver al vehículo y tal vez al bote. Pero persistí, sintiendo el sudor que corría por mis costillas.

Recorrí las oficinas una por una, con el arma preparada en mi bota; deliberadamente no la sostuve en la mano. Tenía cierto pánico.

Me había detenido en un salón de conferencias dominado por una escultura. Un hológrafo que alguien había olvidado apagar se prendía y apagaba esporádicamente en la punta de una mesa tallada. Media docena de sillas en desorden, varias tazas de café abandonadas y varios anotadores estaban desparramados por allí. Se podría haber pensado que se desarrollaba una conferencia y que los participantes volverían de un momento a otro.

Activé el holo y revisé los anotadores. Habían estado hablando de técnicas de motivación.

De repente, cerca, ¡estallaron unos vidrios!

Fue de golpe. Los ecos cruzaron la habitación y se oyeron explosiones que se intensificaron gradualmente, mezcladas con la vibración de los muros, y que persistieron en un chillido agudo.

En algún lugar alto, en el Salón de la Torre, el restaurante de la azotea. Fui con el ascensor hasta la terraza, salí a un enorme patio y comencé a caminar por él en la noche solitaria.

En la niebla, el Salón de la Torre era poco menos que una presencia ubicua, amarillenta, con sus ventanas de barrotes que daban a un exterior de piedra, con las columnas de mármol que sostenían una galería con arcos, un molino de agua y un antiguo atril de latón que sostenía el menú y cuyas luces ya no funcionaban.

Se oía una música suave que provenía del interior. Empujé una puerta y espié el interior iluminado por velas electrónicas que brillaban en botes humeantes. El Salón de la Torre era una especie de gruta subterránea.

Era una construcción de arcadas y grutas de piedra dividida por cursos de agua, dispensadores de ensalada, rocas falsas y un bar muy reluciente. La luz azul y blanca destellaba contra las piedras y la plata. De la boca de las ninfas salían corrientes cristalinas que se deslizaban por angostos canales entre puentecillos. Posiblemente en otra época debió de ser un lugar menos elegante, un restaurante en el cual la clientela y la conversación habrían traicionado las expectativas del arquitecto. Pero esa noche, en medio de la calma que envolvía a la Torre Azul, con las mesas vacías y abandonadas, hasta las luces titilantes de las jarras de vidrio herían la vista con el brillo constante de las estrellas.

Hacía fresco. Tuve que ponerme la chaqueta sobre los hombros. Me pregunté qué habría pasado con la calefacción. Crucé uno de los puentes, caminé a lo largo del bar y me detuve para alcanzar el nivel inferior. Todo estaba preparado con elegancia: las sillas en su lugar, la plata sobre los manteles rojos, las salsas y los condimentos dispuestos junto a las mesas.

Estaba a punto de llorar. Enganché una silla con el pie, la aparté de la mesa y me hundí exhausta en ella.

Oí pasos y una voz que dijo:

—¿Quién está ahí?

Terror.

Más pasos. Por detrás. Un hombre de uniforme.

—Hola —saludó alegremente—, ¿estás bien?

Asentí sin demasiada seguridad.

—Desde luego —respondí—. ¿Qué es lo que sucede? ¿Dónde está la gente?

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