Read Un talento para la guerra Online
Authors: Jack McDevitt
—Estoy buscando a Hamel Wricht —dije.
Hizo una pequeña reverencia y me dio paso.
—¿Le conozco?
—Mi nombre es Benedict —repliqué, expectante—. Vengo por lo de Leisha Tanner.
—¿Quién? —Estaba realmente confuso. Y no parecía ser la clase de persona interesada en objetos refinados.
—Usted tiene una copia de sus diarios —insistí.
—No tengo idea de lo que me habla, señor.
En resumen, me había equivocado de hombre.
—¿Hay otro Hamel Wricht aquí, en alguna parte? —pregunté—. ¿Su padre, tal vez?
—No. —Comenzaba a cansarse.
—¿No respondió usted a una solicitud de material sobre Leisha Tanner? ¿No dijo que tenía una copia de sus diarios?
—Usted me ha confundido con otra persona: yo no hice tal cosa. Alquilo apartamentos. ¿Quiere alguno?
De nuevo fuera, me comuniqué con Jacob y le dije lo que había sucedido. Me respondió que era algo insólito.
—¿No se te ocurre otra cosa?
—Aparentemente, la transmisión era falsa. Debes tener mucho cuidado. —Me sentí incómodo—. Alguien quería sacarte de aquí —continuó Jacob—. Es necesario que insista en que estamos tratando con gente que ya ha demostrado no tener escrúpulos. Si el objetivo tras el que iba tu tío tenía algún valor intrínseco, es posible que alguien quiera quitarte del medio.
—¿Y por qué me enviaría al otro lado del globo para eso?
—Hay accidentes —respondió—. Y los accidentes son especialmente frecuentes en los viajes. Tal vez sea un alarmista, pero, por favor, ten cuidado.
Los horarios de los vuelos no eran buenos, tardé treinta horas en llegar a Andiquar. Nadie atentó contra mi vida, aunque vi a varios sospechosos entre mis compañeros de viaje. Incluso me encontré preguntándome si «ellos» (así llamaba ahora a mis antagonistas) tratarían de destruir el intercontinental con todo el pasaje a bordo para deshacerse de mí. Consideré esa posibilidad y la deseché varias veces, según oía periódicamente alguna advertencia acerca de la seguridad del vuelo.
También consideré, de forma cruel, la posibilidad de que Gabe hubiera sido asesinado.
No.
Aparté de mí ese pensamiento. Era ridículo.
Sin embargo, me sentí feliz de poner los pies en tierra firme. Era de noche cuando mi taxi cruzó el Melony y comenzó su descenso en Northgate. Tan pronto como vi la casa, me di cuenta de que algo iba mal. Las ventanas estaban oscuras y a Jacob le gustaba la luz. De cualquier manera, estaba programado para tener la sala bien iluminada cuando yo no estaba.
—Jacob —pedí por el intercomunicador—, las luces, por favor. —No hubo respuesta. Ni siquiera un chirrido—. ¿Jacob?
La casa estaba en total oscuridad, en contraste con las luces de la calle.
Aterrizamos sobre la nieve recién caída. El contador calculó la tarifa y me devolvió la tarjeta.
—Gracias, señor Benedict, y buenas noches.
Entré a toda velocidad y me dirigí a la puerta, que se abrió al tacto; eso quería decir que la energía estaba cortada. Me dirigí a la cocina, busqué una lámpara portátil y fui al sótano. Hacía frío allí abajo. Algunos copos de nieve entraban a través de la ventana rota.
Varios cables eléctricos habían sido sacados de sus tomas, como la vez anterior. ¿Quién iba a pensar que volverían?
Reinserté las líneas, y la energía volvió. Vi que se encendían las luces mientras subía las escaleras. Entonces oí la voz de Jacob.
—Alex, ¿eres tú?
—Sí. —Llegué hasta la cocina—. Puedo adivinar lo que ha sucedido.
—No tomamos precauciones.
—No —reconocí—. Pensé en hacerlo, pero nunca lo tomé en serio.
—Ni siquiera reinstalamos la alarma contra robo. Esta vez los ladrones han trabajado a su antojo.
—¿Estás bien? ¿No te han hecho nada?
—Aparentemente no. Pero creo que deberíamos considerar la idea de proveerme de algún sistema defensivo, quizá un sistema néurico.
—Lo pensaré.
—Algo que los espante y nada más. No quiero lastimar a nadie.
—¿Se habrán ido? ¿Hay alguien arriba? —Agucé el oído tratando de escuchar si había ruidos en los pisos superiores.
—No detecto movimientos de animales grandes en el edificio. ¿Qué hora es?
—Cerca de las nueve.
—Debo de haber estado fuera de servicio unas once horas.
—¿Qué se han llevado?
—Estoy haciendo inventario. Todos los sistemas de datos parecen estar íntegros. Creo que no se han llevado nada. Al menos, nada relacionado conmigo. Todos los sistemas catalogados responden. Los sensores señalan disturbios en tu habitación. Algo ha ocurrido allí.
En un instante, nos dirigimos arriba y hacia la parte posterior de la casa. Jacob tenía todas las luces en su lugar para cuando llegué.
Habían desecho la cama; las almohadas y almohadones estaban tirados y la mesita de luz volcada. Pero nada más.
—¿Qué diablos pasa? —exclamé.
—No puedo ni imaginarme por qué alguien ha atacado tu cama.
El mundo se me antojó de pronto desnudo y frío.
—Creo que esta noche voy a dormir abajo, Jacob. —Me di la vuelta, pero enseguida recordé algo y volví al cuarto.
—El libro —dijo Jacob, comprendiendo inmediatamente.
Rumores de la Tierra
, de Walford Candles, había estado en la mesita de noche. Pero ahora no lo encontrábamos por ninguna parte. Me arrodillé y miré debajo de la cama.
—¿Lo ves en algún lado, Jacob?
—No está en la casa.
—¿Y los otros libros de Candles?
Hubo una pausa.
—Están aquí.
—Esto no tiene sentido. ¿Era una edición rara o exclusiva?
—No. Al menos, que yo sepa.
—¿Entonces, lo podrían haber comprado sin ninguna clase de problema?
—Creo que con bastante facilidad.
Enderecé la mesita de noche, tomé un par de almohadas y bajé la escalera. Cada vez más absurdo.
—Jacob, ¿qué sabemos de la expedición de Llandman?
—Puedo brindarte bastante información; varios libros de excelente calidad tratan el asunto.
—No quiero nada más para leer. Dime lo que sabemos.
—Llandman fue un respetable arqueólogo durante cuarenta años. Su fama se inició en Vlendivol…
—Está bien. Creo que podemos saltarnos eso. ¿Qué pasó con la pérdida del
Regal?
—1402. ¿Sabías que tu tío también estaba en eso?
—Sí, pero pensé que solo se trataba de un artefacto perdido. Aparentemente fue un problema mayor.
—La única fragata dellacondana que se sabía que había sobrevivido a la guerra era el
Rappaport.
Está expuesta en el Museo Naval de Hrinwhar en Dellaconda. De hecho, en gran medida, es el museo. Pero ha sido objeto de una considerable controversia. Se perdieron los sistemas de proceso de datos, los de propulsión y las armas. Nunca se hallaron. La teoría es que los oficiales del museo lo sacaron todo para asegurarse de que nadie hiciera estallar una carga nuclear en la oficina de personal.
—Una postura bastante razonable.
—Sí, pero, por desgracia, quienquiera que sacara las piezas no las conservó. Hay muchas cosas que a los historiadores les hubiera gustado saber, pero, sin los equipos, el
Rappaport es
un enigma. No ayuda a nadie.
—Consecuentemente, la recuperación de una nave de guerra dellacondana habría sido un hallazgo maravilloso.
Pensé en Llandman y en el
Regal.
Jacob lo adivinó.
—No tuvo suerte —dijo—. Sin embargo, el hallazgo de la nave fue un logro considerable. Trabajó en el asunto durante cuarenta años. Cuando lo encontró estaba a ciento setenta y cinco billones de kilómetros del campo de batalla, lo que te dará alguna idea de la magnitud de los cálculos.
—Quinda pensaba que había sido destruida a propósito, Jacob. ¿Qué sabemos de lo que pasó en realidad?
—Podría tener razón. Poco después de que el equipo de investigadores subiese a bordo, un arma nuclear se activó y estalló una secuencia de ignición. Sistemas dañados, manipulación descuidada, sabotaje… No se sabe. Llandman dedicó casi toda su vida a reactivar el buque, pero en realidad ninguno de ellos sabía demasiado acerca de los sistemas.
—¿Qué pasó después?
—Se habló por un tiempo de otra expedición. Otra nave. Pero eso quedó en nada. Al final todo terminó en burla. Llandman se deprimió tanto que enfermó y acabó retirándose. Al final de su vida se convirtió en un hombre amargado. La burla también recayó en parte sobre tu tío. Pero Gabe era fuerte y mandó al diablo a todos los que lo criticaron.
—¿Qué se hizo finalmente de Llandman?
—Estoy mirando los registros. Tomó una sobredosis o algo así. La autopsia nunca se realizó. Sufría de muchos problemas médicos; sin embargo no se descarta el suicidio. Aparentemente no dejó ninguna nota.
—¿Por qué dices «aparentemente»?
—Porque un primo suyo dijo haber visto una. Si fue así, la familia nunca lo dio a conocer.
—Comprensible.
—Sí. Fue un final triste para un hombre de gran talento.
Lo recordé llevándome a través de lugares perdidos en ciudades muertas. Me vino a la memoria su sonrisa y su mano fuerte que me ayudaba a pasar por sitios difíciles con el equipo de excavación a cuestas.
—Incluso hubo rumores de que él mismo destruyó el buque. Deliberadamente.
—¡Eso es una locura!
—Es lo que parece. —El tono de Jacob desechó la idea por fútil—. Cambiando de tema, encontré más información acerca de Matt Olander mientras estuviste fuera.
—¿Quién?
—Olander. El amigo desaparecido de Leisha Tanner. Resulta que está enterrado en Ilyanda. Estuve leyendo en una guía de viajes de turismo. ¿Sabías que Ilyanda es un lugar turístico muy popular? —Yo no lo sabía—. Se conserva bastante agreste, inexplorado, con posibilidades de caza y pesca y algunas ruinas que todavía no han sido estudiadas. Allí es muy respetada y admirada la figura de Christopher Sim, a juzgar por el número de bulevares, parques y universidades que llevan su nombre. Creo que la razón es que durante los peores días de la Resistencia los salvó a todos.
—La evacuación —dije.
—Sí. En la época de la guerra, toda la población de ese mundo estaba concentrada en Punto Edward. Había veintidós mil personas, y Sim se enteró de que el Ashiyyur planeaba bombardear la ciudad.
—Otro rompecabezas. Ninguno de los bandos atacó áreas pobladas en la guerra.
—Excepto Punto Edward. Tal vez podrías visitar a tu amigo S'Kalian nuevamente y preguntarle por qué. De cualquier manera, Sim se llevó de allí todo lo que pudo: grandes naves comerciales donadas por Toxicón y Aberwehl, una flota de transportes y sus propias fragatas. Y a toda la población. Pero, por alguna razón, el viejo amigo de Tanner permaneció allí. Los ilyandanos cuentan una leyenda según la cual él habría vivido en Punto Edward en su juventud y conocido allí a su esposa.
—Jill.
—Sí, Jill. Murió durante el asalto a Cormoral. De cualquier modo, los ilyandanos dijeron que él permaneció en Punto Edward porque sabía que la ciudad iba a morir y pensó que alguien tenía que defenderla. Su tumba se encuentra cerca del puerto espacial. Ha sido convertida en un parque conmemorativo. Hay algo más que podría interesarte. Estoy investigando los informes de transporte. Esto es técnicamente confidencial, pero resulta que una unidad de Lockway Travel me debe un favor. Tu tío partió de aquí para Dellaconda dos meses antes de la desaparición del
Capella.
—Dellaconda —exclamé—. La patria de Christopher Sim.
—Sí. Más aún. Al parecer, Gabriel fue varias veces allá durante el pasado año.
—Jacob, todo esto reconduce a la Resistencia. Pero me he roto la cabeza pensando y no encuentro la relación entre la guerra ocurrida hace doscientos años y el
Tenandrome.
—Yo tampoco. Tal vez alguien robó los salarios y escondió todo el dinero en La Dama Velada.
—Bueno, maldita sea, algo tuvo que suceder. Tal vez sea hora de ver la zona del combate.
Jacob acató la orden.
Disminuyó la intensidad de la luz, y el parpadeo de las estrellas llenó la sala.
—El campo de batalla puede definirse como un espacio aproximadamente de ciento veinte años luz de amplitud y cuarenta de profundidad, extendida entre Miroghol y Wendríkan. —Se veían dos estrellas, flotando en zonas opuestas, momentáneamente iluminadas, una en azul, otra en blanco—. El viaje más rápido entre ambas, en hiperespacio, no bajaría de seis días.
—¿Y en una nave moderna?
—Más o menos igual. Hemos usado el armstrong durante quinientos años y en verdad no se ha podido aumentar la velocidad. No sé por qué, pero podría intentar una explicación si lo deseas.
—No hace falta.
—Estamos contemplando dicha área desde el lado humano. El centro de la influencia ashiyyurense, tal como era al comienzo de la guerra, está cruzando el cuarto. —Un banco de aproximadamente una docena de estrellas brilló por un instante con más intensidad, para decrecer luego, excepto un rústico sol rojo cuya identidad pude adivinar—. Yenmasi —dijo Jacob.
Allí había comenzado todo. Una colonia humana, plantada en Imarios, el cuarto mundo de Yenmasi, se hallaba en conflicto por un problema trivial de impuestos. Y allí, cercana, estaba Mistinmor, el sol amarillo que iluminaba los cielos del mundo gemelo, Cormoral, cuyas naves de guerra habían intervenido y cuya destrucción había galvanizado los mundos fronterizos.
Todo sucedió allí: el supergigante azul Madjnikhan, la patria del desafortunado Bendiri, que había enviado a su único crucero para asistir a los dellacondanos; el dorado Casteleman, donde varias de las fragatas de Sim se habían perdido en el vano esfuerzo por salvar la Ciudad del Peñasco; la solemne belleza de una docena de estrellas cuyo paradigma simétrico exhibía un cilindro de varios años luz denominado La Ranura, donde una pequeña fuerza de naves aliadas había infligido una devastadora derrota a la Armada ashiyyurense; el sol amarillo Minkiades (muy semejante al Sol de la Tierra), todavía despreciado porque sus dos populosos mundos, llenos de temor, se habían aliado a los invasores; la enana blanca Kaspadel, estrella madre de Ilyanda, y el brillante y blanco Rigel, donde Sim y su crucero habían muerto…
—Veamos La Dama Velada.
—Cambio de escala —explicó Jacob. La zona de guerra se redujo a una nube brillante del tamaño de la chimenea y se retiró de las ventanas. En el centro de la habitación, apareció una segunda mancha luminosa—. La Dama Velada. La distancia del punto más cercano en el sector de combate al vértice de la nebulosa es aproximadamente de ciento diez años luz.