—¡Claro que no! Eso corre parejas con su comportamiento durante estos últimos tiempos... ¡Una locura! Es inexplicable. Hay que impedirle... yo...
Percival se detuvo bruscamente. El color desapareció de su rostro.
—Había olvidado... —dijo—. Por un momento me olvidé de que mi padre ha muerto...
El inspector Neele hizo un gesto de asentimiento.
Percival Fortescue se preparaba para marcharse... puesto que recogiendo su sombrero, dijo:
—Si me necesitan ustedes para algo, avísenme. Pero supongo... que irán a Villa del Tejo.
—Sí, señor Fortescue. He dejado allí a uno de mis hombres.
Percival encogióse de hombros.
—Será muy agradable. ¡Pensar que ha ido a sucederme una cosa así!...
Suspirando se dirigió hacia la puerta.
—Estaré en la oficina la mayor parte del día. Hay que ver un montón de cosas. Pero por la noche iré a Villa del Tejo.
—Muy bien, señor.
Percival Fortescue abandonó la estancia.
—Percy el Atildado —murmuró Neele.
El sargento Hay, que se hallaba sentado junto a la pared, alzó la vista y dijo, interrogadoramente:
—¿Sí?
Y al ver que no obtenía respuesta, preguntó:
—¿Qué deduce de todo esto, señor?
—No lo sé —respondió Neele. Y repitió en voz baja—: Son todos muy desagradables.
El sargento Hay pareció algo intrigado.
—Alicia en el país de las maravillas —dijo Neele—. ¿No conoce a Alicia, Hay?
—Es un clásico, ¿verdad, señor? —aventuró Hay—. Esas cosas que dan por la radio. Yo no escucho esos programas.
Cinco minutos después de haber dejado Le Bourget, Lance Fortescue desdobló su ejemplar del periódico
Daily Mail
. Un minuto más tarde lanzaba una exclamación de asombro. Pat, sentada a su lado, volvió la cabeza interrogadoramente.
—Es el viejo —dijo Lance—. Ha muerto.
—¿Tu padre ha muerto?
—Sí, parece ser que se encontró repentinamente enfermo en su despacho y le llevaron al Hospital de San Judas, donde murió poco después de su ingreso.
—Querido, ¡cuánto lo siento! ¿De qué fue, de un colapso?
—Supongo. Eso parece.
—¿Había tenido antes algún ataque?
—No; que yo sepa, no.
—Creo que nunca se muere del primero.
—¡Pobrecillo! —suspiró Lance—. Nunca pensé tenerle gran afecto, pero de todas formas, ahora que está muerto...
—¡Pues claro que le querías!
—Todos no tenemos tu buen carácter; Pat. Oh, bueno, parece que la suerte ha vuelto a abandonarme.
—Sí. Es extraño que haya ido a ocurrir precisamente ahora. Cuando estabas dispuesto a volver a tu casa.
Lance volvióse, sorprendido.
—¿Extraño? ¿Qué quieres decir?
—Pues que es mucha coincidencia.
—¿Quieres decir que todo lo que emprendo me sale mal?
—No, cariño, no quise decir eso. Pero arrastras una racha de mala suerte.
—Sí. Tienes razón.
—Lo siento mucho —volvió a decir Pat.
Cuando llegaron a Heath Row y se disponían a bajar del avión, un oficial de la Compañía aérea gritó con voz clara:
—¿Se encuentra a bordo el señor Lancelot Fortescue?
—Aquí estoy —advirtió Lance.
—¿Quiere pasar por aquí señor Fortescue?
Lance y Pat le siguieron, precediendo a los demás pasajeros. Al pasar ante una pareja sentada en el último asiento oyeron que el hombre susurraba al oído de su esposa:
—Deben de ser contrabandistas muy conocidos. Les cogieron con las manos en la masa.
—Es fantástico —dijo Lance—. De lo más fantástico. —Al otro lado de la mesa se hallaba el inspector detective Neele.
El inspector hizo un gesto de asentimiento.
—Taxina... Tejos... parecen cosas de folletín. Me atrevo a asegurar que a usted le resultan bastante corrientes, inspector. Cosas de su trabajo cotidiano; pero un envenenamiento en nuestra familia resulta algo absurdo.
—Entonces, ¿no tiene la menor idea de quién pudo envenenar a su padre? —preguntó el inspector Neele.
—¡Claro que no! Me figuro que tendría bastantes enemigos en el negocio, montones de personas que hubieran querido despellejarla vivo, hundirle financieramente... ya sabe, pero ¿envenenarle? De todas formas yo no puedo saberlo. He pasado muchos años en el extranjero y sé muy poco de lo que ha estado ocurriendo en mi casa.
—Eso es precisamente lo que quería preguntarle, señor Fortescue. He sabido por su hermano que había cierta tirantez entre usted y su padre que ha durado muchos años. ¿Quisiera decirme cuáles han sido los motivos de su regreso al hogar?
—Desde luego, inspector. Tuve noticias de mi padre, hará unos... déjeme pensar... sí, unos seis meses... poco después de mi boda. Mi padre me escribió dándome a entender que estaba dispuesto a olvidar lo pasado, y sugiriéndome que volviera a casa para trabajar en el negocio. Era bastante vago en sus términos y yo no estaba muy seguro de querer atender a su petición. De todas formas la decisión final la tomé cuando vine a Inglaterra... sí, en el mes de agosto pasado, hace sólo tres meses. Fui a verle a Villa del Tejo, y debo confesar que me hizo una oferta muy ventajosa. Le dije que tenía que pensarlo y consultar con mi esposa. Se hizo cargo. Volví en avión a África Oriental y lo hablé con Pat. Decidí aceptar su oferta. Tuve que liquidar todos los asuntos que tenía allí, pero me avine a hacerlo antes del día treinta del mes pasado. Le dije que le cablegrafiaría la fecha de mi llegada a Inglaterra.
El inspector Neele carraspeó.
—Su llegada parece haber causado gran asombro a su hermano.
Lance sonrió. Su rostro atractivo pareció iluminarse de puro regocijo.
—No creo que Percy lo supiera —aclaró—. Cuando vine a ver a mi padre él estaba en Norway de vacaciones. Si quiere usted saber mi opinión, me parece que el viejo escogió expresamente esa ocasión para llamarme. Obraba a espaldas de Percy. En resumen, tengo la firme sospecha de que la oferta de mi padre tuvo que ver con la disputa que tuvo con mi hermano Percy... o Val, como prefiere que le llamen. Val ha estado intentando gobernar al pobre viejo, pero oí nunca hubiese consentido semejante cosa. No sé las causas que motivaron su discusión, pero estaba furioso. Y creo que consideró una buena idea hacerme volver y de este modo desarmar a Val. En primer lugar nunca le agradó la esposa de Percy, y le satisfizo en gran manera mi matrimonio. Por lo visto consideró una idea muy divertida el hacerme volver a casa y enfrentar a Percy con el hecho consumado.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted en Villa del Tejo en aquella ocasión?
—¡Oh, no más de un par de horas! No me invitó a pasar la noche. Estoy seguro de que era una ofensiva secreta a espaldas de Percy. Creo que ni siquiera quiso que lo supieran los criados. Como le dije ya, quedamos en que lo pensaría, lo hablaría con Pat y luego le comunicaría mi decisión por escrito, cosa que hice. Le escribí anunciándole la fecha aproximada de mi llegada, y por último ayer le puse un telegrama desde París.
El inspector Neele asintió.
—Un telegrama que sorprendió mucho a su hermano.
—Me lo figuro. Sin embargo, como de costumbre, Percy es el que gana. Yo he llegado demasiado tarde.
—Sí —repitió Neele, pensativo—, ha llegado demasiado tarde. —Y prosiguió en tono más animado—. En ocasión de su visita del pasado agosto, ¿se encontró con algún otro miembro de la familia?
—Mi madrastra estuvo a tomar el té.
—¿No la había visto anteriormente?
—No —sonrió—. Desde luego, el viejo sabía escoger. Debe tener treinta años menos que él.
—Perdonará que le haga esta pregunta, pero ¿le molestó la boda de su padre, o tal vez a su hermano?
Lance pareció sorprendido.
—A mí, desde luego, no; y tampoco creo que Percy lo sintiera. Después de todo, nuestra madre murió cuando tendríamos... ¡Oh!, diez y doce años Lo que me sorprende es que no hubiera vuelta a casarse antes.
El inspector Neele murmuró:
—Puede considerarse un gran riesgo el casarse con una mujer mucho más joven que uno.
—¿Sé lo ha dicho mi querido hermano? Parece cosa de él. Percy es un gran maestro en el arte de la insinuación. ¿Es eso lo que ocurre, inspector? ¿Es que sospechan que mi madrastra haya podido envenenar a mi padre?
—Es demasiado pronto para formar una idea definitiva, señor Fortescue —replicó complacido el inspector—. Ahora, ¿puedo preguntarle cuáles son sus planes?
—¿Planes? —Lance meditó unos instantes—. Supongo que tendré que hacerlos de nuevo. ¿Dónde está la familia? ¿Todos en Villa del Tejo?
—Sí.
—Será mejor que vaya yo primero. —Volvióse a su esposa—. Será preferible que tú vayas a un hotel, Pat.
—No, no, Lance. Iré contigo.
—No, querida.
—Pero yo quiero ir.
—La verdad, prefiero que no lo hagas. Vete al... ¡Oh!, hace tanto tiempo que no he estado en Londres... Barnes. El hotel Barnes solía ser un lugar tranquilo y agradable. Supongo que todavía existe.
—¡Oh, sí, señor Fortescue!
—Bien, Pat. Te dejaré allí si es que tienen habitación, y yo iré a Villa del Tejo.
—¿Pero por qué no puedo ir contigo, Lance?
El rostro de Lance adquirió una expresión preocupada.
—Con franqueza, Pat. No estoy seguro de ser bien recibido. Fue mi padre quien me invitó a venir, pero mi padre ha muerto. Ignoro a quién pertenece ahora la casa. A Percy, supongo, o tal vez a Adela, De todas maneras, prefiero ver cómo se me recibe antes de llevarte allí. Además...
—Además, ¿qué?
—No quiero llevarte a una casa donde árida suelto un asesino.
—¡Oh!, pero eso es una tontería.
—En lo que a ti respecta, Pat, no voy a correr el menor riesgo.
El señor Dubois estaba preocupado. Hizo pedazos la carta de Adela Fortescue arrojándola a la papelera con gran enojo. Luego, con repentina precaución, los fue recogiendo, uno por uno, y encendiendo una cerilla les prendió fuego hasta verlos convertidos en cenizas.
—¿Por qué tendrán que ser tan estúpidas las mujeres? —musitó entre dientes—. Porque el sentido común... —Pero el señor Dubois reflexionó amargamente que las mujeres nunca tuvieron sentido común. A pesar de que él se había aprovechado de ello muchas veces, ahora le contrariaba. Él había tomado toda precaución posible. Si la señora Fortescue llamaba por teléfono tenían orden de decir que había salido. Ya le había telefoneado tres veces, y ahora le acababa de escribir. Y eso todavía era peor. Tras reflexionar unos instantes dirigióse al teléfono.
—¿Podría hablar con la señora Fortescue, por favor? Sí, el señor Dubois.
Al cabo de un par de minutos oyó su voz.
—¡Vivian, por fin!
—Sí, sí, Adela, pero ten cuidado. ¿Desde dónde me hablas?
—Desde la biblioteca.
—¿Estás segura de que en el vestíbulo no hay nadie escuchando?
—¿Por qué iban a escuchar?
—Pues nunca se sabe. ¿Sigue ahí la policía?
—No; de momento se han marchado. ¡Oh, Vivian, querido, ha sido
horrible
!
—Sí, si, me lo figuro, Pero escucha, Adela, tenemos que andar con mucho cuidado.
—¡Oh, claro, querido!
—No me llames querido por teléfono. No es seguro.
—¿No crees que exageras un poco, Vivian? Al fin y al cabo hoy en día todo el mundo se llama querido.
—Sí, sí. Pero escucha.
No me telefonees ni me escribas.
—Pero, Vivian...
—Comprende, es sólo de momento.
Hay que tener cuidado.
—¡Oh, está bien! —Su voz sonaba algo ofendida.
—Escucha, Adela. Mis cartas. Las quemaste, ¿verdad?
Hubo un instante de vacilación antes de que Adela Fortescue respondiera:
—Claro. Te dije que iba a hacerlo.
—Bien entonces. Voy a cortar. No telefonees ni escribas. Ya sabrás de mí a su debido tiempo.
Colgó y se rascó la mejilla pensativo. No le había agradado su vacilación. ¿Habría quemado sus cartas? Las mujeres son todas iguales. Prometen quemar las cosas y luego no lo hacen.
Cartas, pensaba el señor Dubois. A las mujeres les gusta que les escriban. Siempre procuraba tener cuidado, pero algunas veces era imposible. ¿Qué es lo que le decía exactamente en sus cartas? «Lo corriente», pensó amargado. Pero, ¿habría alguna palabra... alguna frase especial... que la policía pudiera interpretar de modo que dijera lo que ellos deseaban? Recordaba el caso de Edith Thompson. Sus cartas fueron bastante inocentes, pero no podía estar seguro. Su inquietud creció. Incluso si Adela no hubiera quemado sus cartas, ¿tendría el suficiente sentido para quemarlas ahora? ¿O las habría recogido ya la policía? ¿Dónde debía guardarlas? Probablemente en su salita del piso de arriba... en aquel secreter pequeñito estilo Luis XIV. Una vez le habló de cierto cajón secreto. ¡Un cajón secreto! Con eso no conseguiría engañar mucho tiempo a la policía, pero ahora los policías no estaban en la casa. Eso le dijo Adela. Estuvieron allí aquella mañana, pero ahora se habían marchado.
Debieron haber estado ocupados buscando posibles pistas y rastros de venenos en los alimentos Esperaba que no hubieran registrado las habitaciones. Tal vez necesitaran una orden de registro para hacerlo.
Imaginó la casa. Era hacia el anochecer. El té sería servido en la biblioteca o bien en el salón. Todo el mundo estaría reunido en la planta baja y los criados merendando en sus dependencias. No habría nadie en la parte de arriba. Sería sencillo atravesar el jardín y avanzar junto a los setos de tejos que proporcionaban tan buen cobijo. Junto a la terraza había una puertecita que nunca se cerraba hasta la hora de acostarse. Cualquiera podía deslizarse por allí y, escogiendo un momento propicio, subir al piso de arriba.
Vivian Dubois consideró con todo cuidado lo que le convenía hacer. Si la muerte de Fortescue hubiera sido debida a un colapso o enfermedad repentina, su posición sería bien distinta. Pero de momento, y tal como estaban las cosas, era mejor «asegurarse que lamentarse luego».
Mary Dove, bajaba lentamente la gran escalera. Se detuvo un momento junto a la ventana del rellano, desde donde viera llegar al inspector Neele el día anterior. Ahora, a pesar de la escasa claridad, pudo ver la figura de un hombre que desaparecía tras el seto de tejos, preguntándose si sería Lancelot Fortescue, el hijo pródigo. Tal vez hubiera despedido el taxi ante la verja y recorría el jardín a pie recordando los tiempos que viviera allí antes de tropezar con la hostilidad familiar. Mary Dove sentía simpatía por Lance. Con una ligera sonrisa en los labios, continuó descendiendo por la escalera. En el vestíbulo encontróse con Gladys, que pegó un respingo al verla.