—No me enfado —replicó Lance—. ¿Lo es? La verdad es que no lo sé. Creo que hay tres jardineros trabajando continuamente.
—Tal vez sea ese el error —dijo Pat—. No se ha reparado en gastos, pero carece de gusto personal. Los rododendros apropiados... que se abonan a su debido tiempo...
—Bien; ¿qué plantarías tú en un jardín inglés, Pat, si lo tuvieras?
—En mi jardín pondría malvas, espuela de caballero, y campanillas, ningún parterre ni esos horribles tejos.
Y dirigió una mirada de disgusto a los oscuros setos.
—Asociación de ideas —dijo Lance.
—Hay algo espeluznante en un asesino —dijo la joven—. Quiero decir que debe tener una mentalidad en la que sólo cabe la venganza.
—¿Es esa tu opinión? ¡Es curioso! Yo le imagino práctico y con mucha sangre fría.
—Supongo que también puede ser así. —Y resumió con un estremecimiento—: De todas maneras, cometer tres crímenes...
Tiene
que estar loco.
—Sí —repuso Lance en voz baja—. Eso me temo. —Y alzando la voz exclamó—: Por amor de Dios, Pat, vete lejos de aquí. Regresa a Londres. Vete a Devonshire o a los Lagos... A Stratfordon Avon o a contemplar los Norfolk Broads. La Policía no pondrá inconveniente... tú no tienes nada que ver en todo esto. Tú estabas en París cuando asesinaron al viejo y en Londres cuando murieron las otras dos. Te digo que me preocupa verte aquí.
Pat hizo una pausa antes de preguntar con voz queda:
—Tú sabes quién es, ¿verdad?
—No, no lo sé.
—Pero te
parece
que lo sabes... Por eso temes por mí... Me gustaría que me lo dijeses.
—No puedo decírtelo. No sé nada. Pero quisiera verte lejos de aquí.
—No voy a marcharme, querido. Me quedo... sea para bien o para mal. Ese es mi deber. —Y agregó con un súbito estremecimiento—: Solo que conmigo siempre sucede lo peor.
—¿Qué quieres, decir, Pat?
—Que traigo mala suerte. Eso es lo que quiero decir. Traigo mala suerte a todos los que tienen contacto conmigo.
—Mi querida y adorable tontuela. A mí no me has traído mala suerte. Fíjate, después que me casé contigo el viejo me pidió que volviera a casa e hiciéramos las paces.
—Sí, ¿y qué sucedió al llegar a tu casa? Ya te lo he dicho, traigo la negra.
—Escucha, cariño, no tienes razón. Eso es simple y pura superstición.
—No puedo evitarlo. Algunas personas traen mala suerte. Yo soy una de ellas.
Lance rodeó sus hombros con su brazo y la sacudió violentamente.
—Tú eres mi Pat y el estar casado contigo es la mayor suerte del mundo. De modo que métete esto en tu estúpida cabecita. —Luego calmándose, dijo con voz más grave—: Pero, en serio, Pat; ten cuidado. Si
hay
algún perturbado que anda suelto por aquí, no quiero que seas tú quien pare la bala o beba el brebaje.
—O beba el brebaje, como dices tú.
—Cuando yo no esté, no te separes de esa anciana. ¿Cómo se llama...? Marple. ¿Por qué crees que tía Effie la ha invitado a quedarse aquí?
—Sólo Dios sabe por qué hace las cosas tía Effie. Lance, ¿cuánto tiempo
vamos
a quedarnos aquí?
Lance alzó los hombros.
—Es difícil precisarlo.
—No creo —dijo Pat— que hayamos sido sinceramente bien venidos. Supongo que ahora la casa pertenece a tu hermano. Y él no quiere que nos quedemos. ¿No es así?
Lance echóse a reír.
—El no, pero de todos modos nos soportará de momento.
—¿Y después? ¿Qué es lo que vamos a hacer, Lance? ¿Regresaremos a África o qué?
—¿Es eso lo que te gustaría, Pat?
Ella movió la cabeza afirmativamente.
—Pues es una suerte —repuso Lance—, porque a mí también. No me gusta mucho este país.
El rostro de Pat se iluminó.
—¡Qué bien! Por lo que dijiste el otro día, tuve miedo de que pensaras quedarte.
Un brillo maléfico apareció en los ojos de Lance.
—Tendrás que guardar en secreto nuestros planes, Pat —le dijo—. Tengo intención de retorcerle un poquito el rabo a mi hermano Percival.
—¡Oh, Lance, ten cuidado!
—Lo tendré, cariño; pero no veo por qué el viejo Percy tiene que salirse siempre con la suya.
La señorita Marple, sentada en la gran sala, escuchaba atentamente a la esposa de Percival Fortescue, con la cabeza ligeramente ladeada, como una graciosa cacatúa. La señorita Marple desentonaba en aquella estancia. Su figura ligera desaparecía entre el brocado del sofá y los numerosos almohadones que la rodeaban. La anciana
se
sentaba muy erguida, pues de niña la enseñaron a usar un corselete para sujetar la espalda y evitar que se encorvara. En un gran butacón junto a ella, y vestida de negro, hallábase la esposa de Percival, charlando volublemente.
—Exacto —pensó la señorita Marple—. Igual que la pobre señora Emmett, la esposa del banquero.
Recordaba cierta ocasión en que la señora Emmett fue a visitarla para hablarle de una tómbola y una vez arreglado aquel asunto comenzó a charlar y charlar. La señora Emmett ocupaba una posición difícil en Saint Mary Mead No pertenecía a la vieja guardia de señoras de medios reducidos que vivían en lindas casitas alrededor de la iglesia, y que conocían íntimamente todas las ramificaciones de las familias del condado, incluso las que no eran de allí. El señor Emmett, el director del Banco, se había casado por encima de él y el resultado fue que su esposa se vio muy sola, puesto que, claro, no podía alternar con las esposas de los comerciantes. El snobismo alzó su orgullosa cabeza condenando a la señora Emmett a un aislamiento permanente.
La necesidad de hablar fue haciéndose cada día mayor para ella y en aquella ocasión rompió los diques de contención y fue la señorita Marple quien recibió aquel torrente. Aquel día sintióse compadecida de la señora Emmett y ahora compadecía a la esposa de Percival Fortescue.
La esposa de Percival había tenido muchas penas que soportar y su alivio al poder descargarlas en una persona casi desconocida era enorme.
—Claro que no me gusta quejarme —decía la señora de Percival—. No soy de esa clase de personas. Lo que siempre he dicho es que hay que saber soportar las cosas. «Lo que no tiene remedio debe aguantarse», y estoy segura de no haber dicho nunca una palabra a
nadie
. La verdad es que resulta difícil saber a quién
iba
a poder decírselo. En ciertos aspectos una se siente muy sola aquí... muy sola. Claro que nos resulta muy conveniente, y representa un gran ahorro el tener nuestras habitaciones en esta casa, pero desde luego no es como vivir en casa propia. Estoy segura de que usted opina lo mismo.
La señorita Marple asintió.
—Por suerte, nuestra nueva casa está casi dispuesta para que nos traslademos. Sólo es cuestión de echar a los pintores y decoradores. ¡Son tan lentos! Claro que mi esposo está muy satisfecho viviendo aquí, pero para un hombre es distinto. Es lo que siempre he dicho... para un hombre es distinto. ¿No le parece?
La señorita Marple dijo que estaba de acuerdo. Lo podía decir sin el menor escrúpulo de conciencia, porque esa era su auténtica opinión. Los caballeros, según la señorita Marple, pertenecían a una categoría completamente distinta a la de su propio sexo. Necesitaban dos huevos con jamón para desayunar, tres comidas substanciosas al día y que no les contradijeran nunca antes de cenar.
La esposa de Percival continuaba:
—Mi esposo, sabe usted, se pasa el día en la ciudad. Cuando vuelve a casa está cansado y sólo quiere sentarse a leer. Y yo, en cambio, me paso todo el día sola y sin nadie con quien hablar. Me encuentro cómoda y la comida es excelente, pero lo verdaderamente necesario es tener un círculo social. La gente de estos alrededores no es de mi clase. La mayoría son lo que yo llamo una pandilla de jugadores de bridge, pero no de un bridge
agradable
. A mí me gusta el bridge tanto como a cualquiera, pero esa gente es muy rica. Juegan grandes cantidades y beben muchísimo. En resumen, la clase de vida que yo llamo «sociedad parásita». Luego hay un grupito de... bueno, sólo puede llamárseles
viejas solteronas
, a quienes le encanta plantar flores en tiestecitos con una pala y cuidar del jardín.
La señorita Marple sintióse algo molesta, puesto que era una gran aficionada a la jardinería.
—No quiero decir nada contra la difunta —resumió la esposa de Percival—, pero no cabe la menor duda de que el señor Fortescue» quiero decir, mi padre político, cometió una tontería al casarse por segunda vez. Mi... bueno no puedo llamarla, mi madrastra, tenía mi misma edad. La verdad es que estaba loca por los hombres. Completamente loca. ¡Y cómo gastaba el dinero! Mi suegro estaba loco por ella. No le importaba pagar cuantas cuentas le presentaran. Eso irritaba mucho a Percy... muchísimo. Percy es siempre muy cuidadoso en los asuntos de dinero. Odia el despilfarro, Y luego, con lo raro y malhumorado que se volvió el señor Fortescue, con esos arranques de furor que le daban, y gastando el dinero a manos llenas. Bueno... no fue muy agradable.
La señorita Marple se atrevió a hacer un comentario.
—Eso debió de preocupar a su esposo.
—¡Oh, si, ya lo creo! Durante este último año. Percy estuvo preocupadísimo. Y cambió mucho. Sus modales eran distintos, incluso conmigo. Algunas veces le hablaba y no me respondía. —La señora Fortescue suspiró antes de continuar—. Luego, Elaine, ya sabe, mi cuñada, es
tan extraña
. Siempre fuera de casa... No es precisamente que sea esquiva, pero no es simpática, ¿sabe? Nunca quiso acompañarme a Londres de compras, o al cine, ni nada de eso. Ni siquiera le interesan los vestidos. —La esposa de Percival volvió a suspirar y murmuró—: Pero, claro, no es que yo me queje... Debe parecerle raro que le hable de este modo siendo relativamente una extraña, pero la verdad, con esta tensión y sobresaltos... yo creo que lo peor son los sobresaltos... me siento tan nerviosa que, la verdad... bueno tenía que hablar con
alguien
. Y usted me recuerda tanto a una persona muy querida, la señorita Trefusis James... Se fracturó el fémur cuando tenía setenta y cinco años. Costó mucho que se curara, y como yo fui su enfermera nos hicimos grandes amigas. Me regaló una capa de zorro cuando me marché y yo creo que fue muy amable.
—Sé lo que siente usted —dijo la señorita Marple.
Y era cierto. Resultaba evidente que su esposo le dedicaba muy poca atención, y la pobre mujer había procurado no hacer amistades entre el vecindario. El ir a Londres, de compras, y al cine, y el vivir en una casa lujosa no la compensaban de la falta de afecto entre ella y la familia de su esposo.
—Espero que no me juzgue mal por decirlo —dijo la señorita Marple con amable voz—. Pero, la verdad, creo que el finado señor Fortescue no debió ser un hombre muy agradable.
—No lo era —afirmó Jennifer—. Con toda franqueza, y entre usted y yo, era detestable. No me extraña... la verdad... que le quitaran de en medio.
—¿No tiene usted idea de quién...? —comenzó a decir la señorita Marple, pero se detuvo—. ¡Oh, Dios mío!, tal vez no debiera preguntárselo... ¿no tiene siquiera una ligera idea de quien... quien... bueno, quién imagina que pudo haber sido?
—¡Oh!, yo creo que fue ese hombre horrible... Crump. Nunca me ha gustado nada. ¡Tiene unos modales! No es que sea descortés, pero
resulta
grosero. Mejor dicho, impertinente.
—Sin embargo, tendría que haber un motivo, supongo.
—La verdad, no creo que esa clase de personas necesiten grandes motivos. Yo diría que el señor Fortescue le pillaría en algo. Pero lo que verdaderamente pienso es que está algo perturbado, ¿sabe? Como aquel lacayo, o mayordomo, que fue por la casa disparando contra todo el mundo. Claro que para ser sincera con usted, primero
sospeché
de Adela, pero ahora, claro, no podemos sospechar de ella, puesto que también ha sido envenenada. Pudo haber acusado a Crump, y éste perder la cabeza y poner alguna cosa en los bocadillos. Gladys le vería y por eso la mató también... creo que es muy peligroso tenerlo en casa. ¡Oh, Dios mío!, ojalá pudiera marcharme, pero me imagino que estos horribles policías no me dejarían. —Inclinándose hacia delante puso una de sus manos gordezuelas sobre el brazo de la señorita Marple. —Algunas veces siento que debo marcharme... que si esto no termina pronto yo... yo...
me escaparé
.
Echóse hacia atrás, estudiando el rostro de la señorita Marple.
—Pero tal vez... no fuese prudente...
—No... no creo que lo fuese... la policía no tardaría en encontrarla.
—¿Podrían? ¿De veras? ¿Usted cree que son lo bastante listos para eso?
—Es absurdo despreciar a la policía. El inspector Neele me parece un hombre muy inteligente.
—¡Oh! A mí me pareció bastante estúpido.
La señorita Marple meneó la cabeza.
—No puedo dejar de pensar... —Jennifer Fortescue vacilaba— que es peligroso permanecer aquí.
—¿Peligroso para usted, quiere decir?
—Pues... bueno... sssí...
—¿Por algo que usted sabe?
La señora Fortescue pareció tomar aliento.
—¡Oh, no!... Claro que no sé nada. ¿Qué iba yo a saber? Es sólo... que estoy nerviosa. ¡Ese Crump!
Pero según opinión de la señorita Marple, no era en Crump en quien pensaba... mientras se retorcía las manos. Por alguna oculta razón, Jennifer se hallaba verdaderamente asustada.
Estaba oscureciendo. La señorita Marple se había acercado a la ventana de la biblioteca con su labor de punto. Mirando a través de los cristales vio a Pat Fortescue paseando de un lado a otro de la terraza exterior. La señorita Marple abrió la ventana para gritarle:
—Entre, querida. Entre. Hace mucho frío y humedad para estar ahí fuera sin abrigo.
Pat obedeció. Cerró la puerta tras ella y luego fue a encender las luces.
—Sí —le dijo—, hace una tarde desapacible. —Tomó asiento en el sofá junto a la señora Marple—. ¿Qué está usted haciendo?
—¡Oh, sólo una mañanita, querida! Para un bebé ¿sabe? Siempre he dicho que las madres jóvenes nunca tienen bastantes chaquetitas para sus pequeños. Esta es la segunda talla. Siempre las hago a esta medida. Los bebés pasan tan de prisa la primera talla...
Pat estiró sus largas piernas ante el fuego.
—Hoy se está bien aquí —dijo—. Con la chimenea encendida, las luces y usted tejiendo prendas de niño... todo resulta cómodo y hogareño... como debiera ser Inglaterra.