Los primeros minutos fueron, lógicamente, neutros, como de tanteo. Pero, al igual que les ocurrió a Ignacio y Ana María al encontrarse en Barcelona delante del frontón, el tanteo no había de durar más allá de cinco minutos, para dejar paso al tema «Gerona». El propio José Luis lo enfocó. Después de echar una mirada a una fotografía de María Victoria clavada en la pared con una chincheta, miró a Mateo a los ojos y acto seguido le rogó que lo pusiera al corriente de la situación de su familia.
Entonces ocurrió que Mateo se dio cuenta de su casi total ignorancia del tema, puesto que abandonó Gerona sólo hora y media después de la rendición de los militares. De hecho, lo único que sabía era lo que le habían contado en Perpignan otros fugitivos y, naturalmente, todo lo relativo a la capitulación.
Mateo se lo dijo a José Luis, añadiendo:
—Compréndelo… Por supuesto, en la lista de asesinados que me dieron en Perpignan no figuraban ni tus padres ni Marta. Tu madre tal vez siga en su piso. Marta debe de estar oculta en algún lugar. En cuanto a tu padre, lo que te dije: en el calabozo, esperando la sentencia.
José Luis Martínez de Soria suspiró levemente. A veces había temido lo peor para los suyos. ¡No todo estaba perdido! Ahora bien, había en todo aquello una mancha oscura, una incógnita, que era preciso descifrar. Mateo había dicho claramente: «Tu padre se rindió sin condiciones».
—Dime una cosa —preguntó José Luis—. Esa rendición sin condiciones… ¿Es que mi padre no tenía otra salida?
Mateo contestó cautelosamente, lo mismo que cuando María Victoria le hizo, en Valladolid, la misma pregunta.
—Naturalmente, no lo sé… No soy militar. —Luego añadió—: Tal vez no la tuviera.
José Luis Martínez de Soria volvió la cabeza hacia la puerta, como si por ella pudiera llegar la verdad. Marcó una pausa. Finalmente, comentó:
—Algún día habrá que comprobar eso.
Mateo se alegró de haber salvado aquel trance, y ello le infundió ánimo para anticiparse a la segunda inevitable pregunta de José Luis.
—La duda estriba ahora en la suerte que correrá tu padre y el resto de los jefes y oficiales detenidos. En mi opinión —Mateo bajó la voz—, no quedan muchas esperanzas.
José Luis disimuló el choque que estas palabras le produjeron, Confirmando con ello la opinión de Julio García respecto de los falangistas y de los comunistas. «Llorar no les está permitido. Lo consideran una debilidad.»
—¿Y los otros falangistas? Tus camaradas…
Mateo contestó:
—Casi todos murieron.
José Luis Martínez de Soria miró a Mateo, esta vez juzgando al muchacho. Mateo no se inmutó y se puso a hablar de Marta, deshaciéndose en elogios.
—Una especie de María Victoria, pero en serio —opinó sonriendo. Y le contó que el día de la sublevación se lanzó a la calle con el botiquín que decía CAFÉ.
—¿Y mi madre?
—No salió… Permaneció en el piso.
—¿Y qué fue luego de Marta? ¡Ah, sí, ya me lo dijiste! Que debe de estar escondida en algún lugar…
Algo había en José Luis que intimidaba a Mateo. Una extraña aureola de integridad. Por supuesto, había cambiado mucho desde su viaje a Gerona. Salazar lo llamaba «Kant», porque siempre andaba devanándose los sesos. Su rincón en la chabola se parecía al de Gorki, aunque más sucio: libracos, un mapa zodiacal y un candil. Candil y abstracciones fluctuantes allí, altos como cirios navarros. ¡Bueno, los dos muchachos habían de congeniar! A José Luis Martínez de Soria no le gustaba lo colosal y le tenía sin cuidado el tamaño de las cosas. Su única madrina de guerra era su novia, la alegre María Victoria, y el nazismo se le atragantaba un poco, interesándose mucho más por el fascismo italiano. No achacaba los males de España a la pereza, sino a la ignorancia. Si era falangista, y en consecuencia totalitario, era porque consideraba que la masa del país no estaba capacitada para ser demócrata, para gozar de elecciones y de Parlamento. «La democracia aquí sería un suicidio.» Y si amaba a España y pronunciaba la palabra España varias veces al día no era, como en el caso de Núñez Maza, por ansias de Imperio, por el recuerdo de América y por estimar que el tipo humano español era superior, sino por lo contrario, «porque en España está todo por hacer». Una de las frases de José Antonio que no conseguía digerir era ésta: «Ser español es una de las pocas cosas importantes que se pueden ser en la vida». «Con perdón —decía José Luis—, aquí José Antonio soltó una idiotez. Cualquier persona de cualquier país es importante, desde el más pobre campesino de Albania hasta el más zascandil de los milicianos que nos combaten.» Tampoco era José Luis un fanático de la «acción por la acción». «Creo en la inteligencia. En el frente, los inteligentes acaban teniendo incluso más puntería.»
José Luis Martínez de Soria le causó a Mateo una grata impresión. Tal vez un poco altivo…, pera esto correspondía a la familia. Más tarde Mateo se enteraría de que el hermano de Marta era hombre de inquebrantable voluntad y de que, sin tener ningún parecido con Kant, vivía realmente un mundo mental aparte. En vez de darse buen tiempo, como se lo daban casi todos los soldados, él leía sin cesar y escribía a María Victoria o estudiaba. Leía libros políticos, le decía «te quiero» a María Victoria o estudiaba para juez. En efecto, todo lo jurídico lo fascinaba, aun reconociendo que había dos cosas en la creación cuyos límites no se conocían: la intención de un hombre y el cielo, el cielo astral. «Cuando esto termine, se necesitarán hombres que sepan juzgar. Que sepan juzgar…, a sus propios padres.» ¡Rara seguridad!
José Luis Martínez de Soria era educado. Le asignó a Mateo la correspondiente guardia —dos horas en una avanzadilla—, pero por ser la primera, tuvo la delicadeza de acompañarlo él mismo todo el rato. Y allí tuvieron ocasión de seguir hablando y de presentir allá al fondo, detrás de la niebla y de la distancia y de la guerra civil, a Madrid.
Congeniaron desde luego… «¿Y tú, José Luis, por qué eres falangista? ¿Qué es lo que te captó de la Falange?» José Luis empequeñeció sus ojos mirando al horizonte, y de repente, soltó una inesperada respuesta:
—La Sección Femenina.
Mateo se rió. Mateo se sabía a sí mismo demasiado serio. En cierta ocasión, Matías Alvear le reprochó y con razón «que mezclaba las cosas serias hasta en la sopa». José Luis acababa de darle una lección.
Al término de la guardia regresaron a la chabola y en el camino anduvo pensando que lo bonito de la Falange era que aglutinaba la gente más dispar, personas tan opuestas como Salazar y José Luis Martínez de Soria.
Llegados a la chabola, encontraron al padre Marcos esperándolos. «Me enteré de que la familia había aumentado.» Mateo quiso cumplir con el padre Marcos, capellán de la unidad, y no pudo. El malestar que sentía desde que en Burgos empujó la puerta color de chocolate, en presencia del padre Marcos, se le hizo insoportable. Y con todo, no estaba todavía en disposición de confesarse.
El padre Marcos advirtió que Mateo miraba como aturdido y achacó a la extrañeza del primer día.
—Esto te gustará, ya verás.
¡Cómo no había de gustarle! El padre Marcos se despidió. Y puesto que el cabo José Luis Martínez de Soria tenía que hacer, Mateo permaneció un rato solo, hasta que llegó un falangista que, abriendo una lata de sardinas, las comió y luego aprovechó el aceite para untarse la cara. «Con el frío, la piel se corta y el aceite es una solución.»
A la noche, ya acostados uno al lado del otro, Mateo y José Luis Martínez de Soria continuaron hablando y Mateo se enteró de muchas cosas. De que Salazar procedía de la JONS y tenía ambición política. De que Alemania no quería reconocer al Gobierno Militar de Burgos, sino exclusivamente a la Falange. De que si Marta pasaba a la España «nacional», sería una gran ayuda para María Victoria, que estaba organizando el Auxilio Social. Finalmente, Mateo se enteró de que Falange tenía en estudio un plan para liberar a José Antonio de la cárcel de Alicante.
—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?
—Lo que oyes.
—Pero…
—Esta vez se ha previsto todo. Más de lo que puedes pensar. —¿Por qué dices esta vez?
José Luis Martínez de Soria miró a Mateo.
—Porque, hasta ahora, todos los intentos han fracasado.
Pilar había interrumpido su diario. No se atrevía a dejar constancia escrita de sus impresiones, pues éstas seguían concentrándose en un nombre tabú, en un nombre proscrito: Mateo. Pensaba en el muchacho con obsesiva frecuencia, relacionándolo con todas las cosas, y la separación y el tiempo no hacían sino magnificar en su espíritu el halo de aquel hombre que acababa de oír en el Alto del León: «Porque, hasta ahora, todos los intentos han fracasado».
Mateo veía, entre brumas, a Madrid; Pilar, con claridad casi pungente, veía la silueta de Mateo. Y el recuerdo de éste hacía de la muchacha un ser mejor, la obligaba por dentro, hasta el punto que Carmen Elgazu, desde su mecedora colocada al fondo del comedor, junto al balcón, a menudo miraba a su hija pensando que había barrido para siempre el peligro de la frivolidad. En ello influía ¡qué remedio! la austeridad con que era preciso vestirse, llevar alpargatas y no zapatos con tacón alto, no pintarse las cejas ni para arriba ni para abajo. Pilar no llevaba sino un detalle iluminado: los pendientes, que se le columpiaban con gracia cuando retiraba los platos de la mesa, o fregaba el suelo, o cuando se alzaba de puntillas para besar a su padre, Matías Alvear.
Pilar había accedido a leer los periódicos, pues entre líneas podía deducirse mucho. Pilar en la calle evitaba las zonas en que se tocaban himnos, y cuando pasaban milicianos les volvía la espalda simulando mirar un escaparate, y al ver a los reclusos del Seminario trabajando a pico y pala en el lugar más impensado se hacía tres cruces en la palma de la mano. Por la noche era la primera en conectar Radio Sevilla para oír a Queipo de Llano, quien a veces le recordaba determinadas formas verbales utilizadas por el comandante Martínez de Soria.
Un día, Pilar tuvo un arranque inesperado: subió al piso en que vivió Mateo, requisado ahora por el POUM. La idea le vino súbitamente al encontrarse en la plaza de la estación. Vio el letrero POUM en la fachada, recordó a Mateo y subió. Confió en que en la escalera se le ocurriría algún pretexto válido y así fue: preguntaría por las señas de Murillo, en el frente de Aragón. Entró y su silueta descolló entre los fusiles, los mapas y los sellos de caucho. Los milicianos no sospecharon nada, la tomaron por alguien de la familia o por una ex novia del jefe. Sin embargo, no le dieron las señas. Pero ¡qué importaba! Pilar pudo contemplar durante unos minutos el que fue comedor y ver a través de una puerta entreabierta el que había sido despacho de Mateo: la mesa, los sillones, la librería. ¡Cómo olía aquello a tenacidad, a camisa azul! Ni siquiera los carteles y los gráficos, ni siquiera los mosquetones y los sellos de caucho habían podido reemplazar el antiguo olor. Pilar se entretuvo lo que pudo, aspiró fuerte, dio media vuelta, sintió que casi era feliz y que casi lloraba, y por último se lanzó escalera abajo, sintiendo que en la barandilla había fragmentos de las manos de Mateo.
La vida seguía de este modo para Pilar, con la zozobra que a fuerza de prolongarse se convertía en monótona; hasta que el día cinco de octubre, coincidiendo con que en Barcelona y en Madrid empezaba a funcionar el SIM y en la Dehesa de Gerona morían, asesinadas por el otoño, millones de hojas, la muchacha se topó en la Rambla, bajo los arcos, con las hermanas Rosselló, las cuales le preguntaron sin remilgos si quería formar parte del Socorro Blanco, labor capitaneada por Laura, al objeto de ayudar a los presos, facilitar la huida a los perseguidos, etcétera.
—No puedes negarte, Pilar. Te han matado a un hermano, Mateo era el jefe de la Falange. Son cosas que cuentan, ¿no?
Pilar se quedó estupefacta. Sintió un pánico tan enorme, que se avergonzó. La vida estrenaba para ella una empresa de responsabilidad fuera de lo común. Una voz profunda habló dentro de sí: «Yo no valgo para eso». Pero las hermanas Rosselló, menos agraciadas que ella y sin embargo con una decisión envidiable en la mirada, la interrogaban con esperanza, prontas a simular que una de ellas se abrochaba una alpargata, en el caso de que se les acercase un miliciano.
Pilar sosegó su respiración y acertó a balbucear:
—Tengo que pensarlo. Ya os contestaré.
—Te han matado un hermano.
Apartóse de ellas, cruzó perpleja la calzada de la Rambla y subió al piso. Saludó a su madre, le entregó a don Emilio Santos un paquete de tabaco que había comprado para él y se encerró en su cuarto. Allí se mordió los puños y meditó. Se imaginó disfrazada de espía, escondiendo papeles en el reloj —al modo como en el reloj mosén Francisco escondía las hostias—, en el escote, en el interior de un diente postizo… Se imaginó encañonada por Cosme Vila y el Responsable ¡o por Olga! y gritando: «¡No sé nada, no sé nada!» Bueno, esta era la verdad. No sabía nada ni del mundo ni de sí misma. Sólo sabía de César, de Mateo y de la incertidumbre que latía en su corazón.
Cuando Ignacio regresó del Banco, con el pelo muy crecido ¡y otro paquete de tabaco para don Emilio Santos! lo llamó con mucho sigilo y le expuso lo sucedido.
—Aconséjame. No sé qué decir. Tengo miedo. Haré lo que tú me digas.
Ignacio, al pronto, se indignó.
—Pero ¿qué se han creído esas estúpidas? Diles que te dejen en paz.
—Es que tal vez tengan ellas razón. Sin hacer nada tampoco estoy tranquila.
—Tú no has nacido para eso.
—Entonces ¿para qué he nacido?
—Para seguir como hasta hoy, ayudándonos a todos en casa.
—No sé si lo que dices es un piropo… —Pilar se lastimaba los dedos—. ¿Qué diría Mateo?
—Mateo… probablemente te metería en un lío.
Pilar cerró los puños.
—¿No lo ves?
—Para Mateo lo único que importa es ser héroe y yo estoy harto de leer esta palabra en todas partes —Ignacio dudaba—. Además, ¿qué es lo que deberías hacer? ¿Qué te han dicho?
—No sé. Ayudar a los que huyen. Y a los presos…
—¿A los que huyen?
Ignacio, inesperadamente, miró a su hermana con detenimiento. Había crecido, se había desarrollado, era una mujer. También olía Pilar a pan tierno y a niñez. «No, no sirve para eso», pensó. Y sintió que la quería, que no quería perderla, que no debía permitir que se mezclara en el lío.