Un millón de muertos (40 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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—La verdad le digo. Antes de hablar con usted, confundía a Zumalacárregui con Napoleón.

El pensamiento de Javier encontró en «La Voz de Alerta» la lisonjera justificación intelectual de muchas actitudes e ideas que el, Javier, había adoptado desde siempre por instinto, incluyendo la mismísima idea monárquica. En efecto, «La Voz de Alerta» dio a data una dimensión incluso geográfica. Inventarió todo cuanto ta comunidad humana les debía a los reyes, bajo cuyo patrocinio se habían realizado la mayor parte de las conquistas en todos los terrenos. «Inspiran respeto y autoridad, son aglutinantes y emana de ellos una jerarquía natural. En cambio, te sería muy difícil, en una reunión sin uniformes, distinguir quién es el presidente de la República y quién es el jefe de Falange.»

Javier Ichaso se infantilizaba también cuando entraba en la oficina dirigida por Mouro, el políglota portugués, y encontraba allí al mismísimo dentista captando toda clase de emisiones o traduciendo de carrerilla, sin el menor error, el
Times
o
Le Figaro
. Javier Ichaso no hablaba más que español con acento navarro. «Claro, claro —se decía, pensativo—. Además de Navarra y de España, hay otras tierras.» Estas tierras le parecían al muchacho enormes… Y más enormes aún cuando, al ponerse en pie, recordaba que llevaba muletas.

Lo mismo le ocurría con respecto a la religión. El día que «La Voz de Alerta», al término de un desfile que ambos presenciaron desde el balcón de su casa, le dijo a Javier: «Vamos a ver: acabas de cantar diez veces “Por Dios, por la Patria y el Rey”. ¿Qué es Dios para ti?», Javier puso cara triste. No supo qué contestar. Encogióse de hombros y dijo: «Todo». Pero él mismo se dio cuenta de que la respuesta no era válida.

Esto era lo curioso. Javier Ichaso tenía tan honda fe religiosa, que por ella se hubiera dejado matar; sin embargo, jamás se le ocurrió justificar dentro de sí tal creencia, como nunca tampoco se le ocurriría a Carmen Elgazu. Javier había heredado esa fe como heredó el apellido. Y «La Voz de Alerta» le dijo que no, que la fe era algo más importante que heredar una nariz o unas orejas. Que debía razonar la idea de Dios, so pena de convertirse en un ignorante o en un despótico. ¡El dentista hablando de despotismo! Ocurría eso, que la admiración de Javier Ichaso estimulaba a «La Voz de Alerta», el cual acusaba al muchacho de defectos de que él mismo era víctima en grado superlativo.

—Dios no es sólo un escapulario y un cirio. Tu religión es miedosa. Es religión de escrúpulos. Pecas y no vives hasta que te has confesado… ¿Crees realmente que un hombre puede ofender a Dios con malicia infinita?

Javier Ichaso se defendía, porque era obtuso sólo a medias y porque intuía vagamente que, por otra parte, sus convicciones heredadas le daban a menudo una gran fuerza interior. Pero ahora comprendía que se calaba la boina roja porque había nacido en Pamplona, y que de haber nacido en Pekín o en Melbourne, se cubriría de otro modo la cabeza y tal vez tuviera aún las dos piernas.

«La Voz de Alerta» gozaba en el fondo abrumando a Javier.

—¿A que no sabes quién inventó el saludo puño en alto?

—Pues… no sé.

—Deberías saberlo. Un alemán: Edgar André. Fundó la Sociedad de Combatientes Rojos. Su grupo lo imitó, y luego el saludo fue imponiéndose.

Javier, sentado, sostenía las muletas entre las piernas.

—¿A que no sabes —proseguía el dentista— dónde murió la Virgen, la Madre de Jesús?

—No lo sé.

—Hay dos versiones. Unos dicen que murió en Éfeso; otros que en Jerusalén. ¡Bueno!

Javier Ichaso juzgaba a «La Voz de Alerta» incluso «gran señor». El muchacho navarro comía horrores, con voracidad; el dentista, muy poco, lo justo, excepto cuando se festejaba alguna victoria. «La Voz de Alerta» podía llevar con naturalidad sombrero blanco ¡y en el cuarto de baño su cepillo de dientes aparecía siempre intacto! En cambio, el cepillo de Javier a los pocos días quedaba inservible.

Y el caso es que «La Voz de Alerta» estaba a la recíproca, es decir, que admiraba a Javier. Primero, porque era joven. ¡Veintiún años! Eso sí que era hablar un idioma importante… Segundo, porque tenía una voz tan poderosa como la de don Anselmo, mientras que la del dentista era aflautada. «Con esa voz, yo extraería las muelas sin necesidad de instrumental.» Y por último, porque Javier era fácilmente conmovible. Sí, de pronto sus dos Ojos se separaban lo normal y entonces ¡pese a las ejecuciones de Pamplona! la expresión del muchacho era franca, de bondad.

—A veces te pareces al buen Samaritano.

«La Voz de Alerta» era otra cuestión. Desde hacía unos cuatro años el frío se había apoderado de su intimidad. En Gerona tuvo que reconocer muchas veces que sólo amaba
El Tradicionalista
, a Laura y al daño que ocasionase a los enemigos: ahora, en San Sebastián, sólo sentía apego por el espionaje y por su criada Jesusha que a él lo llamaba señorito, mientras que a Javier lo tuteaba. ¡Sí, le ocurría con Jesusha lo mismo que con Dolores en Gerona! Sentía afecto por ella, y cuando los domingos la veía salir acicalada y con un gran bolso exagerado, se enternecía. «Debo de ser un gran tímido —pensaba el dentista—, puesto que la gente que me sirve, que trabaja para mí, me cohíbe de ese modo.»

Capítulo XVII

Alguien, en la zona «rebelde», había olvidado por completo la palabra felicidad: Jorge de Battle, el huérfano. Por fin obtuvo permiso para formar parte de un piquete de ejecución. Sin embargo, tal como predijo Marta, ello no le consoló en absoluto. Ver caer a un solo hombre no le bastaba a Jorge, quien necesitaba, por lo menos, fusilar a tantas personas como víctimas hubo en su familia de Gerona.

No obstante, la noticia de su admisión en los cursillos de ingreso en el Arma Aérea, que ¡por fin! recibió —en el plazo de cuarenta y ocho horas debía presentarse en el aeródromo de Tablada, en Sevilla—, lo alegró. No sólo porque el título de piloto le daría la oportunidad de vengarse, sino porque volar significaba la fuga, la huida por los espacios. María Victoria, que se había mostrado muy cordial con Jorge, opinaba que cuando alguien sufría como sufría el muchacho, no tenía otra alternativa que lo muy grande o lo muy pequeño: «o el misticismo o la borrachera».

Mateo despidió a Jorge en la estación. Ante el asombro de éste, Mateo, en el último adiós, no le dijo «camarada», sino «hermano». «¡Adiós, hermano!» Jorge se conmovió y por un momento admitió que un amigo podía realmente, con el tiempo y en gracia de los recuerdos comunes, convertirse en hermano, en sustituir a los hermanos de verdad; pero bastó con que el tren arrancase y dejara atrás los andenes de la estación para que Jorge se sintiera otra vez solo, solo con un absurdo maletín que María Victoria le había dado.

En cuanto a Mateo, al decir «hermano» pensó en el suyo, detenido en Cartagena, y también en su padre. Cuando el convoy desapareció, Mateo dio media vuelta y regresó despacio al cuartel, preguntándose por qué no habrían llegado aún a San Sebastián los camaradas Rosselló y Octavio. Éstos salieron de Gerona también el día 19 de julio. ¿Qué había ocurrido? ¿De toda la Falange gerundense no quedarían más que él y Jorge?

Mateo vivía unos días de exaltación, aprendiendo en el patio del cuartel el manejo del fusil y de las distintas marcas de granadas de mano, pues hasta entonces no había disparado sino con pistola. Ahora, fuera Jorge y terminada la instrucción, podría salir sin pérdida de tiempo para el destino que él eligió: el Alto del León, en el camino hacia Madrid, donde lo esperaban el que sería su alférez, Salazar, y el hermano de Marta, José Luis Martínez de Soria.

Su intención era incorporarse en seguida; sin embargo, no quiso demorar el cumplimiento de un deber que estimaba ineludible; visitar a la familia Alvear residente en Burgos. La propia Pilar le había encarecido: «Anda, sí, que luego me contarás cómo es mi prima. Recuerda que se llama Paz».

Paz… Mateo gestionó el permiso necesario y montó en el tren con destino a Burgos, la ciudad castellana que prácticamente se había convertido en capital del territorio dominado por los militares. En la estación compró, para el viaje, un ejemplar de un semanario de reciente aparición, que se llamaba
La Ametralladora
, semanario de humor, un humor nuevo y sano, que arramblaba con Infinidad de tópicos y de viejos moldes. Schubert, el alemán nazi Con el que Mateo, en Valladolid, había entablado cordiales relaciones, opinaba que
La Ametralladora
era una estupidez; en cambio, Núñez Maza, Mendizábal, María Victoria, y más que todos silos el alférez Salazar, se desternillaban de risa con sólo ver un árbol dibujado por Tono. Mateo se acomodó en el tren y, después de santiguarse, empezó a reírse con
La Ametralladora
, ante el pasmo de una mujer campesina que sostenía en la falda una cesta repleta de huevos.

A lo largo del trayecto, Mateo dudó entre contemplar el paisaje de Castilla, leer
La Ametralladora
o conversar con la mujer de la cesta de huevos. Por fin decidió atender sucesivamente a las tres cosas, e incluso le quedó tiempo para evocar a sus camaradas falangistas de Valladolid, así como a Schubert, el alemán, y a Berti, el delegado del Fascio italiano, a quien también fue presentado. Berti era un hombre rapidísimo; siempre parecía que se le estaba escapando el avión. A Mateo le hizo gracia comprobar que Schubert pronunciaba con respeto el nombre de Mussolini, en tanto que Berti pronunciaba con cierto retintín el de Hitler.

Llegados a Burgos, al filo del mediodía, Mateo consultó las señas que llevaba en un papel: calle de la Piedra, 12. ¿Por qué de la Piedra? Un barrio apartado, solitario. Se dirigió a él, notando en la frente el constante martilleo de la palabra «Alvear». ¿Cómo sería la familia Alvear, de Burgos, del misterioso Burgos? ¡Matías le había hablado tanto de su «hermano de Burgos», también telegrafista! Jefe, o poco menos, de la UGT… ¿Qué le habría ocurrido? ¿Y a Paz, la prima de Pilar? ¿Y a la madre y al hermano de ésta?

Quien le abrió la puerta fue la tía de Pilar, mujer enjuta, despeinada. Mateo se presentó.

—Me llamo Mateo. Llego de Gerona… Soy gran amigo de Ignacio… y novio de Pilar.

La mujer clavó sus secos ojos en la camisa azul de Mateo.

—¿Cómo sé que es verdad?

Mateo, sereno, le enseñó una fotografía de Pilar que llevaba preparada.

—Mi intención es saludarlos y saber…

La mujer lo invitó a pasar. Y apenas Mateo penetró en el comedor recibió la primera fortísima impresión: una muchacha algo mayor que Pilar, tal vez de diecinueve años, estaba sentada en un sillón con la cabeza afeitada y el rostro de color de pergamino.

Era Paz, la prima de Pilar. La hija de aquella mujer enjuta y del telegrafista, jefe, o poco menos, de la UGT. Muchacha de porte noble, que recordaba un poco a Olga y de la que Matías había dicho: «Reparte folletos para la Organización. Ayuda a su padre». Era la muestra inequívoca de que un vendaval de extraño signo había azotado aquel hogar. Paz no dijo nada, miró a Mateo con intención indescifrable y de pronto se levantó como presa de terror.

Su madre la tranquilizó.

—No temas… Dice que llega de Gerona… Que es el novio de Pilar.

Paz se atiesó y de pronto volvió a su sillón. Entonces la madre, estallando en repentinos sollozos, le explicó a Mateo:

—A mi marido se lo llevaron unos falangistas el primer día y no hemos vuelto a saber nada de él. ¡Oh, si usted supiera…! —marcó una pausa—. ¡Lo habrán fusilado! ¡Lo habrán fusilado!

Había hecho toda clase de indagaciones y no obtenía sino una respuesta: «Está detenido». A todas las familias obreras de Burgos les contestaban lo mismo.

En cuanto a Paz, le pegaron de mala manera, le hicieron tragar medio litro de aceite de ricino y luego, con una navaja, le afeitaron la cabeza, como podía ver. «¡Es horrible, es horrible!» El chico, de trece años, estaba en el campo, en casa de unos parientes.

Mateo se quedó estupefacto. Todo aquello era duro, era cruel. ¿Qué pensar? ¡No quedaba tiempo para análisis ni teorías!

—Por favor, ayúdenos… Usted, que es de los suyos y que quiere a Pilar, mire a ver si encuentra a mi marido, si consigo saber algo. ¡Esto es horrible! ¡Y yo no puedo más!

Mateo se conmovió. «Usted que es de los suyos.» Salió de la casa como pudo, impresionado por el aspecto de Paz, por su color apergaminado. Salió después de jurar a las dos mujeres que haría cuanto estuviera en su mano para saber algo y para defenderlas. En aquel momento lo hubiera dado todo para que la UGT y los principios que él defendía no fueran enemigos irreconciliables.

Su peregrinación fue un insensato fracaso. Por entre banderas y niños que tocaban tambores anduvo preguntando, mostrando su documentación. «Arturo Alvear, de la UGT. Era telegrafista. A ver, mira en las listas.»

Las listas eran miradas.

—Chico, aquí no está. Ya ves…

Mateo rebotaba de un local a otro.

—No, no veo aquí ese nombre. ¿Alvear has dicho? No…

En uno de los cuarteles de Falange, un hombre ya maduro, con la camisa azul abombada en el pecho, como hinchada por su respiración, le miró con curiosidad.

—¿Has dicho que era de la UGT? —Torció la cabeza y añadió—: Miau…

Miau… Esta expresión se clavó en la frente de Mateo y más allá. A las dos horas obtuvo la penosa confirmación. Arturo Alvear, socialista, Secretario local del Sindicato, había sido fusilado la segunda noche por una de las patrullas de limpieza… Estaba enterrado en el cementerio, en la fosa común de los primeros días. Le enseñaron a Mateo el nombre en la lista con la cruz al lado.

Mateo balbuceó:

—Pero…

—¿Por qué te interesaba el gachó?

—Un pariente.

—Era un rojo de postín.

¿De postín? ¿Los había de postín? Mateo estaba avergonzado. La guerra era un cuchillo de mil colores. No sabía qué hacer. No se atrevía a regresar a la calle de la Piedra y enfrentarse con aquella mujer enjuta y con la prima de Pilar.

—¡El gachó me interesaba porque era un hombre!

Eso gritó, en el interior de su cabeza, por debajo de su gran cabellera negra. Otra vez andaba como un sonámbulo, ahora con el pitillo en una esquina de los labios. ¿Por qué todo aquello? Pensaba cosas inconexas, en la definición de Matías: «Mi hermano es un poco cerrado».

Afrontó la situación y asistió al espectáculo de dos mujeres que lo atravesaron con su dolor como si él hubiese capitaneado la mortífera patrulla de la segunda noche. Miraron su camisa azul y su gorro con odio imposible de contener.

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