Un millón de muertos (37 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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En cambio, Dimas, el enfermo Dimas, observador de manos y de hormigas, ahora, mientras despellejaba bellotas, sufría por las pequeñas cosas que la guerra destruía. Los muertos lo dejaban indiferente. No le importaba ni que eructaran, ni que sus relojes pulseras siguiesen funcionando. Dimas no pensaba sino en las pequeñas cosas que la guerra mataba… ¡Singular manía! Cuando un cañón disparaba, pensaba: «Un muro derribado». «Cristales que se rompen.» Cuando zumbaban los aviones, se decía: «Techos, traviesas de ferrocarril, ¡puentes!» Sobre todo, los puentes destruidos y las vallas de los apriscos y las tuberías del agua le dolían de un modo especial. Los puentes le dolían con dolor de quien desea pasar a otra orilla. Dimas era el contable de lo inerte que sucumbe indefenso, y cuando el doctor Rosselló se interesaba por su estado le contestaba: «Voy viviendo poco a poco; déjeme en paz».

Gorki, el comisario Gorki, corresponsal de
El Proletario
, había evolucionado… pero dentro de la más pura ortodoxia. Su batallón «Carlos Marx» había ocupado la zona norte del cementerio de Huesca y se había atrincherado en ella. El frente parecía destinado a estar tranquilo, pero ello no era motivo para holgazanear. Gorki convirtió su feudo en un barrio modelo. Las bifurcaciones de las trincheras eran calles con nombre: «Progreso», «Ciencia», «Moscú», «Pueblo». La limpieza se consideraba esencial y papá Pistolas, el búlgaro, decía que la tierra allí podía ser lamida. Los sótanos de un panteón funerario fueron transformados en «Rincón de Cultura», con biblioteca que se nutría de envíos de Gerona y en la que abundaban los folletos de enseñanza bélica: «Cómo resguardarse de la aviación enemiga.» «Cómo aprender a corregir el tiro», etcétera. Y era en este «Rincón», que las milicianas del Partido adornaban con flores, donde Gorki enseñaba a leer. El número de alumnos era considerable, y para enseñarlos Gorki se sentaba en el suelo como César hiciera en la calle de la Barca. ¡Ah, los milicianos! Hombres barbudos deletreando a coro y resistiéndose al abecedario. «¡Tienen mucho aparato estas letras!» Gorki no cejaba en su empeño. Quería que supieran leer de corrido y por cuenta propia las palabras «Lenin, Stalin, proletario, paz» y que Pudieran alimentar sus cerebros con los periódicos murales que el batallón confeccionaba. Sidlo y papá Pistolas asistían de observadores a aquellas sesiones y empezaban a sentir por España y sus hombres una admiración imprecisa, algo muy distinto a lo que sentía Axelrod «Esa gente tan revolucionaria como puedan serlo los húngaros e incluso los checos», comentó Sidlo. Teo se Indignaba con los extranjeros porque tenían la manía de comparar, y la Valenciana barbotaba: «A mí esos
puntos
no me la dan».

El Perrete, cornetín y payaso a la vez, vivía su momento glorioso. No sólo era el hijo adoptivo de la Valenciana, sino de todas las milicianas del sector. Al muchacho casi lo asustaban tantas caricias en algunas de las cuales notaba algo anormal. Como los perros de nadie, gustaba de merodear por los lugares pintorescos: la cocina, la improvisada barbería, la enfermería, etcétera. El no había cambiado, pero sí era otro su prójimo. En efecto, sus compañeros actuales se tomaban a risa sus imitaciones de perros, y tanto más se reían cuanto más descalabrado era el chucho que imitaba; en cambio, en el pueblo, en Pina, era corriente lo contrario. Era corriente que los ojos se detuvieran en él, lo observaran con infinita tristeza. El Perrete no se explicaba la diferencia, y un día le preguntó a Gorki a qué podía obedecer. Gorki le contestó que la guerra era una cosa tan dura, que «a su lado las calamidades de un perro parecían una tontería».

Otra pompa de jabón que había evolucionado era el doctor Rosselló. En el frente encontró la humildad necesaria para atender a quienquiera que fuese llevado a su quirófano, sin distinción, y ni tan sólo cayó en la fácil trampa de llevar a cabo experimentos quirúrgicos a costa de los heridos anónimos. Todo el mundo se dio cuenta de la progresiva nobleza de su rostro y Durruti encontraba más que nunca justificado el tratarlo de usted, hasta el punto que le entregó un talonario de vales mediante el cual podía proveerse de cualquier artículo que le hiciera falta, desde unas tijeras o estricnina a un automóvil, en cualquier establecimiento de la zona.

Una de las más graves preocupaciones del doctor era el incremento de las enfermedades venéreas, hecho previsible aun careciendo de los dones proféticos de Ezequiel. El doctor Rosselló afirmaba que en el frente de Aragón había milicianas que causaban más bajas que los morteros enemigos. Los milicianos empezaban a llamarlas «ametralladoras», mote que Murillo se negaba a aceptar considerando que el daño lo causaban «sin meter ruido».

La distracción del doctor Rosselló era el ajedrez, Se le habían incorporado un par de jóvenes médicos ingleses y un anestesista y los cuatro, cuando colgaban los guantes, organizaban campeonatos que transcurrían con solemnidad excesiva, casi cómica. Luego, el doctor se dedicaba a escuchar música. Hacía honor a su cargo de presidente de la Asociación Musical gerundense. Tenía una gramola y discos y, cerrando los ojos, se extasiaba con los acordes ¡en su mayoría alemanes! que se apoderaban del aire. Los médicos ingleses solían acompañarlo; en cambio, Ideal murmuró: «Se ha creído que estamos en el teatro».

También Arco Iris evolucionó. El ex dependiente de la empresa dedicada al préstamo de disfraces, se convirtió en el realizador de cuantos camuflajes exigía la prudencia. El propio Durruti lo reclamó para transformar en tupido bosque su Cuartel General. Arco Iris, que con sólo oír la palabra «guerra» se desternillaba de risa, ideó tomarles el pelo a los «fascistas» que guarnecían las posiciones de enfrente, y al efecto recortó en madera varias siluetas de milicianos de la FAI, siluetas que, accionadas por medio de hilos, al modo de las marionetas, hacía asomar intermitentemente por el parapeto, forzando a los centinelas de turno enemigos de gastarse unas docenas de cartuchos. También ideó la llamada «batería vegetal», consistente en cuatro troncos de árbol embadurnados con impar malicia y emplazados en una zona apartada, como si fueran cañones, los cuales excitaban curiosamente la ira de la artillería enemiga.

También evolucionaban José Alvear y el capitán Culebra, inseparables desde que Durruti les concedió sendos vales para escoger en las cárceles de El Burgo y Alfajarin la mujer que quisieran. El hecho de quedarse los dos dormidos como marmotas en el camión que los llevaba, selló su alianza.

—Tú no eres anarquista ni nada —le decía a José el capitán Culebra, éste con la culebra enroscada al cuello—, tú sólo eres mi amigo.

José Alvear se quitaba el cinturón flexible y en honor de su amigo hacía que el acero se enrollase por sí solo.

—A mandar, cabroncete, a mandar.

Los dos capitanes se habían afectado con los últimos reveses militares y no comprendían que Durruti no pidiera refuerzos y no se decidiera de una vez a tomar Zaragoza. «Sala de espera, la tenía yo en la estación de mi pueblo», clamaba el capitán Culebra. «Se está bien así, ¿no?», insinuaba, sonriendo, el doctor Rosselló. Ellos negaban con la cabeza. Lo que ellos querían, al igual que el Perrete, era bravuconear.

No obstante, mientras el «Altísimo Mando» no despertara de la siesta, tenían que conformarse con dos expansiones muy diversas: la baraja y los altavoces para comunicarse con el enemigo.

Culebra y Alvear organizaban en las trincheras timbas de padre y muy señor mío. Ganar o perder Les tenía sin cuidado, entre otras cosas porque casi siempre jugaban con billetes sin valor, emitidos por algún comité de pueblo aragonés. En cambio, les Complacía horrores decir «puta» cuando salía una sota y decir «Durruti» cuando salía el rey.

La expansión por medio de los altavoces era vieja historia. Los «nacionales» habían empezado a utilizar este medio de propaganda y Durruti tardó veinticuatro horas en replicarles con una instalación más potente todavía.

Por regla general, los diálogos se parecían mucho:

—¡Eh, rojos, cabronazos! ¿Estáis dormidos o que?

—¿Dormidos? Pronto lo sabréis. Escribid urgente a la familia.

—¿Qué tal los dos pildorazos de ayer? ¿Entrasteis en calor?

—Uno mató a un escarabajo y el otro no estalló. Dentro había un papel que decía: «Muera el fascismo».

—¿Ah, sí? Desde aquí olemos a fiambre.

—Eso cuéntaselo al último cabrón que durmió con tu madre.

Otras veces una nota sentimental tocaba el aire.

—¡Eh, fascistas! ¡Hijos de Mussolini!

—¿Qué pasa ahora? Abreviar, que tenemos sueño.

—¿Hay por aquí alguno que sea de Alcañiz?

Se oía una voz.

—Sí, yo soy de Alcañiz. ¿Qué pasa?

—Que ayer en tu pueblo hubo
comadroneo
. Una gachí de veinte años tuvo gemelos.

—¿Cómo? ¡La hostia! ¡Dame el nombre! ¿Cómo se llama?

—Un nombre muy así…, muy café con leche. ¡Margarita! Eso es… Margarita Iguacen.

—La conozco, la conozco… Oye…

—¿Qué quieres?

—Si vuelves por allá, si no te matamos hoy de un chupinazo, dale recuerdos de mi parte, de parte de Eustaquio. Ella sabrá… —¿Eres tú el padre o qué? Serás servido…

Otras veces la nota sentimental era el intercambio equitativo de noticias de uno y otro bando. Cada lunes los «nacionales» daban a los «rojos» el parte de las corridas de toros celebradas en su territorio y los «rojos» correspondían dándoles los resultados de los partidos de fútbol celebrados en el suyo.

El día 26 de septiembre, los capitanes José Alvear y Culebra, disfrazados respectivamente de don Quijote y de Sancho —aquél, con una lanza, éste, con aire de labriego astuto—, decidieron armar la gorda. Enterados de que las trincheras «nacionales» estaban guarnecidas por falangistas y guardias civiles se acercaron a los micrófonos y dedicaron a los primeros el
Cara al Sol
, con el texto modificado burlescamente —dijeron camisa «sucia» en vez de camisa «nueva» y en vez de «volverá a reír la primavera», «mataremos a Primo de Rivera»—, y a los segundos, recitado de punta a rabo, el «Romance de la Guardia Civil española», de García Lorca:

Tienen, por eso no lloran,

de plomo las calaveras.

Con el alma de charol

avanzan por la carretera.

Todo el mundo dio por descontado que los «rebeldes» contestarían a morterazo limpio, de modo que Arco Iris, precavido, se hundió en la cabeza un casco pintado de verde. Pero sucedió lo imprevisto. La respuesta «fascista» no fue de metralla, fue verbal. Una voz rotunda, de locutor profesional, dijo: «¡Atención, rojos, atención! ¡Basta de versos! ¡Toledo es nuestro! ¡Toledo es de España! ¡El Alcázar ha sido liberado! ¡Arriba España! ¡Cabrones, cochinos! ¡Toledo es de España! ¡Ahora vamos a por Madrid! ¡Tararí, tarará…!»

Los milicianos del sector, especialmente el capitán Culebra y José Alvear se quedaron de una pieza. Muchas veces, en ocasiones similares, habían contestado: «¡Mentira, embusteros fascistas! !Mentira! ¡Que os den por el c…!» Pero aquella vez, sin saber por qué, presintieron que la noticia era cierta. «¡Maldita sea!», se oyó. Y otra vez el silencio. El capitán Culebra, vestido de Sancho, abandonó el micrófono y tomó la cajita de la culebra, y José Alvear, vestido de Quijote, abandonó su lanza y tomó en sus manos el Sombrero. Y echaron a andar. Echaron a andar encorvados, puesto que sus cabezas no eran de madera. Y con mucha lentitud, pues hasta sus piernas reflexionaban. Sin darse cuenta se dirigieron hacia el desierto en que la «batería vegetal» apuntaba al enemigo. La distancia era aproximadamente de un kilómetro, tal vez más. Y ninguno de los dos hombres decía nada y la culebra dormía en la cajita, que sostenía torpemente su amo.

El enemigo, entretanto, toca himno del
Legionario
, el
Oriamendi
, y el
Cara al Sol
. Los legionarios afirmaban que «su novia era la muerte», los requetés cantaban «la unión» y los falangistas, como Mateo al llegar a Gerona, decían que en España empezaba a amanecer. Y lo decían en un momento en que los pensamientos de Quijote y Sancho eran crepusculares y en que por la llanura de Aragón pasaban las primeras sombras fantasmales, sombras enfermas como Dimas, acariciantes como las manos nos de Merche mientras Porvenir agonizó.

El capitán Culebra y José Alvear llegaron al emplazamiento de los cuatro troncos de árbol que hacían de cañones. Y allá se sentaron, a los pies de uno de estos cañones. Y José Alvear, sacando sin fuerza su cajetilla de tabaco, suspiró:

—Hay que joderse.

Y el capitán Culebra contestó:

—Me c… en Mussolini y en Hitler, cien veces y más.

Liaron un pitillo. El papel era de marca Job. Al cabo de un rato los dos fanáticos acróbatas iban matando con los pies hormigas y más hormigas.

—Lo que más me ha reventado —dijo de pronto José Alvear— ha sido el tararí-tarará…

* * *

Lo que mayormente había impresionado a Durruti, incluso más que la pérdida de Toledo y su famosa fábrica de armas, y más que la noticia según la cual los moros y los legionarios prosperaban incontenibles en su avance hacia Madrid, había sido la derrota en el Norte, la derrota de los vascos. Durruti admiraba a los fuertes, y los vascos lo eran en grado superlativo. A los atletas extranjeros les decía siempre: «Si algún rato os sentís superhombres, avisadme. Os traigo una docena de vascos y comeréis papilla.» ¿Qué tendrían, pues, los requetés, que fueron capaces de vencer a los «gudaris» y tomar Irún y San Sebastián?

Durruti había evolucionado. No vivía de ilusiones. Sus hombres, los anarquistas, magníficos luchadores en las barricadas, en el frente dejaban mucho que desear. «Libertad y disciplina se dan de bofetadas», le decía a Pérez Farrás. Continuamente recibía informes desagradables, no sólo del frente de Aragón, sino de los restantes. Informes que daban cuenta incluso de vergonzosas deserciones a la retaguardia. Buenaventura Durruti, que en un discurso había dicho: «Renunciamos a todo menos a la victoria», comprendió que era preciso tomar una determinación y la tomó: convertir su feudo de Aragón en base modelo, que sirviera de pauta a todo el Ejército Popular.

Los sistemas podían ser muchos; él escogió el que le dictaba su temperamento. Y su temperamento le aconsejaba imponerse por vía directa, por el escarmiento, cortando por lo sano. Sus compañeros Ascaso y Ortiz, llamados a consulta, le dijeron que Líster y el Campesino, comunistas, estaban empleando ya desde un principio este procedimiento, que se ganaban la obediencia de su tropa a base del ejemplo personal y del terror. La lengua de Durruti chascó. «¡Bueno! Yo no entiendo el ruso. Que ellos hagan lo que quieran. Yo actuaré a mi manera.» Durruti odiaba a los comunistas, sobre todo desde que con voces de halago intentaban captarlo para el Partido.

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