Un millón de muertos (34 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Ana María estaba embobada, como le ocurrió en San Feliu de Guixols. Tomó entre las suyas una mano de Ignacio y la estrechó. Y lamentó que en su taza no quedara ni una gota de café para brindar. Y le dolió que todo fuera tan breve y no llevar ella, aquella tarde, los rodetes en las sienes. Sin embargo, la incomodó que Ignacio hablara de «la ración de carne». Gaspar decía siempre que la guerra tenía un polvillo especial, excitante, que lo justificaba todo y degradaba a todo el mundo. Pero ¿por qué Ignacio no escapaba a esta ley? ¿Acaso era como los demás, como todo el mundo? Entonces ¿por qué sólo él sabía decir cosas como «las ametralladoras disparando hojas verdes» o «los barcos dialogando con los peces»?

¿Y por qué Ignacio insistió en que a los hombres les era difícil amar en serio? ¿Y su padre, pues, Matías Alvear? ¿Y Gaspar, que tanto amaba a Charo? Algo había en Ignacio que el muchacho se callaba, no sabía por qué.

Ana María guardó un momento de silencio e inesperadamente preguntó:

—Dime una cosa, Ignacio… ¿Tienes novia?

Ignacio la miró con decisión.

—¿Novia? ¿Por qué me lo preguntas?

—No sé… —Ana María levantó los hombros—. Dime sí o no.

Ignacio echó una bocanada de humo y contestó:

—No…

Ana María hizo un mohín indefinible. Medió otro silencio largo. Hasta que la muchacha reaccionó.

—Tienes que perdonarme pero a tu lado soy feliz.

* * *

Una hora después, Ignacio regresaba en el tren a Gerona. Dos recaderos cargados con bultos dormitaban a su lado. Junto al retrete, un coche decía: «Reservado», corridas las cortinillas. El sol de agosto se ponía al otro lado de to das las montañas. «Seréis felices… ¡Como si lo viera!» Las ruedas del tren parecían amar a los raíles y hilos telegráficos no hacían mas que besarse, separarse y, volverse a besar.

SEGUNDA PARTE

Del 1 de Septiembre de 1936 al 31 de Marzo de 1937

Capítulo XIV

A lo largo de los meses de septiembre y octubre se produjeron importantes acontecimientos en el orden militar y en el orden psicológico. En primer lugar, las fuerzas «nacionales» que partiendo de Galicia pretendían enlazar con el general Aranda —éste se hallaba cercado por los mineros en el interior de Oviedo—, consiguieron abrir brecha, forzar el bloqueo y entrar en la capital de Asturias. El hecho tenía una importancia extrema, pues demostraba que los mineros eran vencibles. Tampoco el bloqueo de Huesca culminó en ocupación. Huesca seguía resistiendo. Teo estaba allí, pegado a la Valenciana, pero su formidable naturaleza no tenía en qué emplearse. Ascaso daba por cierto que los «nacionales» habían desenterrado a Galán y García Hernández y los habían vuelto a fusilar. Con estas y otras noticias, el jefe anarquista encendía el ánimo de los suyos; pero Huesca no se rendía. Un compañero de Teo, voluntario catalán, comentó: «Bueno, ellos habrán refusilado. Pero yo a la palabra sacerdote le he quitado el
sa
.».

En segundo lugar, los «nacionales» ocuparon Irún y San Sebastián. Las fuerzas del general Mola fueron arrollando el Ejército vasco hasta cortarle la frontera con Francia. Fue un combate dramático, prácticamente iniciado el primer día de la revolución. Los vascos se defendían con ardor y con fe. La complexión atlética de la raza les permitió llevar el esfuerzo más allá de lo humano. Hubo momentos —en Peñas de Ayala, en San Marcial— en que lo que brotaba de la tierra no era humo, sino tierra y humo, y en que los cuerpos se adherían a la ametralladora y al parapeto como ventosas dotadas de voluntad. Terrible saber que los que luchaban eran hermanos. Visto desde un avión, ¿qué podía pensarse? Las boinas rojas —entre las que destacaba la de Germán Ichaso, el hijo mayor de don Anselmo Ichaso— eran copos de sangre que salpicaban el Pirineo. ¡Los que luchaban eran hermanos! Los vascos que se oponían al avance de aquellos requetés que gritaban «Viva Cristo Rey» no tenían nada que ver con Durruti ni con Axelrod. Los había del Frente Popular y, mezclados con ellos, algunos voluntarios franceses y belgas, perfectamente disciplinados. Sin embargo, el núcleo de sus cuadros se componía de nacionalistas vascos, católicos a ultranza, y entre ellos se alineaban, cantando himnos, un hermano de la propia Carmen Elgazu, Jaime Elgazu, el
croupier
del Kursaal, de San Sebastián. De modo que los requetés, al disparar, disparaban contra seres que rezaban las mismas plegarias y que cantaban las mismas canciones:
Riau, Riau; La Sequía; Adiós, Pamplona…
¡Disparaban incluso contra sacerdotes! Cierto, había sacerdotes separatistas que manejaban el arma con primor, que mientras atendían a los moribundos seguían arrojando bombas. Obraban según su conciencia y estimaban, al igual que el orador (sagrado que mosén Francisco oyó por la radio, que defendían la causa del pueblo al modo como Cristo la defendió. «Cristo salió del pueblo», había afirmado el presidente vasco Aguirre. Así lo entendieron los sacerdotes, por lo que preferían combatir con los «gudaris» a ponerse de parte de don Anselmo Ichaso. ¿Qué podía pensarse desde un avión? Que el minuto de amor solicitado por Ignacio no había llegado aún, que todo aquello era pavoroso y que un viento loco batía las legendarias costas cantábricas.

Parte del Ejército vasco derrotado se replegó hacia Bilbao, llevándose en calidad de rehenes a muchas mujeres. Pero hubo unidades que no tuvieron otra salida que Francia. Los combates et el puente fronterizo con Hendaya y en el Bidasoa fueron espeluznantes. Las balas perseguían chascando a los que cruzaban el río a nado o en barca; y en cuanto al puente internacional, hubo fugitivos que fueron alcanzados por un disparo en el pre momento en que pisaban la línea divisoria. Entraron en Francia muertos, y sus cuerpos muertos se acogerían allí al definitivo
droit d'asile
. Multitud de franceses y de representantes diplomáticos presenciaban desde las alturas la encarnizada batalla, como desde las alturas de Gibraltar los ingleses, provistos de prismáticos, habían presenciado algún combate naval. No comprendían los motivos de la lucha y exclamaban: «
Ah, ces espagnols!
» Había mujeres que arrancaban un botón de las cazadoras de los fugitivos para guardarlo como recuerdo.

Irún fue incendiado. Las casas se derrumbaron. San Sebastián quedó casi intacto y la belleza de su bahía se ofreció a los ocupantes. En la maniobra había colaborado con oportunidad, desde la costa, la escasa Marina «nacional», mientras la «roja» se refugiaba en el Mediterráneo.

En Pamplona, don Anselmo Ichaso, a la salida del tedéum en la catedral, accionó la palanca de su red ferroviaria y todos los diminutos trenes, adornados con gallardetes, desfilaron ante la estación de «San Sebastián», en presencia de su hijo mutilado, Javier Ichaso, y de «La Voz de Alerta», el cual había sido invitado a la ceremonia. Su otro hijo, Germán Ichaso, entró en efecto en la capital de Guipúzcoa con la columna Cayuela. Había prometido tomarse un baño en la Concha, pero no lo hizo. En cambio, en señal de júbilo, echó al agua todas las bombas de mano, que resonaron lúgubremente. Muchos requetés le imitaron y por debajo del agua los peces fueron comunicándose la temblorosa noticia. Ahora las Compañías navarras se transformarían en Brigadas y más tarde en Divisiones.

La victoria del general Mola en un sector tan estratégico como la provincia de Guipúzcoa desató en toda la zona «nacional», desde Galicia y Castilla hasta Extremadura y Andalucía, una explosión de entusiasmo. Queipo de Llano dijo por la radio: «Les dimos una patada en un lugar que yo me sé». Mateo; ya incorporado al frente, en el Alto del León, en unión de José Luis Martínez de Soria, tensó su brazo hasta casi tocar una estrella. El camarada Núnez Maza, entregado de lleno a los servicios de Propaganda, se desgañitó con los altavoces y María Victoria masticó en Valladolid un chicle especial. Por el contrario, en la zona «roja» la sorpresa fue triste. El Gobierno no dio con la palabra precisa para justificar aquello. Axelrod, el hombre nacido en Tiflis, y con el los militares rusos que trabajaban a su lado, se indignaron contra el Ministerio de la Guerra. En Barcelona, Ana María consiguió, como siempre, introducir el parte en el cesto de la comida destinado a su padre, que seguía en la Cárcel Modelo. Su padre comprendió. En Gerona, el coronel Muñoz se pasó toda una tarde mirando a través de los ventanales.

El tercer hecho de armas más importante de aquel mes de septiembre fue la toma de Badajoz y en consecuencia la unión, el enlace de los Ejércitos «nacionales» del Sur y del Norte a lo largo de la frontera de Portugal, enlace que habría de influir poderosamente en la marcha de los acontecimientos. En efecto, permitía la coordinación de la campaña bajo una sola mane y lanzar las tropas del Sur carretera adelante, en dirección a Toledo, cuyo Alcázar continuaba resistiendo, y a Madrid. Franco mandaba estas tropas. Los moros se mostraban muy eficaces en la ofensiva, sobre todo si los legionarios andaban pisándoles los talones. Sus extraños gritos desconcertaban a los milicianos, por lo que algunos de éstos aseguraban que no eran tales moros, sino frailes disfrazados. El intento de la liberación del Alcázar de Toledo se convirtió de hecho en una carrera contra reloj, de extrema importancia moral. Todo el mundo, fuera cual fuera su bando, se preguntaba: ¿Llegarán a tiempo? Se había probado el incendio por medio de gasolina, pero el ensayo fracasó. Ahora, expertos dinamiteros seguían socavando la fortaleza para hacerla volar. Dos gigantescas minas estaban preparadas, una comunista, otra anarquista, y varios operadores cinematográficos, entre los que figuraba el periodista belga Raymond Bolen, el amigo de Funny, esperaban el momento. La artillería, colocada casi a los pies de los muros, iba arrancando éstos a jirones y el interior debía de ser un cementerio. El Gobierno de Madrid anunciaba una y otra vez que la rendición era inminente. «¡Resistir es inhumano!» «¡Por lo menos, que dejen salir a las mujeres y a los niños!» Las jefes revolucionarias —Margarita Nelken, Victoria Kent, Federica Montseny y la Pasionaria— afirmaban que el coronel Moscardó, el defensor, era un criminal. Olga abundaba en este parecer. En cambio, el doctor Relken estimaba que militarmente la defensa era un acierto notable, muy representativo del espíritu enfático de la raza, y que ponía en un brete al ingenuo Alto Mando de Madrid.

El cuarto hecho de armas de aquel mes de septiembre fue el singular aborto de la expedición catalana a Mallorca, a las ordenes del capitán Bayo, expedición formada por unos catorce mil hombres, entre los que figuraban Santi y otros muchos gerundenses, así como el Gremio de camareros voluntarios. El capitán Bayo, que se empeñó en que la operación se realizara bajo la bandera de la Generalidad de Cataluña y no bajo la bandera de República, zarpó del puerto de Barcelona y desembarcó en el litoral mallorquín, en la cala Madrona, al sur de Porto Cristo y mas tarde en la cala Morlando, sin mayores dificultades. La isla estaba escasamente guarnecida y reinaba en ella mucha confusión, aunque los puertos naturales de Sóller, Pollensa y Alcudia habían sido armados con la artillería de los parques. Al pronto, el desembarco de las milicias catalanas sembró por doquier el desconcierto. De tratarse de tropas disciplinadas y aguerridas, la batalla no hubiera tenido color. Sin embargo, los milicianos hicieron gala de una imprevisión y de una insaciabilidad por el botín abrumadoras, dando tiempo a los defensores a reaccionar y a organizarse, distinguiéndose de un modo especial los pelotaris del Frontón Balear. Factor decisivo, sin duda, fue la llegada a Mallorca de una escuadrilla de aviones italianos que se adueñaron del aire y que paralizaron los reflejos de los expedicionarios.

El capitán Bayo tuvo que reembarcar y regresar a Barcelona. En Mallorca dejó muchos muertos y prisioneros y a su vez se trajo para Cataluña algunos soldados que se pasaron a sus filas. La cólera de los derrotados se proyectaba unánimemente sobre el mismo objetivo: la intervención italiana. «¡El marica de Mussolini!» «¡Nos achicharraba como a los negritos!» Los periodistas de Barcelona publicaron en torno al hecho minuciosos reportajes, que en el Banco Arús fueron devorados con avidez, afirmando que la isla balear vivía sometida al capricho de un fabuloso jinete romano, el conde Aldo Rossi, abogado de profesión y destacado miembro del Partido Fascista, quien se paseaba montado en un caballo blanco, de pantalón corto, llevando muñequeras con balines y en el cinto un pequeño arsenal de cuchillos y granadas. Según
El Diluvio
, el conde Aldo Rossi, en pago a la ayuda prestada a las titubeantes autoridades fascistas de Mallorca, les imponía a éstas su voluntad, a la vez deportiva y homicida. «
Fusílate súbito
…» Era su expresión favorita. «Algunas mujeres campesinas —decía
El Diluvio
—, viéndole galopar de noche por los polvorientos caminos de la isla, ven en él una especie de encarnación de San Miguel.»

Tales sucesos eran claros como la luz y tuvieron la virtud de fijar las posiciones. Los que deseaban la victoria de los «nacionales», hacían caso omiso de los procedimientos usados y encontraban base segura para sus esperanzas; los que confiaban en e! aplastante triunfo del Gobierno de la República comprendieron por fin que, tal como reconocía Prieto en sus discursos y como afirmó el doctor Relken en su conversación con Julio, «el enemigo era fuerte». En todas partes se hablaba de la falta de disciplina y de que sobraba «el obrar cada cual por su cuenta». Las teorías del general —que de pronto había desaparecido de Gerona en unión de sus hijas, misteriosamente reclamado por el Ministerio de Guerra— se confirmaban día tras día. Si los nacionalistas vascos, combatientes de primer orden, no pudieron con las fuerzas de Mola, ¿cómo iban a poder contra los defensores de Zaragoza las abigarradas milicias de Durruti? ¿Y cómo detener a los que avanzaban en dirección a Madrid? Haría falta recomenzar por la base, preocuparse mil veces más del frente y mil veces menos de la retaguardia. ¿Qué hacían tantos coches patrullando aquí y allá? ¿Y tantos hombres útiles pidiendo los papeles por las carreteras? ¿Por qué la columna «Hierro» había abandonado en bloque el frente de Teruel al objeto de «inspeccionar en Levante la marcha de la revolución»? Primero la guerra, luego la revolución. Fue la consigna que se abrió paso, ante la cólera del Responsable, quien entendía que era posible llevar a buen término ambas cosas a un tiempo.

* * *

Sin embargo, tales percances no resquebrajaban lo mínimo la moral de victoria existente en la zona «roja». Sus posibilidades seguían siendo muy grandes y en muchos aspectos de la erra los «nacionales» apenas si podían oponer otra cosa que técnica, la disciplina y la confianza en los errores enemigos…
El Demócrata
, portavoz como siempre de las estadísticas meticulosas del jefe socialista Antonio Casal, iba publicando al respecto notas muy precisas. «Las reservas del Banco de España siguen siendo nuestras y nuestras las zonas industriales del país y las grandes fábricas de armas. La Marina combate prácticamente entera a nuestro lado —cincuenta unidades, incluyendo doce submarinos— y todos los puertos del Mediterráneo y casi todos los del Norte están, intactos, en nuestro poder. Algo semejante cabe decir de la Aviación. Nuestra red de aeródromos va perfeccionándose, en tanto que la red enemiga está confinada al interior, con pistas de aterrizaje o muy distantes o mal escalonadas. El dominio del aire corresponde a los rebeldes en el escueto frente de Guipúzcoa y es nuestro, de un modo rotundo, en los amplios frentes de Aragón y del Sur.» Todas estas cifras y otras similares demostraban a los gerundenses que, pese a los reveses, por otra parte normales en cualquier aventura de largo alcance, el resultado final no ofrecía lugar a dudas.

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