Fue Axelrod, cónsul ruso en Barcelona, el encargado de explicarle a Cosme Vila las razones que tenía «La Casa», Moscú, para proseguir la lucha. Aparte que el Ejército de Franco estaba también terriblemente desgastado, Hitler acababa de invadir Austria, de ocupar Viena, y sus provocaciones eran tan desatadas que la declaración de guerra entre Alemania y las democracias era cuestión de unos pocos meses. «Cada día que pasa es un día que ganamos.» En segundo lugar, varios ingenieros checos estaban redondeando el invento de una arma nueva, terrorífica… «Su solo anuncio obligaría al enemigo a capitular.»
Cosme Vila se quedó perplejo y se tocó el cinturón de cuero. El perro de Axelrod le lamía los zapatos. Tal vez «La Casa» tuviera razón… Muchas veces había disentido de su criterio y el tiempo se había encargado inexorablemente de votar en favor de Moscú. Por otra parte, Negrín no era un imbécil. Negrín era una inteligencia un tanto desbordante y fabulosa, lo cual no le impedía hacer gala, en los momentos graves, de un extremado sentido realista. Pues bien, Negrín, después de estudiar los datos y las posibilidades, no había vacilado en imprimir millares de pasquines redactados por su propia mano que decían:
Resistir significa vencer. Resistir con pan o sin pan, con ropa o sin ella, con fusiles o sin ellos. No pasarán.
Por otra parte, era evidente que Franco no se atrevía a tentar francamente la aventura de Cataluña… Le daba miedo acercarse a Barcelona y seguía entreteniéndose hacia el Sur, en dirección a Castellón de la Plana.
—No pierdas las calma, camarada Cosme Vila, y reflexiona. Con un poco de mano dura podemos poner en pie de guerra cuatrocientos mil soldados. ¡No pongas esa cara, que no hablo porque sí! Mis datos son ciertos. Cuatrocientos mil, ni uno menos. Que chaquetee Antonio Casal o un militante pueblerino, pase… Pero tú has superado esa etapa, creo yo…
¡Antonio Casal…! No tenía, el pobre, quien le hablara con tanta autoridad, pues la Logia Ovidio estaba dispersa. Su único consuelo era acariciar la cabeza de sus hijos e intercambiar lamentos con David y Olga. Antonio Casal no veía solución posible. Llegó del frente terriblemente conturbado y citó a los maestros en su despacho de Abastos. Pilar, al ver a Casal, su jefe, lo saludó con desacostumbrada amabilidad y ello bastó para ponerlo doblemente nervioso. Sí, el dirigente ugetista había hecho el raro descubrimiento de que la guerra era una cosa terrible. Y, desde luego, a despecho de los argumentos que le había revelado Cosme Vila —«argumentos de torito real, prestados, como podéis suponer»— Antonio Casal no veía la menor posibilidad de reorganizar el Ejército con un mínimo de garantía. «La suerte está echada. Hemos jugado y hemos perdido. ¿Queréis que os diga lo que siento? Si no tuviera mujer e hijos, me suicidaría.»
Los maestros pensaron una vez más en el fichero de suicidas de Julio. David se paseaba, como siempre, con las manos a la espalda, y Olga, como siempre, estaba en un rincón, alisándose los cabellos. Oían el paso intermitente de los camiones por la ancha calle, y unos milicianos, que debían de estar en el garaje de la esquina, cantaban melancólicamente:
El hombre del hombre es hermano,
derechos iguales tendrá.
La tierra será el Paraíso.
La Patria, la humanidad.
La situación del Responsable era distinta. Estaba desesperado y le roía un remordimiento: todos los dirigentes de Gerona habían visitado el frente menos él. En cierto modo se consideraba desertor. No pensaba en suicidarse, porque amaba la vida y además creía en fuerzas oscuras y secretas, que operaban al margen de la voluntad del hombre y que en un momento dado eran capaces de «hipnotizar» a los acontecimientos. Tales fuerzas, que en el caso de José Luis Martínez de Soria eran Satán y los astros, en el caso del Responsable eran las serpientes, tal vez porque su madre había muerto con una de ellas enroscada al cuello. «Los animales, los animales intervienen e influyen en nuestra suerte.» Nunca había querido ir de cacería. Y en el fondo despreciaba a los matarifes del Municipio, pese al viejo acuerdo tomado por éstos de ingresar en bloque en la FAI.
El Responsable escuchó con atención a Cosme Vila, sacando como de costumbre dos columnas de humo por la nariz.
—¿Cómo conseguirás reunir esos cuatrocientos mil hombres?
—Mano dura. Controles en las carreteras impidiendo las deserciones. De nosotros depende. Quedan quintas por llamar.
—¿Y la aviación?
—Antes de una semana, doscientos aparatos nuevos, con pilotos rusos y polacos, aterrizarán en Cataluña y Valencia, para coger a los fascistas entre dos fuegos.
—Ni siquiera los internacionales quieren luchar… Los hay que a pie se largan a Francia.
—Seis deserciones, o diez, no cuentan. Tienen un contrato y se les retiró el pasaporte. ¿Adónde van a ir?
El Responsable tiró la colilla.
—Suponiendo que todo esto no sean sandeces, ni Stalin, ni la Pasionaria, ni mi buena voluntad, solucionará el problema del hambre.
Cosme Vila tuvo un momento de flaqueza. Aquello era cierto. Ya no podían contar, en Cataluña, ni siquiera con los productos de la huerta y las vegas levantinas. En Gerona se masticaban pipas de girasol y las propias mujeres de los milicianos habían apedreado los nombres de las calles y plazas como plaza del Aceite, plaza del Vino… Cosme Vila llegaba a su casa y decía: «No quiero cenar», «no quiero almorzar». Pero empezaba a sentir mareos y eran pocos los capacitados para imitar su conducta. Su hijo, desde luego, no. Su hijo reclamaba su ración.
—Querido Responsable, las cosas son como son. Los franceses mandarán algo y el resto tendremos que robárselo a los fascistas.
Julio era otra cuestión… Se marchaba a Perpignan, no a Marsella, en compañía de Amparo. «Hay que vivir de realidades.» Últimamente había contratado como sirvienta a la miliciana Milagros, que al inicio de la guerra se había ido al frente con la Columna Durruti. Y Milagros le decía a Julio: «Me gusta el señorito por que se ríe de todo». Era cierto. Julio había hecho su equipaje, incluyendo el pequeño museo particular —su última adquisición, una espuela de caballería senegalesa—, tarareando una melodía de Hawai, enfundado en su bata roja de seda. No creía en el arma secreta de los checos. «El arma secreta ha sido la de Franco: partirnos por la mitad.» Y había acabado por admitir la veracidad de las palabras que un día le soltó Carmen Elgazu: «No podréis nunca arrancarnos del pecho la religión». La última prueba se la habían dado la miliciana Milagros y Amparo, su propia esposa: sonaron las sirenas de alarma aérea y las dos mujeres se bajaron al refugio santiguándose e invocando a toda la corte celestial.
Julio tenía su porvenir económico asegurado, gracias a las comisiones que cobró en el extranjero, ¡incluso de la casa Krupp! Pero no estaba decidido a quedarse en Francia… por culpa «del ruido de las botas de Hitler». Pensaba en Chile, adonde se decía que acababa de llegar el ex ministro Prieto. «¿Qué te parece, Milagros? ¿Será cierto que en Chile hay mujeres guapísimas?» Milagros era patriota. «No sé, señorito. Pero dicen que como en España…»
El policía se había desinteresado por la suerte del doctor Relken, que seguía en Barcelona, en la «checa» al mando del giboso Eroles. En cambio, se acordó de los componentes de la Logia Ovidio. Uno por uno recibieron una carta suya de despedida, en la que les facilitaba sus nuevas señas: «Julio García, Hotel Cosmos, Perpignan». «Tal vez —les decía— haga todavía un par de escapadas a Gerona, pero serán muy breves.» También recibieron cartas análogas David y Olga, la familia Alvear y, en Barcelona, don Carlos Ayestarán. En cuanto al doctor Rosselló, recibió algo más… Julio García le envió a Madrid una nota urgente informándole con todo detalle de la detención de sus dos hijas. «Venga usted cuanto antes y procure evitar lo peor.» El doctor no dudó ni un segundo. Dejó el Hospital de Sangre en manos de sus médicos ayudantes, Durao y Vega, y consiguió pasar por Vinaroz cuarenta y ocho horas antes de que los «nacionales» ocuparan el pueblo. Llegado a Gerona, preguntó por Julio; se había marchado ya. Entonces el doctor, pistola en mano, se dirigió al encuentro del Responsable. En el camino, el espectáculo de Gerona, la ciudad que tanto amaba, le encogió el corazón. Y mientras subía la escalera de la casa que perteneció a don Jorge, se repetía: «O me devuelve a mis hijas, o lo mato».
Gerona era un hervidero. Casal calculaba que el número de habitantes de la población se había triplicado. Refugiados, heridos de guerra, mucha gente de Barcelona de paso hacia algún pueblo agrícola de la provincia a buen recaudo de los bombardeos y cerca del pan. Para alojarlos se habilitó la catedral, cuyas puertas fueron abiertas. La majestad del templo impresionó a todo el mundo. Los niños gozaron lo suyo persiguiéndose y ocultándose en los altares laterales y en el claustro, mientras los ancianos lamentaban que el Coro y sus sillares hubiesen desaparecido, pues en éstos hubieran podido sentarse resguardados, como los canónigos.
Todas las familias que ansiaban la llegada de los «nacionales» se preguntaban una y otra vez por qué Franco había interrumpido su avance. Especialmente los jóvenes se cansaron de malgastar sus fuerzas en una sala de espera mental y, ante el indignado estupor de los mayores, decidieron divertirse. Fue una rebelión activa contra la tristeza cotidiana, contra el tiempo mágico que se les escapaba de la mano. El becerro de oro fue el baile. Las sesiones que se organizaban en el Ateneo, lánguidas hasta ese momento, se vieron abarrotadas por parejas de todas clases, sin distinción de uniformes.
Pilar estaba horrorizada.
—¿Te das cuenta, mamá? ¡Asunción ha ido al Ateneo! ¡A Dolores la acompaña un aviador! ¿Cómo es posible?
Matías sospechaba que en muchos casos lo que las chicas pretendían era pellizcar algo de comer, pues el hambre había ya acabado con todos los recursos, rumoreándose que en Barcelona había sido asaltado el Parque Zoológico y que había quien se comía las ratas.
La familia Alvear procuraba mantenerse en pie. Matías era, en verdad, el piloto de la nave. Incluso había hecho, ¡por fin!, un viaje a Barcelona, para visitar en la Cárcel Modelo a don Emilio Santos, cuyo aspecto le arrancó una exclamación, casi un sollozo. Don Emilio Santos había sido golpeado brutalmente en la checa. Al ver a Matías su boca se abrió para sonreír; le faltaban varios dientes. «Gracias por haber venido, Matías. Me sentiré menos solo.» «Fue una locura que se marchara usted de casa, Emilio. Pero tenga valor, esto se acaba.» «¿De veras, qué noticias hay?» Matías le dejó a don Emilio una lata de sardinas y el sabor de una mentira piadosa. Le dijo que acababan de recibir noticias de Mateo. «Está bien, en la otra zona. Suponemos que en el frente.»
Matías visitó también a Ezequiel, en su establecimiento fotográfico. Sin novedad en la familia de la calle de Verdi.
—¿Quiere usted ver algo que le gustará? —le preguntó el fotógrafo.
—Claro…
Ezequiel se dirigió a un armario y sacó de él una tirilla con tres fotos-carnet que Ignacio se había hecho durante su estancia en Barcelona, en Sanidad.
—Para usted…
Con aquel tesoro Matías regresó a Gerona. Dulces lágrimas sobre las fotos-carnet. Matías procuraba ayudar y en compañía de Jaime hacía salidas por los alrededores de Gerona en busca de comida. Jaime llevaba la lista de los billetes «válidos», de las emisiones que Radio Salamanca daba por buenas y con la lista en la mano conseguía de vez en cuando que algún campesino accediera a venderles algo, a efectuar la transacción.
En Gerona eran muchos los varones que habían empezado a hacer calceta, no sólo para matar las horas sino para confeccionar las prendas necesarias contra el frío. Matías no fue excepción. A lo primero se limitaba a ofrecer sus muñecas, como si fueran a esposarlo, para que Pilar o su mujer ovillaran la lana. Pero terminó tomándole gusto y empezó una labor de punto. El primer día, Carmen Elgazu, en vez de agradecérselo, exclamó:
—¡Qué uñas más negras llevas, Matías! Ahora me doy cuenta.
Matías decía que le dolía hacer calceta porque el pequeño Eloy le perdería el respeto. Pero no habría tal. Eloy seguía siendo el mismo, cariñoso e insobornable, y a menudo, al ver por la calle a alguien que fumaba, no lo perdía de vista con la esperanza de que tirara la colilla al suelo y él pudiera llevársela a Matías.
Carmen Elgazu tenía un presentimiento que no la dejaba dormir. Presentía que en el momento más impensado, llamaría a la puerta, procedente de Madrid, José Alvear… No había exteriorizado a nadie sus temores, pero en estas cosas el corazón no acostumbraba a mentirle.
Curioso presentimiento. Curioso, sí, puesto que, sin saberlo, José Alvear estaba haciendo lo necesario para acudir a la cita. En efecto, había dado el primer paso. En cuanto vio que los «nacionales» llegarían al mar, sin pedir permiso a nadie abandonó a Madrid montado en un camión que se iba a Valencia, desde donde continuó en seguida para Barcelona. De hecho fue de las últimas personas que cruzaron por tierra el pasadizo de Vinaroz. Una vez en Barcelona, se encontró totalmente solo. Su padre, muerto; Canela, en Madrid; el capitán Culebra, no se sabía dónde. Además, era desertor y no tenía un céntimo. ¡Capitán y desertor! Bueno, nada de aquello preocupaba lo mínimo al primo de Ignacio, convencido también, lo mismo que el Responsable, de que fuerzas oscuras decidían el futuro de cada hombre.
Malos vientos soplaban también para mosén Francisco. Cosme Vila lo encerró en la «checa» gerundense, que en tiempos fue Horno de Cal. «Podrás rezar el rosario con tus compinches.»
Mosén Francisco, que en una de las entrevistas que celebró con Ana María en Barcelona creyóse obligado a comunicar a la muchacha que Ignacio era un ser inestable, que Ignacio tenía una novia llamada Marta…, al ver, en la «checa» de Cosme Vila, los dibujos de mujeres desnudas que coloreaban la pared, bajó la cabeza con amargura. El catedrático Morales, al visitarlo, sonrió: «No hay más que cerrar los ojos», le dijo al vicario. Mosén Francisco replicó: «No basta. Seguro que usted, aunque cierre los ojos, ve en su interior imágenes que le molestan».
* * *
En la España «nacional», la decepción fue todavía peor. La abuela Mati, de Bilbao, empezó a dar crédito a la versión según la cual Franco prolongaba adrede la guerra, estimando que una ocupación demasiado rápida del territorio enemigo le crearía problemas insolubles en el orden político y en el orden público. Don Anselmo Ichaso era de otro parecer. Tenía una fe absoluta en el Alto Mando. «Si no se ataca Cataluña es porque no estaremos en condiciones de hacerlo. Un ejército es una máquina muy quebradiza y por no tener eso en cuenta los rojos están donde están. Imaginemos que Franco avanza hacia Barcelona sin tener las espaldas guardadas y que de pronto Francia se decide por una intervención clara en favor del enemigo. En veinticuatro horas nos encontramos cogidos entre dos fuegos.»