Al mismo tiempo, en Marsella, los jefes comunistas búlgaros especulaban sobre los Balcanes, y el alemán Paul Herz, que detestaba a los griegos, estudiaba la posibilidad de instalarse en Atenas para penetrar certeramente en aquel extremo del Mediterráneo.
En Toulouse, Gerona tenía ya su representación… Cosme Vila había conseguido saludar incluso a Thorez y Togliatti; sin embargo, su jefe inmediato y absoluto continuaba siendo Axelrod, quien desde su llegada a Francia vestía más que nunca al modo occidental, si bien había cambiada visiblemente su lenguaje, objetivizándose de un modo que sorprendió a Cosme Vila. El viaje de éste por mar había transcurrido sin percance y apenas desembarcado en Banyuls-sur-Mer se trasladó a Toulouse cumpliendo instrucciones.
—Desenfocas el problema, camarada Cosme. Nuestra lucha es mundial y tiene muy relativa importancia perder una escaramuza en un rincón del mapa como es España. El tablero es inmenso y en él España es un peón. Claro, España es «tu» peón y por eso te duele. Pero tienes que acostumbrarte a la idea internacional, si no, serás un pésimo comunista.
Cosme Vila se esforzaba en comprender. Muchas veces pensó que su error había sido casarse. De estar soltero, todo aquello le sería más fácil y lo mismo le daría luchar por el Partido en Gerona que en Australia. Pero tenía mujer e hijo y en el fondo se confesaba que estas dos vidas le eran necesarias.
—No te preocupes por tu mujer y tu hijo —le había dicho Axelrod—. Los tres contáis desde este momento con un hogar en Moscú. Naturalmente, no a todos los combatientes del Partido podemos prometerles lo mismo, pues hay algunos cuyos servicios nos serán necesarios en otros lugares. Por ejemplo, a Gorki lo destinaremos aquí, en Toulouse, sitio ideal para instalar nuestra célula «pirenaica». Al malogrado catedrático Morales lo hubiéramos enviado a Cuba… Pero a ti puedo darte esta buena noticia: en pago de tus servicios, irás a Moscú.
La mujer de Cosme Vila se enteraría de ello con terror. No le gustaba ni pizca la idea de irse a Moscú. Para su primitiva mentalidad, Moscú era una ciudad con cúpulas tristes, un río helado y nieve hasta los primeros pisos. La mujer de Cosme Vila, que de soltera se reía mucho, «como un cascabel», era muy friolera y le hubiera gustado que Cosme Vila siguiera en el Banco Arús e irse todos los domingos a pasear a la Dehesa y a ver funciones de títeres. Por otra parte, su instinto le decía que a Stalin no debían de gustarle los derrotados… Según Unamuno, tenía, pues, mentalidad de crustáceo, no de vertebrado. Cosme Vila había superado esto, pero ¡le desagradó que Axelrod, en tono deprimente, llamara a España «peón»! No podía olvidar que en los momentos cruciales de la guerra le había dicho que «España era pieza clave, por su situación geográfica y por su fanatismo religioso». Axelrod advirtió claramente la vacilación del dirigente gerundense y endureció su semblante, por lo común fatuo y sonrosado. «Si tienes alguna queja, podrás formularla en Moscú.»
—De acuerdo.
Todo quedó en su punto. Los suegros se instalarían en Francia, en Toulouse, al cuidado de Gorki. No sería difícil encontrar para ellos una solución. El temor del suegro era que le ofrecieran una plaza de guardabarreras. «Con el idioma francés me armaría un lío», decía. Pero no iba a ser necesario. Cosme Vila se había escapado sin un céntimo, pero Axelrod, contra recibo, le hizo entrega de una respetable cantidad de francos «a cuenta de los fondos del Partido Comunista español», regalándole además un par de gramáticas para el estudio del ruso. Cosme Vila las hojeó y ¡cómo no! llegó a la conclusión de que con paciencia aprendería algo; en cambio, su mujer, con sólo ver aquellos garabatos que parecían alas de mosca, se echó a llorar. Por su parte, el niño prefería comerse el papel.
Gorki, que al pasar por el Collell había cumplido como los buenos la operación «limpieza de última hora», sintió celos.
—¿Por qué no podré ir yo a Moscú contigo? —Al parecer, Goriev, lugarteniente de Axelrod, se lo tenia prometido.
—Lo lamento, perfumista —le contestó Cosme Vila—. ¿Qué puedo hacer yo? Para que veas lo que son las cosas: mi suegro prefiere quedarse en Toulouse contigo que conmigo.
En Perpignan se habían reunido otros gerundenses… ¡La Logia Ovidio! Pero faltaban el comandante Campos, caído en Teruel; el doctor Rosselló, que se empeñó en quedarse en Gerona «suponiendo ingenuamente que sus hijos lo salvarían», y faltaba el coronel Muñoz, del que no se tenía la menor noticia. El H… Julián Cervera —¡ya lo llamaban ex comisario!— suponía que el coronel Muñoz se habría quedado encerrado en la zona del Centro, donde, según las últimas noticias, la Quinta Columna se estaba levantando en masa, especialmente en Cartagena.
Las reuniones de la Logia Ovidio en Perpignan, reuniones sin protocolo ni liturgia, tenían lugar en el café
Bon soir, Monsieur
, establecimiento algo apartado, pues en los céntricos era inevitable tropezarse con curiosos y, por supuesto, con los hermanos Costa y con el notario Noguer. A ellas asistía, en calidad de invitado de honor, don Carlos Ayestarán, ex jefe de Sanidad, mientras doña Amparo Campo andaba de tiendas y se familiarizaba con los productos alimenticios franceses, de los que decía que a no dudar hubieran hecho las delicias del doctor Relken.
El más desmoralizado era, como siempre, Antonio Casal. Antonio Casal ya no admiraba ni siquiera a Indalecio Prieto, de quien le contaron que propuso «reconquistar por sorpresa Vizcaya y Guipúzcoa» y cuya fabulosa fortuna ingresada a su nombre estaba dando mucho que hablar, afirmándose que estaba ofreciendo a Méjico, por su cuenta y riesgo, aviones y «otras pequeñeces». Todos sintieron lástima por el ex jefe de la UGT, especialmente Julio García, quien por aquellos días se mostraba muy sentimental y dispuesto a ayudar al prójimo.
—¡Bueno, bueno! —le decía el policía a Antonio Casal—. ¿Tanto te gustaba Gerona? Hay que enfrentarse con las situaciones. Antonio Casal procuraba reaccionar.
—Sí, claro… —decía.
Julio, que por lo pronto le había demostrado a Antonio Casal que la ayuda de la Logia Ovidio era un hecho real, entregándole una suma en francos que le permitiría afrontar sin preocupaciones el primer trimestre de su destierro, el día en que supo que David y Olga se encontraban en el vecino pueblo de Colliure, ¡en el mismo fonducho que el poeta Antonio Machado!, intentó aclarar las ideas de su amigo socialista.
—Me gustaría convencerte de algo —le dijo, poniéndole la mano en un hombro—. Ninguno de nosotros es responsable de lo ocurrido. Entiéndeme. Lo que cualquiera de nosotros individualmente hiciera— y que lo confirme don Carlos Ayestarán— no contaba. La cosa se decidía en las alturas, es decir, entre Rusia y las democracias por un lado, y Hitler y Mussolini por el lado contrario. Y la jugada ha sido clara: ni unos ni otros han puesto la carne en el asador… Con la ventaja fascista de que sus potencias amigas estaban más cerca. Por otra parte, ¿qué han hecho, en
las alturas
, los jefes de nuestro bando? Dedicarse a la oratoria. ¡Qué bellos discursos hemos oído! No se me olvidarán. Amigo Casal, don Carlos es testigo de lo que voy a decirte… Me di cuenta en seguida de que un día nos encontraríamos todos «en tierra extraña», como dicen los falangistas. Y al efecto procuré cubrirme, primero porque el champaña francés —
garçon, une bouteille!
— me gusta a rabiar y luego porque en la vida tengo una obligación muy concreta: procurar que a mi esposa, Amparo, de soltera señorita Amparo, no le falte nada.
Los arquitectos Ribas y Massana sonrieron. Los dos inseparables compañeros habían tenido también una travesía feliz, en barca, en unión de sus esposas y de los miembros de la Logia Ovidio presentes en aquella reunión. Julio García los divertía. Era un cínico; pero, como muy certeramente apuntó en cierta ocasión el director' del Banco Arús, «casi tenía derecho a serlo». Y por otra parte; era cierto que el policía —¿ex policía?— sentía afecto por Casal. La argumentación de Julio era rebatible en parte, pero ¿qué más daba? Tiempo habría para hacer examen de conciencia. Lo peor que les ocurría a los arquitectos era que no estaban seguros de aclimatarse fuera de Gerona. «Aquellas piedras tienen alma», repetían siempre. Se habían llevado a Francia su colección de campanillas, las cuales, fuera de Gerona, habían empezado a parecerles ridículas.
El ex comisario de la provincia, H… Julián Cervera, era un pobre hombre. En Perpignan se vio con claridad. Cuando las circunstancias lo obligaban a visitar a las autoridades francesas del Rosellón —¡eran tantos los problemas creados por el alud de fugitivos españoles!—, rogaba a alguien que lo acompañase. Ni siquiera hablaba francés; sólo decía
merci beaucoup
y, desde luego,
pardon
. Su mejor amigo era el ex director del Banco Arús, cuya pipa, lo mismo que cuando en el Banco entraba, antes de la guerra, un cliente importante, se había apagado. El que fue jefe profesional de Cosme Vila era pesimista y solitario. Aseguraba que Ignacio Alvear lo sustituiría en su puesto. «En estos momentos estará ya sentado en mi despacho de Director, concediendo créditos a todos los que han luchado con Franco.»
Una de las obsesiones de aquellos hombres reunidos en el apartado café
Bon soir, Monsieur
, eran los hermanos Costa. El notario Noguer les quedaba ya más lejos…, pues, según las últimas noticias, aquel mismo día había cruzado, en compañía de su mujer, la frontera, en dirección a Gerona. ¡Pero los Costa! Diputados de Izquierda Republicana, demagogos y a la postre espías «fascistas», se encontraban en Perpignan, esperando sin duda ser avalados y reclamados por «La Voz de Alerta». Eran rumbosos, lo mismo que en Gerona y, aparte sus relaciones financieras, habían alternado mucho con varios de los jugadores del Club de Fútbol Barcelona que, aprovechando su gira por Méjico, en 1937, se habían quedado en el extranjero. Volvían a fumar puros habanos. Julio García contó de los Costa verdaderas diabluras. Su competencia en el terreno industrial los había convertido en agentes eficaces de Franco, especialmente en su trato con fabricantes de armas y capitanes de barco. «A gusto los hubiera contratado para presidir mi Delegación, en la que apenas si uno solo sabía lo que era un tornillo o una hélice.» Los Costa, que en Perpignan habían alquilado dos pisos casi ofensivos, eran menos optimistas tocante a su propio porvenir. No confiaban en que «La Voz de Alerta» pudiera hacer nada por ellos, y menos aún Laura, si ésta había salvado el pellejo. Tampoco el notario Noguer. «Nuestros servicios al SIFNE no borrarán las actas de diputados ni las estúpidas fotografías en que se nos ve con el puño en alto.» Se consideraban las víctimas más propiciatorias, más injustas. «Los clásicos bobos que quedan mal con todos y que reciben palos de unos y de otros.» Eludían encontrarse con Julio García, le temían; en cambio, a gusto hubieran cambiado impresiones con el ex director del Banco Arús y no desesperaban de conseguirlo. Les sobraban recursos para vivir sin apuros en Francia, o en Inglaterra, pero les ocurría lo que a los arquitectos: no se aclimataban fuera de Gerona. Echaban de menos, de un modo enfermizo, el Estadio de Vista Alegre, la Dehesa, la Piscina y la Costa Brava.
Don Carlos Ayestarán, ave de altos vuelos, proyectaba irse a Colombia, en compañía de un exilado vasco, y montar allí una poderosa industria farmacéutica.
Ninguno de los componentes de la Logia Ovidio era insensible a la situación de la masa anónima de fugitivos que, al parecer, estaba siendo instalada por las autoridades francesas —¿cabía otra solución?— en las extensas playas cercanas a la frontera, especialmente en la de Argelés y Saint Cyprien, sin otra comida que el hambre, sin más bebida que el mar, con sólo la naturaleza por desinfectante. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer de momento? Quinientos mil seres humanos… El Gobierno español, en la reunión que celebró en Toulouse, trató de la creación de determinados organismos dedicados a proteger a esos fugitivos, a facilitarles un subsidio mensual, trabajo, emigración a los países de su agrado; pero por lo pronto, no cabía sino contemplarlos desde este lado de las alambradas altas, de espino, con que la Policía francesa había rodeado las playas elegidas como campos de concentración.
—Tal vez por ahí puedas tú encontrar la solución —le sugirió Julio García a Antonio Casal—. Dirigiendo uno de esos organismos. Aparte de que el tipo de labor, humanitaria, es de las que a ti te gustan, resolverías tu vida.
Cerca de Perpignan, arrastraban también su desencanto David y Olga. Olga enfermó durante la caminata de Gerona a la frontera y los maestros quisieron huir de aglomeraciones. Perpignan era un tumulto. Se instalaron en el pueblo de Colliure, parecido a los de la Costa Brava catalana, donde era posible meditar, soñar, contar los guiños del faro y curarse. Tan posible era allí soñar que, en la misma fonda que ellos, humildemente albergado, mucho más enfermo que Olga, estaba el poeta Antonio Machado, acompañado por su madre. Los maestros sentían veneración por la obra de aquel hombre, por su obra anterior a la guerra, pues durante ésta Antonio Machado, en opinión de David y Olga, cedió a la tentación del «panfleto», lo mismo que Rafael Alberti. No les resultaba fácil hablar con él, pues el poeta llevaba en el rostro y en la respiración el sello de la muerte inminente. No obstante, en una tarde de aquel febrero de conmociones geológicas, consiguieron escuchar de sus labios algunas palabras amistosas y, sobre todo, le oyeron recitar, en su habitación del primer piso, encalada como un nicho ampurdanés, aquella su plegaria inolvidable:
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
David y Olga lloraron en silencio, mientras la madre del poeta disimulaba en un rincón el frío que la atenazaba y al otro lado de la ventana, mecidos por el viento, susurraban su avidez los cipreses, y un poco más allá el Mediterráneo, aprisionado por la pequeña bahía del puerto, se tornaba manso y coquetón, contrariamente a las olas abiertas, casi atlánticas, con que más al sur obsequiaba adrede a los anónimos concentrados en la playa de Argelés y otras playas contiguas.
David y Olga se repitieron una vez más la incisiva pregunta de Ignacio: «¿Qué esperáis encontrar al otro lado de esta orgía?» La respuesta empezaba a perfilarse. Encontraban a los ministros de la República instalados en Deauville, sin hablar «desde hacía mucho tiempo» de la República; a Ilia Ehrenburg llevando Goyas y Murillos a Stalin; a los
moderados
de todo el mundo hablando de comprensión; a Paul Herz, socialista alemán, estudiando la posibilidad de instalarte en Grecia; a Cosme Vila camino de Moscú; a Antonio Casal aceptando dinero de la Logia Ovidio; al Responsable, desconcertado por no tener un Kremlin al que acudir; a quinientos mil españoles tiritando, y al poeta Antonio Machado muriendo sin boato, sin alardes, en una pensión de Colliure. ¡Ni siquiera sería declarado mártir como García Lorca! ¡Ni siquiera habría muerto en España! Poeta en soledad, rogándole a Dios que escuchara el clamor de su corazón.