Vieron a su derecha una cuesta pedregosa que bajaba en dirección al centro del pueblo. La tomaron, orientándose por la veleta del campanario de la iglesia. A medida que bajaban, las montañas parecían más altas. Se cruzaron con un grupo de esquiadores que los miraron con curiosidad. Antes de llegar a la iglesia vieron una flecha azul que indicaba: «Telégrafos». Luego desembocaron en la plaza, desértica como la planta del pie.
Entraron en la iglesia. Moncho esbozó una reverencia y luego se puso a contemplar la nave y los altares con minuciosidad de turista. Ignacio, por el contrario, se acercó a los bancos y se arrodilló fingiendo piedad. De pronto, vio a su derecha una imagen de la Virgen del Carmen, colgantes los escapularios, y su piedad se convirtió en real. Pensó en su madre, Carmen Elgazu. «Os ofrezco, Señor, estos momentos ·de…» ¡Dios, qué énfasis para hablar con Dios! «Señor, os ofrezco este uniforme que…»
Moncho se había ido al fondo de la iglesia. La escalera que conducía al coro lo tentaba y estuvo a punto de subir. Ignacio descubrió, entretanto, arrodillado en el altar mayor, a un sacerdote que rezaba, inclinada la cabeza. Repentinamente decidido, se levantó, volviéndose hacia Moncho le hizo una seña y luego, dirigiéndose al presbiterio, le preguntó al sacerdote si podría confesarle. El rostro del párroco del pueblo se iluminó como si hubiera recibido una alegría.
—En seguida, hijo. En seguida.
* * *
Después de la confesión le invadió a Ignacio un gozo perfecto. Ya en la calle, Moncho le dijo:
—A veces te envidio. Me gustaría…
—Tener fe —le interrumpió Ignacio.
—Eso es.
—Pídela.
—¡Bah! —Moncho añadió—: Es muy complicado…
Ignacio se detuvo un momento.
—Vuelve a entrar en la iglesia y pídela.
—¡Bah! —repitió Moncho. Y reanudó la marcha.
Ignacio lo siguió. El día iba declinando. De las cumbres descendía una luz cárdena. En una calle empinada destacaba el letrero de la Sección Femenina, cuyo local, en la planta baja, hacía las veces de taller de modistas. Un enjambre de muchachas confeccionaban jerseys, guantes y otras prendas para los esquiadores.
El paso de Ignacio y Moncho alborotó el taller. Una de las chicas, con un hilo entre dientes, se quedó mirándolos descaradamente.
—¿De dónde sois, si puede saberse?
—Catalanes —contestó Moncho.
La reacción del taller fue inesperada. Sonaron aplausos e incluso un entusiasta silbido.
—Esto es un éxito —comentó Ignacio. Y los dos muchachos se detuvieron.
—¿Se admite otra pregunta?
—Las que queráis.
—Todos los catalanes sois ricos, ¿verdad?
—¡Qué barbaridad!
—¡Pero, Eulalia…!
Moncho soltó una carcajada.
—¿Por qué dices eso?
Una muchacha algo mayor que las demás, con camisa azul —debía de ser la jefa local—, ordenó a Eulalia que se callara y explicó a Ignacio y Moncho que los treinta y tantos catalanes que había en la Compañía de Esquiadores, huidos de la zona «roja», por su manera de comportarse y hablar habían dejado en el valle la impresión de que eran ricos. «Supongo que es lo que Eulalia quiso decir.»
Eulalia se enfureció.
—¡Ya está! ¡No puede una ni conversar!
Ignacio se dirigió a la chica.
—Te escuchamos con mucho gusto.
—No le hagas caso —intervino otra chica—. Es que son educados.
Siguieron bromeando. Moncho se interesó por las cumbres que rodeaban el valle. Varios indices les indicaron los picos y los collados visibles desde el pueblo, completamente cubiertos por la nieve. Al parecer, en varios de ellos había puestos de esquiadores, instalados en simples tiendas de campaña.
—Lo malo son las tormentas —comentó alguien.
El cura pasó por la calle y los muchachos se despidieron de las chicas del taller.
—¡Adiós! Hasta la vista.
—¡Adiós, catalanes…!
Reanudaron la marcha, subiendo hacia la carretera por el lado opuesto. ¿Dónde estaba la guerra? Oyeron una esquila. Una mujer gritó: «¡Eh, Manolo!» ¿Quién era Manolo? En mitad de la calle, un caballo, separadas las patas traseras, orinaba amarillo. El chorro de orina se abrió paso hasta una huella de carro y deslizándose por ella, como si esquiara, se dirigió al encuentro de Ignacio y de Moncho.
En las casas se veían mujeres de cuerpo raquítico; pasaron dos chicos tullidos.
—En todos los valles aislados ocurre lo mismo —informó Moncho—. Se casan entre primos hermanos y ello da malos resultados.
—Sí, ya sé —dijo Ignacio—. La consanguinidad.
Llegaron al cuartel. El esquiador de la centralita seguía leyendo
La Ametralladora
.
—De parte del teniente médico, que paséis por la enfermería.
—De acuerdo.
En la enfermería los vacunaron y con ello llegó la hora de cenar. En el amplio comedor se congregaron no menos de veinte esquiadores, cuya facha atlética y cuya tez bronceada eran impresionantes.
Dos cosas les llamaron la atención a lo largo de la cena. La camaradería reinante en las mesas y que nadie les preguntara nada referente a la zona «roja».
Dicha camaradería los cautivó. Antes de marchar de Valladolid, la madre de Marta les dijo que, según el comandante, «la vida del frente a veces unía a los hombres con lazos cuya intensidad ninguna otra circunstancia podía igualar». Intuyeron que aquello podía ser cierto. Los esquiadores se miraban cara a cara, sonreían con todos sus dientes, se intercambiaban bromas ingenuas y soeces y no parecían preocupados por nada que no estuviera allí presente, en el comedor.
La indiferencia general por lo que ocurriera en la zona «roja», produjo en Ignacio el mayor asombro. La zona «roja» no interesaba como problema que matizar. Los «rojos» eran los enemigos, el diablo, y había que exterminarlos; nada más. Sólo el furriel, que recordaba muy bien los nombres de Moncho e Ignacio por haberlos anotado, en un momento determinado pregunto a los dos muchachos:
—Mucho comunista por allí, ¿no?
—¿Por dónde?
—Por Cataluña.
—Sí, claro…
A poco, el muchacho añadió:
—Y mucho cabrón…
—¡Desde luego!
—¡Psé! —exclamó un esquiador bajito, que mondaba una fruta—. Los cascaremos. ¿Si o no? —preguntó bruscamente, mirando con energía a Ignacio.
—Por supuesto —admitió éste.
Moncho sonreía, comprensivo. Semejante léxico le parecía natural. Casi todos aquellos atletas eran labriegos del propio valle de Tena, que apenas si conocían otra cosa que los pueblos diseminados en éste y la carretera que bajaba a Jaca. Acaso alguno de ellos hubiera estado un par de veces en Huesca y Zaragoza. Muchos se llamarían Aznar, Pueyo…
Ignacio comentó, por lo bajo:
—Hay que ver.
Ignacio había supuesto que los soldados «nacionales» emplearían un lenguaje selecto y que tratarían temas importantes.
* * *
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, provistos del fusil y del petate, montaron en la camioneta de Intendencia y emprendieron la ruta hacia el Balneario de Panticosa. La carretera serpenteaba entre paredones cortados a pico. El paso se angostaba por momentos y el conductor comentó, mirando la nieve:
—Lo peor son los aludes.
Llevaban un pliego cerrado como el que en Teruel los emisarios «rojos» entregaron al coronel Rey d'Harcourt al intimarle a la rendición. Dicho pliego iba dirigido al teniente Colomer, jefe del sector.
El edificio del Balneario se levantaba en medio de una gran explanada y a la sazón sus clientes no eran gente achacosa, sino robustos esquiadores. Detrás del edificio arrancaban casi verticalmente las montañas, en el centro geográfico del Alto Pirineo Aragonés. Un camino a la derecha conducía al lago del Brazato, otro a la izquierda conducía a una posición llamada Bachimaña.
—Supongo que iréis a Bachimaña —les había dicho el chófer de la camioneta—. Hubo allí dos bajas. —Luego añadió—: Os gustará. Hay lagos.
El teniente Colomer había sido ya advertido de la incorporación de los dos muchachos y los recibió con muestras de agrado, hablándoles en catalán. Su uniforme era impecable.
El teniente abrió el pliego y a medida que leía su contenido enarcaba las cejas.
—¿Cuál de los dos es Ignacio Alvear?
—Yo.
—¿De Gerona?
—Sí.
El teniente Colomer se pasó una mano por la barbilla.
—No sé si me equivoco. ¿Tienes algo que ver con un seminarista llamado César Alvear, que estuvo en el Collell?
Ignacio, de una pieza, contestó:
—Era mi hermano.
El teniente reprimió su emoción.
—¡Yo estuve en el Collell! Interno, ¿comprendes? Hace tres años…
Ignacio se emocionó también lo indecible y Moncho tuvo la impresión de estorbar. Cuando el teniente Colomer, que era de Barcelona, supo que César había sido fusilado, se volvió, mirando a las montañas, en dirección a la zona «roja». Ignacio notaba húmedos los ojos. Deseaba abrazar al oficial, pareciéndole que su incorporación a la Compañía de Esquiadores era menos absurda.
—Gran chico tu hermano.
—Sí, ya sé.
—Todavía recuerdo la rapidez con que recogía las pelotas de tenis.
—¿Rapidez? Le dolía mucho la cintura.
—Pues no se le notaba.
Ignacio y Moncho contaban con un amigo. Protectora sombra la de César. El teniente Colomer les dio toda clase de consejos, sobre todo a Ignacio, a quien facilitaría la tarea de aprender a esquiar. Bachimaña consistía en tres posiciones escalonadas: ellos iban destinados a la primera, donde apenas si la nieve había cuajada.
—Dentro de poco sale el cartero. Podréis ir con él.
—Muchas gracias.
—¿Os falta algo? ¿Os dieron coñac?
—No.
Moncho sacudió la vacía cantimplora.
—¿Y tabaco? Poco… Bien, aprovechad la ocasión.
Cuando el cartero, muchacho de cabeza pequeña y de tórax anchísimo, les hizo una seña, Ignacio y Moncho se despidieron del teniente Colomer.
—Con su permiso…
El teniente les invitó a bajar la mano y sonrió:
—Decidle al cabo Cajal que me importa un bledo la hora que sea, lo comprenderá.
* * *
Dos horas después, se encontraban en presencia del jefe de la posición número 1 de Bachimaña. Era el cabo Cajal, al que llamaban cabo Chiquilín. En todo el paraje, más nevado de lo que el teniente supuso, aunque accesible con raquetas, lo único que delataba que aquellos hombres estaban en guerra era un pequeño parapeto donde montar la guardia y unos cuantos fusiles agrupados en pabellón fuera del refugio. El resto sugería más bien una estación de deporte. Dicho refugio era holgado, construido con piedra seca, de color gris. Una lona hacía las veces de puerta. Detrás del refugio había un lago helado, alrededor del cual se cruzaban y entrecruzaban innumerables huellas de esquí. Cerca de la puerta, languidecía una hoguera.
El trayecto, la subida, había sido fácil: camino único bordeando el barranco, por el que descendía un arroyo que, de pronto, según las condiciones acústicas, se tornaba fragoroso. Moncho, a imitación de José en el frente de Madrid, le había enseñado a Ignacio a clavar el tacón para no resbalar. El cartero, hombre hermético, infatigable andarín, contestó escuetamente a las preguntas de los novatos. Según él, normalmente el cabo Cajal tenía a sus órdenes seis soldados. Las dos bajas que habría sufrido, y que ellos cubrirían, las ocasionó un alud: dos esquiadores, ambos de Canfranc, quedaron sepultados. La comida era abundante, aunque siempre la misma. Las únicas distracciones, el correo —«es decir, yo», explicó el cartero—, la baraja y cantar. Lo más peligroso, las descubiertas, o sea, las incursiones en terreno de nadie, rumbo al enemigo. «Siempre hay que subir, y si los rojos han madrugado más, esperan arriba y tranquilamente le cantan a uno las cuarenta.»
El cabo Cajal y los cuatro esquiadores de que éste disponía recibieron a los recién llegados con muestras de alegre complacencia. Al verlos, tres de ellos, que se encontraban esquiando, se les dirigieron como flechas y, clavando los bastones, dieron a su lado un parón en seco que dejó estupefacto de admiración a Ignacio.
—Haciendo piernas —le dijeron al cartero.
—Sí, ya veo —contestó éste.
El cartero hizo las presentaciones y prosiguió su ruta hada los refugios superiores, el último de los cuales alcanzaba la frontera francesa. El cabo Cajal, que había estado observando a Ignacio, al acercársele le preguntó:
—¿Has visto mucha nieve en tu vida?
—Hoy ha sido el primer día —sonrió Ignacio.
El cabo Le ayudó a descargar la mochila.
—¿Qué hacías, pues?
—Ajedrez y billar.
En cambio, Moncho había ya descargado su equipaje y comentaba con uno de los esquiadores:
—Buenas botas.
—Regular.
Cerca de la hoguera, un esquiador de tez negra, el cocinero, les preguntó:
—¿Café?
—Café —aceptó Moncho.
Media hora fue suficiente para establecer contacto. Media hora, la experiencia de Moncho —éste demostró que sabía esquiar por él y por Ignacio—, el café para todos, la hoguera vigorizada con ramaje seco y el recado del teniente Colomer para el cabo Cajal. «¡Ah! De parte del teniente que le importa un bledo la hora que sea.» Cajal soltó una palabrota y añadió: «¿No te jode?»
Ignacio, de pie, con el vaso de aluminio en la mano, preguntó:
—¿Dónde están los rojos?
—¡Uf…! Al otro lado de esas montañas.
Por lo visto, en invierno la misión de los esquiadores era básicamente de vigilancia de la frontera y de los collados de acceso. Cuando la nieve se derretía, se convertían en soldados normales de Infantería.
A Ignacio le impresionaba mucho pensar que había de convivir quién sabe cuánto tiempo con aquellos hombres de aspecto simple, nacidos en Aragón. Compartiría con ellos el refugio, el ridículo parapeto, el lago helado y la vida.
El cabo Cajal, Chiquilín de sobrenombre, era de Jaca y relojero de oficio. De temperamento minucioso. Una de sus frases preferidas, lo mismo si venía a cuento como si no, era ésta: «mejorando lo presente». Tenía la manía de los relojes y cada tres o cuatro horas afirmaba que la mejor madera para los esquís era la de Noruega. En cuanto se acercaba al fuego se ponía a cantar
Chaparrita
, y también:
Y son, y son, y son unos fanfarrones…
—¿Falange o Requeté? —preguntó a los dos muchachos.