Un millón de muertos (93 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Cuando el comandante Campos vio llegar al coronel Muñoz, al H… Muñoz de la Logia Ovidio, lo saludó con emoción.

—¡La guerra le sienta a usted divinamente!

El coronel sonrió, estrechándole la mano.

—Hasta ahora, sí.

A unos cien metros, rígidos como postes, los capitanes Arias y Sandoval miraban en dirección a Teruel.

—Siempre delante —dijo el coronel Muñoz, señalándolos con la barbilla—. No quiero tenerlos a mi espalda ni un segundo.

—Yo tampoco —rubricó el comandante Campos.

—Lo más probable es que intenten pasarse.

—Les he puesto unos centinelas que no los querría para mí.

En un montículo situado a la izquierda de la herradura, protegidos con cascos y camuflados con ramaje verde, esperaban ansiosos el inicio de la batalla Axelrod, Cosme Vila y Gorki. Cosme Vila, decidido a liberarse del complejo que le crearon David y Olga con su visita al frente de Belchite, aprovechó la operación de Teruel para ausentarse de Gerona y ver otro cielo y respirar Otro aire. Al pronto, la diablura le sentaba de maravilla y miraba por doquier como si aquellos oteros y aquellos puebluchos hubiesen sido recién creados, exclusivamente para él. Axelrod le decía: «Cuando se levante el telón, será cuestión de no desmayarse». Gorki, el aragonés Gorki, informaba a sus jefes sobre la alta meseta turolense, al páramo que quedaba a su espalda, en el que silbaba el viento y en el que crecían el tomillo, el romero y el espliego. «Algún día habrá que convertir todo esto en tierra de regadío y poblarlo de árboles de Navidad.» ¿Por qué había dicho de Navidad? Fue sin darse cuenta. La fecha estaba próxima y además Gorki sabía que a Axelrod le gustaban mucho los abetos.

En el cabo opuesto, es decir, a la derecha, se hallaban reunidos Teo y los anarquistas Ideal y el Cojo. Habían desmontado las nuevas granadas de mano recibidas de Rusia y las consideraban potentes, pero harto pesadas para el manejo. Entre unos y otros, en el vértice del dispositivo, se encontraban Dimas, viejo, curtido, con aspecto de peregrino tolstoiano, y mosén Francisco, éste con amplio capote verdoso, que le dificultaba los movimientos, y las letras UHP en la visera del gorro.

Gorki y Teo no habían resistido más de dos semanas la vida en la retaguardia. «O nos vamos, o me ahorco», había dicho Teo, en Gerona. Ideal era ya un producto de la trinchera. Un día más en la Rambla y se hubiera liado a tiros con los transeúntes; por el contrario, el sobrino del Responsable, el Cojo, había conocido en el bar Montaña a una «agitadora» refugiada de Jaén, y costó lo indecible arrancarlo de sus brazos. En cuanto a Dimas, continuaba auscultándose, siempre solo, siempre atento al pensar y al llanto de las vidas diminutas.

Tocante a mosén Francisco, era otra historia. A raíz de la creación en Cataluña del Tribunal Especial contra el Espionaje, habían arreciado hasta tal punto los registros domiciliarios que Ezequiel le dijo: «Reverendo, me temo que no le quedará a usted otro remedio que cambiar de aires». Al oír estas palabras, mosén Francisco se asustó y se quitó el extraño vendaje que le africanizaba la cabeza. Y entonces le vino la inspiración. ¿Por qué no irse voluntario al frente? Eran tantos los hombres incorporados a la fuerza, que sin duda abundarían entre ellos los deseosos de poder contar, llegado el caso, con la asistencia espiritual de un sacerdote. La ofensiva de Teruel reforzó su idea, pues fueron llamadas más quintas todavía, quintas que lo mismo afectaban a maduros republicanos que a imberbes muchachos de la Congregación Mariana. Ezequiel aprobó el proyecto del vicario y él mismo consiguió que mosén Francisco fuera destinado en calidad de soldado al Regimiento de Infantería número 7, pronto a salir para Aragón. Su jefe inmediato sería el cabo Laguna, panadero de Albacete, que desde la azotea de su casa había hostilizado durante meses, con una vieja escopeta de caza, a los voluntarios internacionales. «También puede usted confiar en el brigada Benítez. Tiene ocho hijos, porque no quiere apartarse nunca de la ley de Dios.»

La posibilidad de conquistar una capital de provincia exasperaba los reflejos de los combatientes alineados en torno a Teruel. En su mayor parte, sólo habían conocido la derrota. ¡Teruel! Desde el aire, la línea dispuesta para el ataque tenía la sinuosa forma de un manillar de bicicleta.

Por supuesto, los mandos confiaban en el éxito, pero sentían por el enemigo «fascista» un respeto casi supersticioso. Sabían ue el defensor de la plaza, el coronel Rey d'Harcourt, había perdido un hijo en Brunete, por lo que sin duda ardería en deseos de vengarlo. Y sabían ¡desde luego! que el ejército a sus órdenes, escaso en número, era profesional, disciplinado, con experiencia y escalafón riguroso. El coronel Muñoz había sentenciado: «La primera acometida está asegurada; lo importante es impedir que reciban refuerzos a tiempo».

La moral de los «nacionales» era también elevada, no sólo por la victoria del Norte, sino porque, ínterin, varias repúblicas sudamericanas, además del Japón y de Hungría, habían reconocido gobierno de Franco. Por otro lado, y cumpliéndose al respecto los augurios de Cosme Vila y de Julio, Inglaterra acababa de nombrar un agregado comercial en Burgos, y en la propia Bolsa de París la peseta «nacional» seguía cotizándose mejor que la «roja».

La rotura del frente tuvo lugar el día 16 de diciembre. En pocas horas Teruel fue cercado, copado. El Campesino, a quien alguien dijo que Aníbal eligió siempre españoles para encabezar sus tropas de choque, dio el más poderoso alarido de su historia militar y, avanzando por su flanco, se situó a la espalda de la ciudad, cortándole a ésta la vía férrea y la carretera, que eran el mango de la sartén. Las tropas de Líster avanzaron por el flanco opuesto Con gran lujo de efectivos marciales, y por el centro se lanzaron en tromba las Brigadas Internacionales, entre las que se habían mezclado muchos milicianos españoles, incluido Dimas. La aviación protegía majestuosamente el avance. El comandante Campos, artillero, sin perder de vista a los capitanes Arias y Sandoval, hacía fuego con sus baterías, emplazadas cada vez más cerca de ciudad. Ahora bien, el arma superior, la más penetrante y la que mayor impresión causaba en el enemigo, eran los tanques, por su rapidez y proximidad de tiro y por su ruido. Los tanques parecían paquidermos, o casas andantes, y no se sabía si quien s conducía era un simple hombre o un dios.

El defensor de plaza, coronel Rey d'Harcourt, ante la superioridad el adversario dio orden de abandonar las trincheras y refugiarse en varios edificios sólidos del recinto urbano, entre ellos la Comandancia Militar, el Banco de España y el Seminario. La elección de estos tres edificios exasperó a Ideal y al Cojo, a los millares de atacantes y, sobre todo, a Cosme Vila. ¡Comandancia Militar!: atávico feudo de los enemigos del pueblo. ¡Banco do España!: símbolo del capitalismo. ¡Seminario!: cueva de insectos de negra piel, que salían de sus aulas repartiendo bendiciones y apoderándose del alma de los débiles y de los timoratos. Horrorizada, la población civil se bajó al sub-Teruel, al Teruel subterráneo que en los dieciocho meses de guerra había ido naciendo poco a poco para resguardarse de los bombardeos. Familias ente ras vivían ya desde hacía tiempo en aquella sub-ciudad, paulatinamente dotada de los servicios más necesarios.

«¡Atrás, canallas!» Las fuerzas penetraron en las primeras calles de Teruel. El polvillo picante de la pólvora excitaba las fosas nasales de los milicianos, cuyos pies tropezaban con milla res de cartuchos abandonados en las aceras y en el asfalto. La ocupación no era un sueño, era un hecho. Algunos cadáveres presentaban, sin razón conocida, la boca tapada con un esparadrapo, Las tiendas habían sido abandonadas y todas aparecían vacías, excepto los estancos, lo cual fue una bendición, pues los milicianos llevaban varios días fumando hojas de patata. Mientras poderosas minas, parecidas a las utilizadas contra el Alcázar de Toledo, se aprestaban a hacer volar los tres reductos del coronel Rey d'Harcourt, Gorki se entretenía, con una brocha en la mano, en dibujar cuernos en los retratos de José Antonio pintados en las paredes, y en convertir el bigote de Franco en el bigote de Charlot.

Las baterías habían sido ya emplazadas a cero. Sólo una vaga admonición a las tropas vencedoras, un difuso anatema caía sobro ellas: la Navidad. ¿Navidad? ¿Quién osaría contarle a quién la historia de un niño, de un asno y de un buey? Nadie. Y sin embargo, la Navidad flotaba en el espacio y el coronel Muñoz, extrañamente preocupado, en medio de la euforia descubría sabotajes por todas partes, sobre todo en los servicios de transmisiones y transportes. ¿Por qué se había elegido esa fecha para montar el ataque?

«¡Ha volado el Banco de España!» Cosme Vila pensó en el Banco Arús. «¡Ha volado la Comandancia Militar!» Cosme Vila vio que las ruinas del edificio humeaban, como si los jefes y oficiales sepultados en ellas fumaran o enviaran a la superficie su último aliento. ¿Quedaban aún defensores? Sí, en el Seminario, Y además, estaba allí la Navidad.

Gorki, fiel a su sino, en su avance penetró en el cementerio, evocando una frase de Trotsky: «A veces me sentía extenuado, pero invisibles reservas de energía me permitían seguir luchando horas y horas». En el cementerio había unos cuantos nichos vacíos, en cada uno de los cuales se había deslizado, boca abajo y pies para adentro, un miliciano, de modo que de cada nicho salía un fusil. El anarquista Sidonio, el de la mujer-cañón, disparaba desde el interior de un tubo de uralita que descubrió en una azotea. Ideal y el Cojo avanzaban con la colilla apagada en los labios y cantando: «En el fondo del mar, materilerilerile; en el fondo del Mar, materilerilerón, pon». Dimas procuraba no pisotear nada, respetar los cristales y los objetos abandonados, y mosén Francisco, que se había dejado crecer las patillas en forma de culata de fusil, fracasaba una y otra vez en sus intentos de confesar a alguien. Ningún herido le hacía caso. «¿Qué estás diciendo? ¿Cura tú…? ¡Que te parto la nuez!» El cabo Laguna, de Albacete, le dijo: «Basta ya de este asunto. Punto en boca».

El mando «nacional» decidió suspender la proyectada ofensiva Contra Madrid y acudir en socorro de Teruel, acorde con la teoría «lo que importa es triturar el ejército enemigo». Partiendo de la orilla del Jiloca, los refuerzos se abrieron paso, protegidos por una imponente masa de aviones modernos, sobre todo Fiats y Messerschmitt. El contraataque parecía destinado a tener éxito y los defensores del Seminario, oteando allá lejos las banderas, gritaban: «¡Viva España! ¡Viva España!» Pero estaba escrito que Ideal y el Cojo seguirían cantando tonadillas irónicas… El 31 de diciembre, último día del año 1937, día en que Ignacio cumplía los veintiuno, amaneció nevando con timidez. Pequeños paracaídas blancos fueron depositándose sobre la tierra y sobre los tejados. Prodújose un silencio expectante, hasta que, a la noche, se desencadenó una tempestad de nieve de violencia inusitada. Hombres y máquinas se inmovilizaron. ¿Qué ocurría? La temperatura descendió bruscamente a tres grados bajo cero, y luego a siete y a diez. La luz no provenía de lo alto, sino de la sábana que iba Cubriendo el campamento. Al cabo de pocas horas el paisaje era mágico y sobre él, con dedos de algodón, caminaba, gusano de den pies, el tiempo. Algunos árboles parecían setas gigantescas hubiérase dicho que hasta los muertos tenían frío. Sorprendía la matidez de los ruidos, como envueltos en caucho, y lo bien que la nieve olía, la limpieza del aire. Nuevas e insospechadas formas brotaron por doquier: disfraces de plata. Aparecieron siluetas cómicas, como las de los postes de gasolina con el cucurucho blanco y en cuya roja cara sólo faltaba la pipa. El mundo hacía guiños, se oían roces inexistentes. Se helaba hasta la pasión, las tropas de África lloraban, las lonas parecían de papel y los mulos morían sonriendo.

Traspaso del año. ¿Dónde estaban las campanas? Veintitrés bajo cero. El gusano de cien pies, el tiempo, se había detenido en Teruel, absorto en la contemplación del espacio. Pese a lo cual llegó el amanecer. ¡Santo Dios! La luz diurna puso al descubierto una escenografía impar. Todo era blanco y uniforme, la nieve había fundido unos con otros los combatientes y nada fundamental separaba al general Vicente Rojo de los generales Varela y García Valiño. Imposible dar un paso, imposible servirse de arma alguna, a no ser de la aviación. Reventaban los motores y los depósitos de agua, mientras varios compañeros de Miguel Rosselló morían helados al volante de sus camiones. Todas las banderas eran blancas, como si pidieran la rendición. Las tropas atacantes encontraban acomodo en el interior de Teruel, pero las situadas en descampado no tenían remedio. Lo primero en helarse eran los pies, sobre todo, los de los soldados que calzaban leves alpargatas. ¡Oh, sí, el comportamiento del frío se reveló lógico y sutil como la brújula de Moncho! A lo primero, atacaba las extremidades, y las orejas y la nariz; pero acto seguido se filtraba por los caminos que conducían al corazón. Una vez llegado a él, se detenía. ¡Momento cumbre! Empezaba a acariciar con ternura el corazón, lamiéndolo, hasta que de pronto lo mataba, obligando a la boca a sonreír.

Imposible pasar recuento de las bajas en el paisaje polar. Los soldados se calentaban encendiendo una cerilla y hubo quien con un pitillo iba quemándose partículas de piel. El afán universal, la aspiración imposible, era el fuego. ¡Ah, la noche de San Juan! Mientras manos y pies se distanciaban del resto del cuerpo hasta padecer de un modo autónomo, los rinocerontes de la guerra, los tanques y los cañones, yacían sepultados y los pilotos sólo podían volar a condición de que no se formara una espesa capa de hielo en las alas de sus aparatos. Ahora bien, más heroicos aún que los pilotos eran los mecánicos que en las pistas de aterrizaje trabajaban en lo alto de una escalera para reparar averías de los motores y probar su funcionamiento.

El día 7 de enero, regalo de Reyes, fue el día de la victoria. Los defensores del Seminario se rindieron. ¡Teruel había caído! Previamente puestos de acuerdo con los atacantes y, bajo control de la Cruz Roja Internacional, los hombres del coronel Rey d'Harcourt fueron saliendo brazos en alto del simbólico reducto. El coronel y el obispo, monseñor Polanco, encabezaban la derrotada comitiva. «¡Fascistas!» «¡Canallas!» Sonó el himno de Riego y además el de la felicidad. ¡Teruel había caído! El Cojo clamaba: «¿Y por qué no podemos cargarnos a todos esos gilipollas?» Quietos… La Cruz Roja estaba allí. Existía un pacto, hubo acuerdo previo. Los prisioneros serían trasladados a Valencia.

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