Un grupo de ciervas que pastaban al borde del camino al amparo de la oscuridad se dispersó como una manada de fantasmas al verlo acercarse. Después Mack se quedó solo. Estaba muy cansado. «Hacer la rueda», lo había dejado más agotado de lo que él suponía. Al parecer, el cuerpo humano tardaba un par de días en recuperarse del esfuerzo. La travesía del río no hubiera tenido que plantearle demasiadas dificultades, pero el encuentro con el árbol flotante lo había dejado exhausto. Todavía le dolía la cabeza a causa del golpe de la rama.
Por suerte, aquella noche no tendría que andar demasiado. Llegaría sólo hasta Craigie, una aldea minera situada unos diez kilómetros más abajo. Allí se refugiaría en casa de su tío Eb, el hermano de su madre, y descansaría hasta el día siguiente. Dormiría tranquilo, sabiendo que los Jamisson no pensaban perseguirle.
Por la mañana, se llenaría la tripa con gachas de avena y jamón y emprendería camino hacia Edimburgo. Una vez allí, se iría en el primer barco que lo contratara, cualquiera que fuera su destino… cualquier lugar desde Newcastle a Pekín le serviría para sus propósitos.
Esbozó una sonrisa al pensar en su valor. Jamás había viajado más allá del mercado de Coats, a unos treinta kilómetros de distancia, y ni siquiera conocía Edimburgo, pero estaba dispuesto a trasladarse a exóticos destinos, como si ya supiera cómo eran aquellos lugares.
Mientras avanzaba por el camino lleno de barro, empezó a ponerse sentimental. Estaba abandonando el único hogar que jamás había conocido, el lugar donde había nacido y donde habían muerto sus padres. Allí dejaba a Esther, su hermana y aliada, aunque confiaba en poder rescatarla de Heugh cuanto antes. Dejaba también a Annie, la prima que le había enseñado a besar y a jugar con su cuerpo como si fuera un instrumento musical.
Pero él siempre había sabido que llegaría aquel momento. Siempre había soñado con escapar. Envidiaba al buhonero Davey Patch y ansiaba disfrutar de una libertad como la suya. Ahora ya la tenía. Se llenó de júbilo al pensar en lo que había hecho. Se había fugado.
No sabía qué le tenía reservado el mañana. Puede que sufriera pobreza, dolor y peligros. Pero ya no tendría que pasar otro día en la mina, otro día de esclavitud. Ya no sería un objeto de sir George Jamisson. Al día siguiente sería libre.
Llegó a un recodo del camino y miró hacia atrás. Aún se distinguía el castillo de Jamisson y la silueta de sus almenas iluminadas por la luz de la luna. «Jamás lo volveré a contemplar», pensó. Se alegró tanto que empezó a brincar y a dar vueltas mientras silbaba una alegre melodía.
Después se detuvo, se rió suavemente para sus adentros y reanudó la marcha.
II. Londres
S
hylock vestía unos holgados calzones y una larga capa negra y se tocaba con un tricornio rojo. El actor era feísimo, con una narizota enorme, una papada tremenda y una boca de finos labios, torcida en una mueca permanente. Salió al escenario caminando deliberadamente despacio cual si fuera la viva imagen del mal. Soltando un voluptuoso gruñido, dijo:
—Tres mil ducados.
Un estremecimiento se propagó entre el público de la sala.
Mack contemplaba el espectáculo fascinado. Hasta en el foso donde él estaba con Dermot Riley, la gente guardaba silencio. Shylock pronunciaba todas las palabras con una voz muy ronca, a medio camino entre un gruñido y un ladrido. Sus ardientes ojos miraban de soslayo bajo unas pobladas cejas.
—Tres mil ducados por tres meses y Antonio fiador…
Dermot le susurró al oído:
—Ese es Charles Macklin… un irlandés. Mató a un hombre y lo juzgaron por asesinato, pero alegó que el otro lo había provocado y fue absuelto.
Mack apenas le prestó atención. Sabía que existían los teatros y las piezas teatrales, pero nunca había imaginado que pudiera ser algo como lo que sus ojos estaban viendo en aquellos momentos: el calor, el humo de las lámparas, los soberbios trajes de época, los rostros pintados y, por encima de todo, la emoción… la rabia, el amor apasionado, la envidia y el odio tan vivamente representados que el corazón le latía en el pecho con la misma emoción que hubiera sentido si todo aquello estuviera ocurriendo de verdad.
Cuando Shylock descubrió que su hija se había fugado, salió al escenario sin sombrero y agitó los puños de rabia y dolor como si estuviera sufriendo las penas del infierno mientras gritaba: «¡Lo sabías!».
Y cuando dijo: «¡Puesto que soy un perro, guárdate de mis colmillos!» y se adelantó como si quisiera abalanzarse sobre las candilejas, todo el público se echó hacia atrás, sobresaltado.
—¿Así son los judíos? —preguntó Mack a Dermot al salir del teatro.
Jamás había conocido a ninguno que él supiera, pero casi todos los personajes de la Biblia eran judíos y no se les representaba de aquella manera.
—Yo he conocido a judíos, pero ninguno como Shylock, gracias a Dios —contestó Dermot—. Aunque es cierto que todo el mundo odia a los usureros. Son muy útiles cuando uno necesita un préstamo, pero, a la hora de pagar, surgen todos los males.
En Londres no había muchos judíos, pero abundaban los extranjeros. Había marineros asiáticos de piel oscura llamados «láscaros»; hugonotes de Francia; miles de africanos de piel negra y cabello rizado e incontables irlandeses como Dermot. Para Mack, todo aquello formaba parte de la emoción que le producía la ciudad. En Escocia todo el mundo era igual.
Le encantaba Londres. Se emocionaba cada mañana al despertar cuando recordaba dónde estaba. La ciudad estaba llena de espectáculos y sorpresas, gentes extrañas y nuevas experiencias. Le gustaba el delicioso aroma que se escapaba de los numerosos cafés que jalonaban las calles, aunque no podía permitirse el lujo de saborearlo.
Contemplaba boquiabierto de asombro los preciosos colores de las prendas que lucían los hombres y las mujeres… amarillo brillante, morado, verde esmeralda, escarlata, azul cielo. Oía el rumor de los aterrorizados rebaños de ganado que recorrían las calles de la ciudad en dirección a los mataderos y esquivaba los enjambres de niños semidesnudos que pedían limosna y robaban todo lo que podían. Veía a prostitutas y obispos, asistía a las peleas de toros y a las subastas, comía plátanos, saboreaba el jengibre y bebía vino tinto. Estaba emocionado, pero, por encima de todo, disfrutaba de la libertad de ir donde quería y hacer lo que le venía en gana.
Cierto que tenía que ganarse la vida y no era nada fácil. Londres estaba lleno de famélicas familias procedentes del campo donde llevaban dos años de malas cosechas. También había millares de tejedores de seda que se habían quedado sin trabajo en las fábricas del norte, según le había explicado Dermot. Para cada trabajo, había cinco aspirantes desesperados. Los menos afortunados tenían que pedir limosna, robar, prostituirse o morirse de hambre.
El propio Dermot era tejedor. Vivía con su mujer y sus cinco hijos en dos habitaciones en Spitalfields. Para poder sobrevivir, habían tenido que subarrendar el cuarto donde trabajaba Dermot y allí dormía Mack en el suelo, al lado del enorme y silencioso telar que era como un símbolo de la azarosa vida en la ciudad.
Mack y Dermot buscaban trabajo juntos. A veces los contrataban como camareros en algún café, pero sólo duraban allí uno o dos días.
Mack era demasiado torpe y corpulento como para llevar las bandejas de acá para allá y escanciar las bebidas en las copas y Dermot, que era muy orgulloso y susceptible, siempre acababa insultando a algún cliente. Un día Mack fue aceptado como criado en una gran mansión de Clarkenwell, pero se fue a la mañana siguiente, pues la víspera el señor y la señora de la casa le habían pedido que se acostara con ellos. Aquel día ambos habían sido contratados como mozos y se habían pasado el día acarreando enormes canastas de pescado en el mercado portuario de Billingsgate. Al terminar su jornada, Mack no quería gastarse el dinero en una entrada para el teatro, pero Dermot le aseguró que no se arrepentiría y tuvo razón: hubiera merecido la pena pagar el doble para ver semejante maravilla. Sin embargo, Mack estaba preocupado porque no sabía cuánto tiempo tardaría en ahorrar el dinero suficiente para mandar llamar a Esther.
Al salir del teatro, mientras se dirigían a pie hacia el este en dirección a Spitalfields, pasaron por el Covent Garden, donde varias prostitutas los llamaron desde los portales. Mack llevaba en Londres casi un mes y ya estaba acostumbrado a que le ofrecieran sexo en todas las esquinas. Había mujeres de todas clases, jóvenes y viejas, feas y guapas, algunas de ellas vestidas como elegantes damas y otras cubiertas de harapos. Ninguna de ellas lo atraía, pero muchas noches recordaba con nostalgia a su ardiente prima Annie.
En el Strand estaba The Bear, una taberna de paredes encaladas con un salón para tomar café y varios bares alrededor de un patio central. El calor del teatro les había dado sed y entraron a tomar un trago. Dentro la atmósfera estaba llena de humo. Pidieron unas jarras de cerveza.
—Vamos a echar un vistazo a la parte de atrás.
The Bear era un local de diversión. Mack lo había visitado en otras ocasiones y sabía que el hostigamiento de osos mediante perros, las peleas de perros, los combates de gladiadoras y toda suerte de entretenimientos tenían lugar en el patio de atrás del establecimiento. Cuando no había ninguna diversión organizada, el tabernero arrojaba un gato al estanque de los gansos y azuzaba cuatro perros contra él en medio de las estruendosas carcajadas de los bebedores.
Aquella noche se había levantado un ring de combate iluminado por varias lámparas de aceite. Un enano vestido con un traje de seda y calzado con zapatos de hebilla estaba arengando a una muchedumbre de bebedores.
—¡Una libra para el que derribe al Machacador de Bermondsey!
Vamos, muchachos, ¿hay algún valiente entre vosotros? —preguntó, dando tres volteretas.
—Yo creo que tú lo podrías derribar —le dijo Dermot a Mack.
El Machacador de Bermondsey era un tipo lleno de cicatrices que sólo llevaba unos calzones y unas pesadas botas. Iba completamente rapado y tanto en su rostro como en su cabeza se observaban las huellas de muchas peleas. Era alto y muy fornido, pero parecía torpe y un poco lento.
—Supongo que sí —dijo Mack.
Dermot se animó. Agarró al enano por el brazo y le dijo:
—Oye, pequeñajo, aquí tienes un cliente.
—¡Un contrincante! —rugió el enano entre los gritos y las palmas de los espectadores.
Una libra era mucho dinero, el salario de una semana para muchas personas. Mack cedió a la tentación.
—De acuerdo —dijo.
Los espectadores lanzaron vítores de entusiasmo.
—Ten cuidado con los pies —le advirtió Dermot—. Lleva acero en las punteras de las botas.
Mack asintió con la cabeza y se quitó la chaqueta.
—Prepárate porque se te echará encima en cuanto subas al ring —añadió Dermot—. Recuerda que no hay señal para empezar.
Era un truco muy habitual en las peleas entre los mineros. La manera más rápida de ganar consistía en empezar antes de que el otro estuviera preparado. Un hombre decía: «Vamos a pelear en la galería donde hay más sitio», y golpeaba a su contrincante en cuanto éste saltaba por encima de la zanja de desagüe.
El ring era un tosco círculo de cuerda que llegaba más o menos a la cintura, sostenido por unas viejas estacas de madera clavadas en el barro. Mack se acercó, recordando la advertencia de Dermot. En cuanto levantó el pie para pasar por encima de la cuerda, el Machacador de Bermondsey se abalanzó sobre él.
Mack estaba preparado y se echó hacia atrás, por lo que el impresionante puño del Machacador apenas le rozó la frente. El público lanzó un jadeo.
Mack actuó sin pensar, como si fuera una máquina. Saltó rápidamente al interior del ring y le propinó al Machacador un puntapié en la espinilla que lo hizo tambalearse hacia atrás. Los espectadores empezaron a vitorearle mientras Dermot le gritaba:
—¡Mátalo, Mack!
Antes de que el hombre pudiera recuperar el equilibrio, Mack le golpeó rápidamente ambos lados de la cabeza y le soltó un gancho en la barbilla en el que estaba concentrada toda su fuerza. El Machacador dobló levemente las piernas, puso los ojos en blanco, retrocedió uno o dos pasos, se tambaleó y cayó boca arriba cuan largo era.
La multitud rugió de entusiasmo. El combate había terminado.
Mack contempló al hombre tendido en el suelo y vio un despojo destrozado e inservible. Hubiera preferido no haber ganado. Se volvió de espaldas, presa de un profundo abatimiento.
Dermot le retorció el brazo al enano para inmovilizarlo.
—El pequeñajo se quería escapar —explicó—. Quería escamotearte el premio. Paga, «Piernas Largas». Una libra.
Con la mano libre, el enano se sacó un soberano del bolsillo interior de la camisa y se lo entregó a Mack, mirándole con mal disimulada rabia.
Mack la tomó, sintiéndose casi un ladrón.
Dermot soltó al enano.
Un hombre de rudas facciones y elegante atuendo se acercó a Mack.
—Muy bien hecho —le dijo—. ¿Has luchado muchas veces?
—De vez en cuando en la mina.
—Ya me parecía a mí que eras minero. Mira, el sábado voy a organizar un combate de boxeo en el Pelican de Shadwell. Si quieres aprovechar la ocasión de ganarte veinte libras en pocos minutos, te enfrentaré con Rees Preece, la Montaña Galesa.
—¡Veinte libras! —exclamó Dermot.