Un lugar llamado libertad (20 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

BOOK: Un lugar llamado libertad
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No quiso explicar por qué razón se había disfrazado de hombre. Que Riley pensara lo que quisiera.

—No creo que esté malherido —dijo Riley.

—Le tendremos que lavar las heridas. Pida un cuenco de agua caliente si no le importa.

—De acuerdo.

El hombre la dejó sola con Mack.

Lizzie contempló la inmóvil figura de Mack. Apenas respiraba.

Con gesto vacilante, apoyó la mano sobre su pecho. La piel estaba caliente y los músculos que había debajo se notaban duros. Apretó y percibió los fuertes y regulares latidos de su corazón.

Le gustaba tocarlo. Se acercó la otra mano al pecho y comparó la suavidad de sus senos con la dureza de los músculos de Mack. Rozó una pequeña y suave tetilla de Mack y se acarició uno de sus pezones en erección.

Mack abrió los ojos.

Lizzie apartó la mano con gesto culpable. «Pero ¿qué demonios estoy haciendo?» —pensó.

Él la miró desconcertado.

—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?

—Has participado en un combate de boxeo —contestó Lizzie—. Y has perdido.

Mack la miró unos segundos y al final, esbozó una sonrisa.

—Lizzie Hallim, otra vez disfrazada de hombre —dijo, hablando en tono normal.

—¡Gracias a Dios que estás bien!

Él la miró con cierta extrañeza.

—Es usted muy amable… al preocuparse por mí.

Lizzie se turbó.

—No sé por qué lo hago —dijo con la voz ligeramente quebrada por la emoción—. Tú eres un minero que no sabe estar en el sitio que le corresponde. —Después, para su horror, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas—. Es muy duro ver cómo machacan a un amigo —añadió sin poder controlar el temblor de su voz.

Mack la vio llorar.

—Lizzie Hallim —le dijo, mirándola con asombro—, no sé si alguna vez lograré comprenderla.

15

E
l brandy alivió aquella noche el dolor de las heridas de Mack, pero, a la mañana siguiente, el joven se despertó con todo el cuerpo dolorido, desde los pies destrozados por los fuertes puntapiés de Rees Preece hasta la cabeza, donde las sienes le pulsaban con inusitada violencia. El rostro que vio en el trozo de espejo que utilizaba para afeitarse estaba lleno de cortes y magulladuras y el dolor le impedía tocárselo y tanto menos afeitarse.

Aun así, se sentía rebosante de entusiasmo. Lizzie Hallim siempre conseguía animarle. Su audacia superaba todos los obstáculos. ¿Qué iba a hacer a continuación? Cuando la había visto sentada en el borde de la cama, a duras penas había podido resistir el impulso de estrecharla en sus brazos. Al final, había conseguido vencer la tentación, pensando que semejante comportamiento hubiera marcado el final de aquella curiosa amistad. Una cosa era que ella quebrantara las normas, pues era una dama. Lizzie podía jugar con un cachorrillo si quería, pero, si éste la mordiera, lo sacaría sin contemplaciones al patio.

Al decirle ella que se iba a casar con Jay Jamisson, Mack se había mordido la lengua para no decirle que era una estúpida. No era asunto suyo y no quería ofenderla.

Bridget, la mujer de Dermot, le preparó un desayuno de gachas saladas y Mack se lo comió en compañía de los niños. Bridget tenía unos treinta años y debía de haber sido muy guapa, pero ahora estaba muy desmejorada. Cuando terminó de comer, Mack salió con Dermot a buscar trabajo.

—A ver si traéis un poco de dinero a casa —les gritó Bridget mientras salían.

No estuvieron de suerte aquel día. Recorrieron todos los mercados de comestibles de Londres, ofreciéndose como mozos para acarrear cestas de pescado, toneles de vino y sanguinolentos pedazos de carne destinados al consumo de la hambrienta ciudad de Londres, pero los aspirantes eran muchos y no había trabajo para todos. Al mediodía se dieron finalmente por vencidos y se dirigieron al West End para probar en los cafés. Al atardecer estaban tan fatigados como si se hubieran pasado todo el día trabajando, pero no habían conseguido ganar ni un céntimo.

Al entrar en el Strand, una pequeña figura salió precipitadamente de una callejuela con la rapidez de un conejo y chocó contra Dermot. Era una escuálida, asustada y andrajosa chiquilla de unos trece años. Dermot emitió un ruido semejante al de una vejiga pinchada. La niña lanzó un grito, se tambaleó y recuperó el equilibrio. La seguía un musculoso joven, vestido con unas elegantes, pero arrugadas prendas. Estaba a punto de agarrarla cuando la niña rebotó tras haber chocado con Dermot, se agachó, lo esquivó y escapó corriendo. Después tropezó, cayó y el joven se le echó encima.

La niña gritó aterrorizada. Loco de rabia, el joven agarró su frágil cuerpo, empezó a propinarle puñetazos en la cabeza, la derribó de nuevo al suelo y la emprendió a puntapiés con ella, golpeándole el escuálido tronco con las lujosas botas.

Mack ya estaba acostumbrado a la violencia de las calles de Londres. Los hombres, las mujeres y los niños se peleaban constantemente y se daban puñetazos y bofetadas a cada dos por tres, probablemente por efecto de la ginebra barata que se vendía en las tiendecitas de las esquinas. Sin embargo, jamás había visto a un hombre golpear de una forma tan despiadada a una chiquilla desvalida. Temió que fuera a matarla. Aún le dolía el cuerpo tras su encuentro con la Montaña Galesa y por nada del mundo hubiera querido enzarzarse en otra pelea, pero no pudo quedarse cruzado de brazos sin hacer nada. Cuando el hombre estaba a punto de propinarle a la niña otro puntapié, Mack lo agarró sin miramientos y lo hizo girar sobre sí mismo.

El hombre, que le llevaba a Mack varios centímetros de estatura, se volvió y, apoyando la mano en el centro de su pecho, lo empujó fuertemente hacia atrás. Mack se tambaleó mientras el hombre se inclinaba de nuevo hacia la niña, la cual estaba intentando levantarse.

Un fuerte bofetón la hizo casi volar por los aires.

Mack perdió los estribos. Agarró al hombre por el cuello de la camisa y los fondillos de los pantalones y lo levantó del suelo. El hombre soltó un rugido de rabia y sorpresa y se estremeció violentamente mientras Mack lo levantaba en alto por encima de su cabeza.

Dermot contempló admirado la soltura con la cual Mack había levantado al joven del suelo.

—Eres un chico muy fuerte, Mack, te lo aseguro —le dijo.

—Quítame las cochinas manos de encima —gritó el hombre.

Mack lo depositó de nuevo en el suelo y lo agarró por una muñeca.

—Y usted deje en paz a la niña.

Dermot ayudó a la chiquilla a levantarse y la sujetó con una suavidad no exenta de firmeza.

—¡Es una maldita ladrona! —replicó el desconocido en tono desafiante.

De pronto, observó el devastado rostro de Mack y decidió no pelearse con él.

—¿Eso es todo? —preguntó Mack— a juzgar por los puntapiés que usted le estaba dando, cualquiera hubiera dicho que había matado al rey.

—¿Y a ti qué te importa lo que haya hecho? —dijo el hombre ya un poco más tranquilo.

Mack lo soltó.

—Cualquier cosa que haya hecho, creo que ya la ha castigado usted bastante.

—Se ve que acabas de desembarcar —dijo el hombre, mirándole de arriba abajo—. Eres un chico muy fuerte, pero, aun así, no durarás demasiado en Londres si te fías de la gente como ella —añadió, alejándose.

—Gracias, escocés… me has salvado la vida —le dijo la niña.

La gente adivinaba su procedencia escocesa por su acento. Mack no se había dado cuenta de que hablaba con acento hasta que llegó a Londres. En Heugh todo el mundo hablaba igual: hasta los Jamisson utilizaban una versión un poco más refinada del dialecto. Pero allí en Londres era algo así como una insignia.

Mack miró a la niña. Llevaba el cabello oscuro muy corto y en su rostro ya se empezaban a hinchar las magulladuras de los golpes. Su cuerpo era de niña, pero sus ojos poseían la madurez propia de los mayores. Le estudió con recelo, preguntándose sin duda qué querría de ella.

—¿Cómo estás? —le preguntó Mack.

—Me duele —contestó la niña, tocándose el costado—. Me hubiera gustado que mataras a ese maldito asqueroso.

—¿Qué le has hecho?

—He intentado robarle mientras follaba con Cora, pero se ha dado cuenta.

Mack asintió con la cabeza. Había oído decir que, a veces, las prostitutas tenían cómplices que robaban a sus clientes.

—¿Te apetece beber algo?

—Le besaría el culo al Papa a cambio de un buen trago de ginebra.

Mack jamás había oído a nadie hablar de aquella manera y tanto menos a una niña. No sabía si escandalizarse o echarse a reír.

Al otro lado de la calle estaba The Bear, la taberna donde él había derribado al Machacador de Bermondsey y le había ganado la libra al enano. Cruzó la calle y entró. Compró tres jarras de cerveza y los tres se detuvieron en una esquina para bebérselas.

Peg apuró casi todo el contenido de la suya en pocos tragos.

—Eres un buen hombre, escocés.

—Me llamo Mack —le dijo él—. Y éste es Dermot.

—Yo soy Peggy, pero me llaman Peg «la Rápida».

—Por la rapidez con que bebes, supongo.

La niña sonrió.

—En esta ciudad, si no bebes rápido, alguien te roba la bebida.

¿De dónde eres?

—De un pueblo llamado Heugh, a unos ochenta kilómetros de Edimburgo.

—¿Y dónde está Edimburgo?

—En Escocia.

—¿Y eso queda muy lejos?

—Tardé una semana en barco, bordeando la costa. —La semana se le había hecho muy larga, pues el mar lo ponía nervioso. Tras haberse pasado quince años trabajando en la mina, la inmensidad del océano lo aturdía. Sin embargo, se había visto obligado a subir a los mástiles para amarrar cabos en toda clase de condiciones meteorológicas. Jamás sería marinero—. Creo que la diligencia tarda trece días.

—¿Y por qué te fuiste?

—Para ser libre. Me escapé. En Escocia, los mineros del carbón son esclavos.

—¿Quieres decir como los negros de Jamaica?

—Me parece que sabes más de Jamaica que de Escocia.

—¿Y eso qué tiene de malo? —replicó la niña, molesta por la crítica implícita.

—Nada. Simplemente que Escocia está más cerca.

—Ya lo sé.

Mack comprendió que mentía. Se compadeció de ella porque era sólo una chiquilla a pesar de sus bravatas.

—¿Estás bien, Peggy? —preguntó una voz femenina casi sin resuello.

Mack levantó la vista y vio a una joven vestida de color anaranjado.

—Hola, Cora —contestó Peg—. Me ha rescatado un apuesto príncipe. Te presento al escocés McKnock.

Cora miró con una sonrisa a Mack, diciendo:

—Gracias por ayudar a Peg. Confío en que esas magulladuras no se las hayan hecho por defenderla.

Mack sacudió la cabeza.

—Eso me lo hizo otro animal.

—Dejen que les invite a un trago de ginebra.

Mack estaba a punto de rechazar la invitación, pues hubiera preferido una cerveza, pero Dermot se le adelantó:

—Es usted muy amable, gracias.

Mack la miró mientras se dirigía a la taberna. Debía de tener unos veinte años y tenía un rostro angelical y una preciosa mata pelirroja.

Lamentó que una chica tan joven y agraciada tuviera que dedicarse a la prostitución.

—O sea que ésa estaba follando con el tipo que te persiguió, ¿verdad? —le preguntó a la niña.

—Bueno, no suele llegar hasta el fondo con un hombre —contestó Peg en tono de experta—. Por regla general, los deja en una callejuela con la picha levantada y los pantalones bajados.

—Mientras tú te escapas con la bolsa —dijo Dermot.

—¿Yo? Qué va, hombre. Yo soy una dama de compañía de la reina Carlota.

Cora se sentó al lado de Mack. Llevaba un fuerte perfume con esencias de sándalo y canela.

—¿Y qué hace usted en Londres, escocés?

Mack la miró. Era muy atractiva.

—Buscar trabajo.

—¿Y ha encontrado algo?

—Poca cosa.

La joven sacudió la cabeza.

—Ha sido un invierno muy jodido, frío como una tumba y con el precio del pan por las nubes. Hay demasiados hombres como usted por ahí.

—Por eso mi padre se convirtió en ladrón hace dos años, pero lo malo es que no se le daba muy bien —dijo la niña.

Mack apartó a regañadientes la mirada de Cora y miró a Peg.

—¿Qué le pasó?

—Danzó con el collar del alguacil.

—¿Cómo?

Dermot se lo explicó.

—Quiere decir que lo ahorcaron.

—Oh, cuánto lo siento —dijo Mack.

—No lo sientas por mí, escocés. Me pone enferma.

Peg era un auténtico caso perdido.

—Bueno, bueno, no lo siento —dijo Mack en tono apaciguador.

—Si quiere trabajar —dijo Cora—, conozco a uno que está buscando descargadores de carbón en el muelle. Es un trabajo tan duro que sólo los jóvenes lo pueden hacer y prefieren que sean forasteros porque no se quejan tanto.

—Soy capaz de hacer cualquier cosa —dijo Mack, pensando en Esther.

—Las cuadrillas de descargadores de carbón las organizan los taberneros de Wapping. Yo conozco a uno, Sidney Lennox del Sun.

—¿Es buena persona?

Cora y Peg se echaron a reír al unísono.

—Es un miserable cerdo borracho y maloliente que miente y engaña a todo el mundo, pero todos son iguales, ¿qué se le va a hacer?

—¿Querrá usted acompañarnos al Sun?

—Allá ustedes —dijo Cora.

Una sofocante bruma de sudor y polvo de carbón llenaba la opresiva bodega del barco de madera. Mack se encontraba encima de una montaña de carbón, recogiendo a buen ritmo grandes paletadas. El trabajo era tremendamente duro, le dolían los brazos y estaba empapado en sudor, pero se sentía a gusto. Era joven y fuerte, ganaba dinero y no era esclavo de nadie.

Pertenecía a una cuadrilla de dieciséis descargadores de carbón que gruñían, soltaban maldiciones y contaban chistes mientras trabajaban. Casi todos sus compañeros eran musculosos campesinos irlandeses, pues la tarea resultaba demasiado dura para los escuchimizados hombres de la ciudad. Dermot, a sus treinta años, era el mayor del grupo.

Por lo visto, estaba condenado a no librarse del carbón. Pero el mundo daba muchas vueltas. Mientras trabajaba, Mack se preguntaba adónde iría a parar todo aquel carbón y pensaba en todos los salones de Londres que calentaría y en los miles de cocinas, hornos de tahonas y fábricas de cerveza que alimentaría. El voraz apetito de carbón de la ciudad era insaciable.

Era un sábado por la tarde y la cuadrilla ya casi había terminado de descargar todo el carbón del Back Smarn de Newcastle. Mack disfrutaba calculando cuánto le pagarían aquella noche. Era el segundo barco que descargaban aquella semana y la cuadrilla cobraba 16 peniques, es decir, un penique por barba por cada veinte sacos. Un hombre fuerte con una pala grande podía descargar una cantidad equivalente al contenido de un saco en un par de minutos. Calculaba que cada hombre había ganado seis libras brutas.

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