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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (2 page)

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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Pero en ese mismo momento una poderosa mano retiró violentamente su chaleco y la enguatada chaqueta de su cuerpo. Sujov apartó la sahariana de su rostro y se incorporó. Debajo de él se encontraba el flaco Tatarin, cuya cabeza alcanzaba casi los cantos de la litera más alta.

Al parecer tenía servicio fuera de turno y estaba de ronda.

—S-ochocientos cincuenta y cuatro —leyó en alta voz Tatarin, en el blancuzco remiendo sobre la espalda de la negra sahariana—. ¡Tres días de reclusión con trabajo!

Y apenas había resonado su curiosamente comprimida voz cuando ya en el barracón —en el que no estaban encendidas todas las lámparas y en el que dormían doscientos hombres en cincuenta literas de a cuatro, plagadas de chinches— empezaron los rumores y todos aquellos que aún no se habían levantado empezaron a vestirse con toda rapidez.

—¿Por qué, camarada jefe? —preguntó Sujov, y su voz sonó más plañidera de lo que pretendía.

Salir a trabajar significaba todavía media reclusión, uno obtiene algo caliente y no queda tiempo para reflexionar. Pero reclusión total significa: sin trabajo.

—¡Por no levantarse a la llamada! ¡Largo, hacia la Jefatura del campo! —aclaró Tatarin indiferente, porque para él, tanto como para Sujov y todos los demás, estaba bien claro el porqué del castigo.

En el barbilampiño, marchito rostro de Tatarin no había ninguna excitación. Se dio la vuelta buscando una segunda cabeza de turco, pero ya todos —los que estaban en la penumbra, los que se encontraban bajo las mortecinas luces y los de los primeros y segundos pisos de las literas— metían sus piernas en los negros pantaIones de guata con el número colocado en el muslo superior izquierdo o, ya vestidos, ponían los pies en polvorosa y se precipitaban hacia la salida para esperar a Tatarin en el patio.

Si Sujov hubiera recibido el castigo por alguna otra cosa, por la cual se lo hubiera merecido, no estaría tan enojado. Pero precisamente le molestaba porque él siempre había sido uno de los primeros en levantarse. El rogar y suplicar a Tatarin no tenía ningún sentido, ya lo sabía de sobra, pero de todos modos, de acuerdo con las ordenanzas, Sujov comenzó a implorar a Tatarin, al mismo tiempo que se ponía los pantalones (encima de la rodilla izquierda del pantalón había, cosido, igualmente, un parche gastado y sucio y pintado en él, con un negro y ya desvaído color, el número S-854). Se puso la chaqueta (también sobre ella había dos números, uno en el pecho y otro en la espalda), escogió del montón de polainas que yacían en el suelo las suyas, se caló la gorra (con un parche parecido, con el número delante) y siguió a Tatarin.

La brigada 104 entera vio cómo Sujov era conducido, pero nadie dijo una palabra; bromas aparte, ¿qué se podía decir? El brigadier hubiera podido interceder en su favor, pero ya se había ido. El mismo Sujov no habló tampoco a nadie con objeto de no excitar a Tatarin. Que se tomarían su desayuno, era una cosa segura.

Iban demasiado lejos.

El frío y la niebla le cortaban a uno la respiración. Desde las lejanas torres de control resplandecían dos grandes reflectores que cruzaban sus luces sobre toda la zona del campo. Las lámparas de la zona exterior y las del interior estaban encendidas. Las habían cargado tanto que eclipsaban completamente a las estrellas.

Los penados se apresuraron a ir en busca de sus propios asuntos: bajo sus polainas crujía la nieve; uno iba al retrete, otro a los depósitos, el de más allá a la recogida de paquetes, aquél otro a entregar cebada perlada en las cocinas privadas. Todos llevaban la cabeza cubierta, mantenían la chaqueta apretada contra sí y todos se helaban, no tanto por el frío en sí como por el pensamiento de tener que pasar todo el día con un frío semejante. Tatarin, sin embargo, en su viejo abrigo, atado con dos desgastados, cordones azules, marchaba con paso comedido y aparentemente no le importaba la temperatura.

Contornearon la alta talanquera en dirección a la prisión del campamento —un edificio de piedra—, pasaron por delante de la alambrada que protegía la panadería del campo de los penados, y dejaron atrás la barraca central donde, suspendido en un poste y sujeto con un grueso alambre, había un carril completamente cubierto de escarcha. De nuevo, al lado de un segundo poste, del que colgaba, protegido para no marcar demasiado bajo, un termómetro enteramente cubierto de rocío congelado, Sujov miró de reojo, esperanzado, al blanquecino tubo: si hubiese marcado cuarenta y un grados no los hubieran podido enviar afuera, al trabajo. Pero aquel armatoste no parecía querer moverse jamás por encima de los cuarenta.

Penetraron en el barracón central y se dirigieron inmediatamente al alojamiento de los inspectores. Lo que ya Sujov había presentido por el camino se confirmó allí. No hubo reclusión de ninguna clase; lo que ocurría simplemente era que el pavimento del alojamiento de inspectores no había sido limpiado. Ahora, aclaró Tatarin, perdonaba a Sujov y le ordenaba fregar el suelo.

El fregar el suelo del alojamiento de inspectores era tarea de un detenido especial, que no necesitaba salir a trabajar: el asistente del barracón de oficiales. Pero éste se había llegado a hacer tan familiar entre los oficiales, que tenía entrada en los aposentos del Mayor, del oficial del regimiento, del soplón; los servía a todos y escuchaba, de cuando en cuando, cosas que jamás llegaban a oídos de los inspectores. Desde hacía algún tiempo, el limpiar suelos para simples inspectores le parecía estar por debajo, en cierto modo, de su dignidad; los vigilantes le habían llamado varias veces oliéndose, finalmente, la tostada. Así fue como empezaron a uncir a los «trabajadores» para limpiar los suelos.

En el cuarto de los guardas la estufa estaba al rojo vivo. Dos vigilantes que se habían despojado de toda su ropa, excepto de sus sucias camisas, jugaban a las damas, mientras que el tercero, tal y como estaba, con la ceñida piel y las polainas, dormía sobre un estrecho banco. En un rincón había un cubo con trapos para la limpieza.

Sujov se alegro y dijo a tatarin, puesto que le habia perdonado:

Gracias, camarada jefe. Ahora no volvere jamas a quedarme tumbado mas de lo debido.

Aquí reinaba una ley muy sencilla: ¿ Listo? ¡ fuera!

Ahora, una vez que Sujov tenia trabajo asignado, sus dolores parecian tambien haberse terminado. Atrapo el cubo y se fue sin guantes ( con la prisa los habia dejado debajo de la almohada) en dirección de la fuente.

Los brigadieres, que habian salido en dirección al puesto de guardia, se apelotonaron rodeando al poste, y uno de ellos, un joven y antiguo heroe de la union sovietica, se suspendio del poste y froto el termómetro.

Desde abajo le aconsejaron.

—¡Échale el aliento; si no, sube!

Suba o no... Inútil, desde luego.

Tiurin, brigadier de Sujov, no estaba entre ellos. Sujov había dejado el cubo a su lado, las manos escondidas en las mangas y miraba curioso en derredor suyo.

—¡Veintisiete y medio! ¡M...!

Por razones de seguridad echó todavía una ojeada hacia abajo y saltó después al suelo.

—¡No marcha bien! Miente siempre —dijo alguien.

—Ya se cuidarán de no poner ninguno que marche bien.

Los brigadieres se marcharon y Sujov se apresuró en dirección a la fuente. Las orejas, bajo las orejeras bajadas pero no sujetas, empezaban a torturarle por el frío.

El pozo estaba cubierto por una espesa capa de hielo, de tal modo que el cubo apenas cabía por el agujero. La soga estaba rígida, helada.

Sin notarse las manos, Sujov regresó, con el cubo humeando, hacia el barracón de los vigilantes y metió las manos en el agua del pozo. Se las calentó.

Tatarin no estaba allí, por ello se hallaban reunidos los cuatro vigilantes. Habían terminado los unos de jugar a las damas y el otro de dormir, y discutían la cantidad de mijo que se les daría en enero (en la colonia las cosas iban muy mal con los alimentos y se compraba a los vigilantes, aun cuando tampoco se dispusiera de muchas cosas).

—¡Cierra la puerta, mal bicho, hay corriente! —dijo uno de ellos, distrayéndose de lo que estaban hablando. No conducía a nada empaparse las botas ya desde por la mañana. Uno no se podía poner otras ni aun dentro de los barracones. En relación con el calzado, en los ocho años Sujov había vivido diferentes ordenanzas. Había ocurrido tener que marchar durante todo el invierno sin polainas; y también no recibir ni uno solo de estos zapatos, sino sólo calzados hechos de corteza o de neumáticos de coche. Ahora se había arreglado todo, por decirlo así, en la cuestión del calzado. En octubre, Sujov había recibido un par de sólidos y fuertes zapatos, lo suficientemente grandes para meter algunos harapos que protegieran sus pies (en realidad, los había robado del aposento situado detrás del asistente del brigadier). Durante una semana entera se había pavoneado dentro de ellos como un niño el día de su cumpleaños con un regalo, martilleando continuamente el suelo con los tacones nuevos. Y en diciembre habían llegado las polainas justo a tiempo; una vida agradable, no hay por qué morir. Después, alguien así como un diablo de la administración, había sugerido al jefe del campo: «Si tienen polainas, que devuelvan los zapatos.» No concebía que uno de los penados poseyera simultáneamente dos pares. Y Sujov debía escoger ahora entre andar el invierno entero con zapatos o con botas de fieltro, y andar con ellas también en tiempo de deshielo, pero optó por devolver los zapatos. ¡Los había cuidado tanto, manteniéndolos flexibles, gracias a un unto —Solidel—, y ahora, ay, adiós flamantes zapatos! En los ocho años no había sufrido por nada tanto como por esos zapatos.

Alguien los habrá arrojado a cualquier montón, en la primavera ya no te pertenecerán más Inmediatamente le vino a Sujov un pensamiento. Se descalzó, colocó las botas de fieltro en un rincón y tiró los andrajos de los pies detrás de él (la cuchara resonó en el suelo, aunque se había apresurado al llamarle, no había olvidado la cuchara); disfrutó correteando con los pies desnudos, distribuyendo el agua con la bayeta, sin ahorrarla, de la que también las botas de fieltro de los vigilantes recibieron su parte.

—¡Eh, tú, basura, con más cuidado! —dijo uno de ellos indignado, levantando sus pies sobre una silla.

—¿Arroz? ¡El arroz va según otra norma! ¡No se te ocurra comparar al mijo con el arroz!

—¡Eh, cabeza de madera, qué estás haciendo con tanta agua! ¿Quién es el que friega así el suelo?

—¡Camarada jefe! No hay otra forma de hacerlo. La porquería ha corroído demasiado el suelo...

—¿Es que no has visto nunca cómo fregoteaba tu mujer el suelo, cerdo?

Sujov se incorporó con el goteante trapo en la mano. Sonrió mansamente y mostró las mellas dentales que el escorbuto le había ocasionado en 1943 en Ust-Ishma, cuando la cosa se puso bastante fea. Tan fea que la disentería lo dejó completamente desmirriado y el enfermizo estómago no quería, sencillamente, admitir nada más. Ahora sólo le quedaba de aquel tiempo, todavía, unos retortijones de tripas.

—Camarada jefe, me han separado de mí mujer desde 1941. No tengo ni idea de lo que puede haber sucedido con ella.

—Mírales cómo friegan... No pueden ni quieren hacer nada, los granujas. No valen ni el pan que se les da. Se les debería cebar con m...

—¿Y por qué demonios hay que fregar el suelo cada día? La humedad no desaparece. ¡Tú, 854, escucha! Friega un poco por ahí, para que esté algo mojado y lárgate con viento fresco.

—¡Arroz! ¡Mira que comparar arroz con mijo! —dijo el otro, volviendo a lo suyo.

Sujov había logrado lo que se propuso.

El trabajo es como un bastón, con dos extremos. Si lo haces para hombres, te ennoblece; si lo haces para imbéciles... Si lo haces para imbéciles, no te esfuerces. Así pensaban todos ellos. Si no, estaba claro que ya habrían reventado hace tiempo.

Sujov lavó el suelo de tal manera que no quedara ningún sitio seco, arrojó la retorcida bayeta detrás de la estufa, se calzó en el umbral sus botas de fieltro, arrojó el agua sobre la conducción que servía de desagüe, hurtó el cuerpo y pasó corriendo por delante de la Sauna y de la barraca-club, oscura y helada, hacia el barracón comedor.

Tenía que lograr quedarse en la enfermería, de nuevo le dolía todo el cuerpo. Además, debía uno andarse con cuidado para no caer en las manos de algún vigilante. El mismo comandante del campo había dado orden estricta de coger a los prisioneros rezagados y ponerlos a la sombra.

Delante de la barraca comedor —¡qué milagrosa casualidad!— no se apelotonaba hoy la masa, no había que hacer cola. ¡Adentro! En el interior, un vaho como en la Sauna; desde la puerta hacia adentro, neblina del frío y vapores de la sopa. Los brigadieres estaban sentados en las mesas o se apretujaban en los pasillos, esperaban hasta que una plaza quedara libre.

Gritando y abriendose paso entre las masas, dos o tres hombres de cada brigada llevaban, en bandejas de madera, fuentes con sopa y pure, y buscaban sobre las mesas un sitio donde ponerlas. Sin embargo, Sujov no oye nada, ni el ruido de los taburetes, ni el pataleo, y ahora ha topado él también con una de las bandejas. ¡Zas, zas! Alguien le golpea en la nuca con la mano libre. ¡Otro, también! ¡Es natural! No te pongas en medio del paso, no te quedes parado donde haya algo para lamer.

Allá, detrás de la mesa, sin haber sumergido la cuchara en la fuente, se santigua un muchacho. Claro, un ucraniano occidental, y encima recién llegado. Mientras los rusos han olvidado incluso con qué mano se santigua uno.

Hace frío, sentado en la barraca comedor. La gente come, en su mayoría, con la gorra puesta pero sin prisa; pesca, entre las hojas de la lombarda, los pequeños trozos de pescado recocidos y medio disueltos, y escupe las espinas en la mesa. Se ha acumulado un gran montón de ellas encima de la mesa y antes de que la nueva brigada llegue, alguien las barre con la mano y las tira al suelo, donde rechinan cuando se las pisotea. Escupir directamente en el suelo es considerado como una indelicadeza.

El barracón está atravesado en su centro y de un extremo a otro por dos filas de pilares, vigas maestras o algo semejante, y en uno de estos postes estaba sentado Fetiukov, compañero de brigada de Sujov, que le guardaba el desayuno. Era uno de los últimos pertenecientes a la brigada, situado por debajo de Sujov. Exteriormente toda la brigada se parecía mucho, con las mismas negras chaquetas enguatadas y con los mismos números, pero contemplada interiormente, era muy desigual. Había grados. Buinovski no esperaría con los platos de otro y tampoco Sujov aceptaba cualquier trabajo; había tipos que sufrían aún más humillaciones.

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