Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Su cara se convirtió en una máscara de extrema dureza. Apartó la mano que tenía colocada sobre mi hombro. Me habló en un tono de voz que no conocía en él:
—¿Tú crees que yo vengo aquí sólo a follar, es eso lo que crees? Tienes un concepto muy pobre de mí, Petra, tanto que no comprendo cómo has aceptado mi compañía ni una sola vez. Buenas noches.
Dio media vuelta y empezó a caminar. Lo seguí:
—Ricard, vuelve. No me obligues a pedirte disculpas. Sólo diré que te ruego que te quedes conmigo, por favor.
Lo tomé de la mano y él se dejó conducir hasta el interior de mi casa. Me quité el abrigo y fijé la vista en el suelo, abatida. Me abrazó.
—Estoy jodida porque han matado a un viejo loco que sólo quería tener un barco lleno de arroz. ¿Tú lo entiendes?
—Sí.
—Y estoy jodida por su perro, ¿también entiendes eso?
—Sí.
Aquella noche dormimos los dos juntos, en absoluta paz. Cuando llegó la madrugada él no se marchó, y yo no le pedí que lo hiciera.
A las siete de la mañana sonó el teléfono. «Poco dura la alegría en la casa del pobre», pensé. Era el subinspector Garzón.
—Petra, disculpe que la llame tan temprano, pero he imaginado que ya estaría levantada.
—Por supuesto que sí —dije sacando una pierna de entre los muslos de Ricard.
—Tenía que decirle una cosa personal, ¿recuerda?, pero luego nos liamos con el trabajo y no se presentó la ocasión.
—Es verdad, dígame.
—Hoy mismo llega mi hijo desde Nueva York, acompañado tal y como le comenté y... en fin, como usted me indicó que... aunque le aseguro que lo he pensado y será mejor que me vaya a una pensión.
—No, Fermín, no se preocupe. Me acuerdo muy bien de lo que le ofrecí y sigue en pie. Le dejaré una nota a mi asistenta para que prepare la habitación de invitados.
—No sé cómo agradecérselo, sinceramente.
—Déjese de cumplidos. Nos vemos dentro de un rato.
Ricard se desperezaba a mi lado. Miró el reloj con sobresalto.
—¡Coño, si es tarde, me tengo que levantar ya mismo! ¿Te duchas tú primero o me ducho yo?
—Dúchate. Yo iré preparando el desayuno. Tú no sabes dónde están colocadas las cosas en mi cocina.
Mientras hacía el café se me representó claramente lo ridículo de la situación. Por fin tenía un amante al que permitía quedarse a dormir justo en el momento en que el subinspector se alojaría en mi casa. «¡Cojonudo! —pensé—. Puede que la Providencia vele por nosotros, pero lo hace sin el menor sentido de la oportunidad.»
El informe de balística no ofrecía lugar a dudas. Nos encontrábamos de nuevo frente a una bala llena de muescas y disparada con una sobrepresión. Todas las muescas coincidían. Anselmo había sido asesinado con la misma pistola que Tomás
el Sabio
. Ya nadie podía argumentar que ambos casos no estaban claramente interconectados.
Volvimos al lugar donde encontraron a Anselmo muerto. El interrogatorio de eventuales testigos y la posibilidad cada vez más remota de que surgieran familiares de Tomás
el Sabio
eran las únicas opciones que teníamos. Yolanda no vino con nosotros. Se quedó buscando datos sobre instituciones de caridad, pero nos informó de que la Guardia Urbana había recibido orden del alcalde de desalojar el caserón de okupas y mendigos después de lo sucedido, de modo que no teníamos demasiado tiempo para actuar.
Nuestros compañeros de la científica habían acabado ya de recoger presuntas pruebas. Pero su trabajo, con ser exhaustivo, no podía compararse con el cansancio infinito que provocaban aquellos interrogatorios inciertos, sobre todo cuando se acometían por segunda vez.
La vida del lugar no se había alterado demasiado, quizá se veía menos gente deambulando que en la ocasión anterior. Volvimos a empezar. De nuevo se desarrolló ante nosotros la infame rueda de ojos ciegos, oídos sordos y lenguas que no querían soltarse. Dos horas más tarde, quién y cómo había asesinado a Anselmo era un misterio tan oscuro como antes.
—Busquemos un bar y tomemos un café, inspectora. Ya no puedo más.
Nos metimos en un bar miserable muy cerca de allí. El café era áspero y fuerte como la piel de un elefante, pero se podía beber. Había muy pocos parroquianos a aquellas horas, así que en cuanto entró un joven negro y se sentó en la barra a nuestro lado nos dimos cuenta en seguida de que había algo extraño en su actitud. Miró a Garzón, luego me miró a mí y se removió a disgusto en su taburete mientras pedía un agua mineral. El subinspector y yo intercambiamos un gesto de entendimiento. Me volví y ofrecí sonriendo:
—Pida también un café, le invitamos nosotros.
El dueño del bar no entendía muy bien qué estaba pasando, pero con cierta desconfianza, puso la taza delante del negro.
—Gracias, el café es bueno aquí —dijo en un pasable español—. ¿Nos sentamos en ese lado? —añadió, señalando una mesa retirada de la posible curiosidad. Bien, estábamos en el buen camino. Intenté allanarlo un poco más.
—Ha venido siguiéndonos, ¿verdad?
—¿Sois policías?
—Sí.
—Ya sé. He visto cosas y quiero hablar, pero aquí, no en la calle con tantos policías.
—Perfecto, muy bien. Adelante.
—Quiero hacer un cambio, una cosa por otra. Yo digo cosas y vosotros me dais papeles para estar en España, ¿sí, de acuerdo, sí?
Tenía la piel profundamente negra, los ojos alucinados y huidizos. Garzón reaccionó al instante.
—Pero bueno, tío, ¿tú estás tonto o qué? ¡Qué coño de cambio ni qué narices! ¿No te das cuenta de que podemos detenerte por lo que acabas de decir?
El joven no pareció impresionarse demasiado. Negó con la fuerza de su potente cabeza.
—Si me echan del país, yo vuelvo a entrar, pero vosotros ya no sabéis lo que he visto.
—¡Serás cabrón, haz el favor de soltar en seguida lo que sabes si no quieres que...!
Ni el menor temor, ni la más mínima reacción ante la salida de mi compañero. Pensé en cambiar de táctica:
—Mire, el caso es que... ¿Cómo se llama?
—Da igual mi nombre.
—El caso es que no tenemos la posibilidad de darle papeles. Eso depende de los jueces, de las autoridades de inmigración, de mil cosas en las que nosotros no influimos en absoluto. Lo que sí podríamos hacer es firmarle un documento conforme usted ha demostrado su buena fe para con este país colaborando con la policía en el esclarecimiento de un crimen. Si alguna vez se estudia su caso para concederle la residencia, eso siempre contará a su favor.
Estuvo pensándolo un buen rato. Le parecía mejor que nada. De repente introdujo un complemento imprevisto.
—Sí, pero quiero algo más.
—¿Qué?
—No sé, algo más.
De repente comprendí.
—Podemos darle veinte euros, como pequeña gratificación.
—No, cien.
—Cien es demasiado.
Intervino Garzón bastante fuera de sí:
—Pero bueno, inspectora, ¿no se da cuenta de que este tipo tiene la obligación legal de hablar? Déjelo de mi cuenta, que voy a apretarle las clavijas a ver si le parecen bien.
—Treinta euros, ni uno más —solté.
—Cincuenta.
—De acuerdo.
Hizo una señal de asentimiento y esperó a que le diera el dinero. Se lo entregué. Garzón bullía junto a mí como una olla al fuego.
—Vi a dos hombres que daban un disparo al viejo. Luego buscaron en sus cosas y cogieron sólo una. Se la llevaron.
—Dinos más cosas de esos hombres. ¿Los reconocerías?
—No, era de noche y llevaban cascos de moto.
—¿Eran jóvenes, altos, fuertes?
—Eran normales, altos.
—¿Hablaron con él?
—No, sólo el disparo, sin hablar.
—¿Llegaron en moto?
—No lo sé. Se fueron a pie, sin correr.
—¿Alguien más los vio?
—No. Yo estaba detrás de una carcasa de camión. Tenía miedo.
—¿Puede ser una caja lo que se llevaron?
—Puede ser, era pequeño.
—¿Los oíste hablar?
—Poco. Sólo oí: «Aquí está.»
—¿Hablaban en español?
—Sólo: «Aquí está»; después, en una lengua rara.
—Está bien. Voy a darte nuestra dirección para que vengas a recoger el informe positivo por tu cooperación.
—No, es igual, me voy ya.
Salió a toda prisa del bar. Me hizo gracia su falta de interés por el documento prometido. Se lo comenté a Garzón, pero a mi compañero nada de lo que acababa de ocurrir parecía divertirle lo más mínimo.
—Esas son las ganas que tiene de integrarse en este país.
—¡Joder, Garzón!, ¿qué quiere, que cante el himno nacional? El tío está jodido, puteado desde que nació. Además, no es tonto, y sabe que le estoy ofreciendo papel mojado.
—Sí, vale, pero el papel moneda está seco, ¿no?
—Me sorprende su candidez, de verdad.
—Candidez la suya, que va largando dinero por ahí a todos los desheredados de la fortuna, y luego estoy seguro de que ni siquiera se lo pasa como gastos a Coronas.
—Es mi actividad caritativa, como no pertenezco a ninguna ONG... Bueno, ¿hablamos de algo interesante o seguimos divagando?
—De acuerdo, ¿cree que la información que ha comprado vale la pena?
—Como prueba objetiva, puede que no, pero como subjetiva no tiene precio.
—¿Puede explicarse?
—Con sumo placer. Le comunico solemnemente que ahora estoy segura de que Tomás
el Sabio
andaba metido en algo sucio que tiene relación con este llavero que tengo aquí. ¿Una falsa institución de caridad, una banda de timadores? No lo sabemos aún, pero por primera vez desde que empezó este jodido caso, creo que vamos hacia alguna parte.
—Puede que sí, pero si un tío tan arrastrado como Tomás se metió en algo sucio, ¿por qué no salió de la miseria?
—No quería salir, pero estar en algo sucio le daba un mínimo remanente para ir tirando y, encima, podía hacer donaciones a los monjes capuchinos.
—Como usted, que también hace donaciones a todos los colgados.
—También podría darse el caso de que se viera forzado a cooperar por algún tipo de chantaje.
—¿Y quién querría chantajear a un tío así?
—Le recuerdo que era sabio. Un economista puede rendir buenos servicios en un negocio irregular.
—Todo esto empieza a parecerme una alucinación, inspectora: mendigos que dan limosnas y presuntas instituciones de caridad que roban... El mundo al revés.
—El mundo siempre está al revés, Fermín; sólo está al derecho en la mente del hombre.
—Ya es algo.
Los periodistas empezaron a inventar historias entretenidas y alarmantes para el lector. Un grupo de skin heads se dedicaba en plan justiciero a limpiar de mendigos la ciudad. A falta de información oficial, llenaban páginas con las características ideológicas de las formaciones neonazis europeas. De vez en cuando, el propio Coronas ofrecía un comunicado de prensa vacío de contenido y repleto de tópicos: «Estamos tras algunas nuevas pistas, se estudian varias vías de investigación, no daremos más datos para no entorpecer la labor de los investigadores.» Sin embargo, no se concedió al caso ninguna prioridad especial ni se pusieron a nuestra disposición ayudas extra. Era obvio que el hecho de que mataran mendigos generaba en la opinión pública un deseo vago de justicia social, pero no un sentimiento de amenaza. La gente podía seguir paseando tranquilamente e ir a trabajar. No estaban en peligro sus hijos ni su seguridad, de modo que todo permanecía bajo control. En semejantes circunstancias, no parecía necesario echar la casa por la ventana. Aun así, y ya que las secciones de sucesos continuaban dando información sin datos, Coronas siguió ejerciendo sobre nosotros una soportable presión. Me visitó en mi despacho al final de la tarde.
—Oiga, Petra, ¿qué le parece si les digo a los medios que tenemos a un skin en chirona?
—No tiene nada que ver con el caso, comisario.
—Ya lo sé, pero si les vamos dando algún hueso a los chicos de la prensa, tendrán algo que roer.
—Es un poco exagerado, la verdad. Cargarle la sospecha de dos muertos a un desgraciado...
—¿Le importa el buen nombre de un cabrón que la ha agredido?
—Tiene familia.
—Carne de cañón, igual que los mendigos, todos por el estilo...
—Haga lo que quiera, pero quizá sea peor. Lo mismo nos acusan de crear falsos culpables.
—No sé, ya iré pensando qué es lo más conveniente. De momento, dejaré las cosas tal como están. ¿Cree que cerrarán pronto el caso?
Me miraba fijamente a los ojos, pero sin aparente intención intimidatoria, sólo con curiosidad. Le eché coraje y contesté con temeridad disimulada:
—No lo dude. Es cuestión de días.
—Cuantos menos sean, mejor. Aparte de la puta opinión pública, me jode tenerlos a usted y a Garzón metidos sólo en este caso de los mendigos. Y, encima, Llorente está de baja y... ¡en fin, el demonio debe de pasearse por esta comisaría!
Se alejó hablando entre dientes y mirando al suelo. Estaba cansado, harto probablemente de luchar. Se le veía en un momento bajo; seguro que por eso había estado menos autoritario que de costumbre.
Ya era hora de marcharse. Cerré el ordenador y recogí mis cosas. De pronto, me acordé de Garzón. Si los planes seguían según lo acordado, aquella noche debía ir a dormir a mi casa. Fui a buscarlo y lo encontré trabajando aún.
—¿Aquí todavía?
—Estoy haciendo tiempo. He quedado a cenar con mi hijo y su...
—Pareja.
—Eso es, su pareja.
—No hace falta que le diga, Fermín, que puede disponer de mi casa no sólo para dormir. Aquí tiene un duplicado de la llave. Vaya, descanse, ponga la televisión, entre en la cocina y asalte la nevera cuando quiera... durante una semana use esa casa como suya, sin preocuparse por mí. ¿De acuerdo?
—Es usted una jefa fuera de lo normal.
—Es la única alternativa con un subordinado como usted.
—Prefiero no averiguar qué ha querido decir.
Salí con una carcajada. El pobre Garzón, tan tradicional, tardaría bastante en comprender que la inclinación sexual de su hijo no era algo de lo que debiera avergonzarse. Una vez en la calle, llamé a Ricard.
—¿Qué te parecería si saliéramos a cenar esta noche?
—Justo y necesario.
—Paso a recogerte e invito yo. ¿Qué más puedes pedir?
—Ir a tu casa después.
—Era una pregunta retórica.