Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—No sé, no me parece... ético. Esta pobre señora que nos recibe en su casa y nos invita a café... Luego dice usted que siente piedad por los débiles, pero...
—Y es verdad, suelo apiadarme de todo el mundo, pero hacer algo por ellos es un paso más. No me apetece pedirle disculpas, pasar media hora dándole coba al tema del jarrón. La gente es muy pesada.
Volvió la anciana portando una primorosa bandeja con el servicio de café.
—Me alegra mucho que estén ustedes aquí. Vivo sola y no recibo muchas visitas. Siempre es un placer poder hablar.
Garzón me lanzaba aviesas miradas de culpabilidad mientras yo decía:
—Lo malo es que no tenemos mucho tiempo, señora. ¿Querrá usted contestar a nuestras preguntas?
—Colaborar con la policía es un deber ciudadano.
Más miradas de Garzón.
—Pues vamos allá. ¿Qué puede usted contarnos de su vecino de enfrente?
—¿Mi vecino? Nunca supe si era uno o dos o bien un grupito de gente. Había personas diferentes que entraban y salían. A veces llevaban paquetes, y nunca dormían ahí. Llegué a pensar que era una especie de oficina, o de almacén.
—¿Habló usted con ellos alguna vez?
—Creo que sólo una. Yo volvía de misa y en el rellano me encontré con un chico. Le pregunté qué tal le iba, si vivía a gusto aquí, pero creo que no quería hablar conmigo, porque en seguida me despachó con cuatro tonterías de esas que se les dicen a los viejos. Yo ya me di cuenta de que no tenía ganas de charla, porque aunque soy vieja no soy tonta. La gente piensa que cuando eres viejo en seguida te pueden engañar, pero les aseguro que yo me doy cuenta de todo.
Las miradas de mi compañero alcanzaron un punto supremo de arrepentimiento y censura. Le mostré la foto de Tomás
el Sabio
a la anciana.
—¿Vio usted a este hombre entrando o saliendo alguna vez?
—¡Dios mío!, ¿está muerto?
—Me temo que sí.
—La verdad es que no podría reconocer a nadie de los que venían porque... sé que lo que voy a decir a lo mejor les parece mal, pero... yo sólo los veía a través de la mirilla de mi puerta. No piensen que soy una fisgona, pero si alguna vez iba por el pasillo y oía ruidos, pues me acercaba para comprobar.
—¿Le parecieron gente extraña, sospechosa?
—No sé qué decir, cuando salgo a la calle todo el mundo me parece raro ya: cómo visten, cómo hablan... pero sí, eran sólo hombres; eso ya es raro. Quiero decir que ahí no vivía una familia normal.
—Entiendo. ¿Hay algo especial que recuerde, algún detalle, algún movimiento que le pareciera fuera de lo común?
Sus ojos nublados por la vejez miraron el aire en busca de recuerdos. Estaba apurada, como si desconfiara de sí misma. De repente su rostro se concentró con obstinación.
—¡Ay, sí, me acuerdo, pero no me acuerdo! Calle, espere. Sí, el día que hablé con aquel chico me dio algo. Me hizo un regalo, sí, una cosa que llevaba en el bolsillo. Me la dio para que me callara, para que lo dejara en paz, de eso me acuerdo muy bien, que tonta ya les digo que no soy, pero... no recuerdo lo que me dio.
Garzón y yo nos miramos en suspenso. Abrí mi bolso y saqué el llavero de latón.
—¿Era algo como esto, señora?
Lo cogió y lo mantuvo en su palma arrugada y frágil:
—¡Jesús, sí, era una cosa como ésta! ¿Qué pasa, inspectora, he hablado con un asesino? Dígamelo, por favor, que soy una mujer que vive sola.
—No, no se asuste, por favor. Seguramente es una coincidencia sin más. ¿Conserva ese llavero?
—Nunca tiro nada a la basura, así que debo de tenerlo por ahí, lo que pasa es que... espere, con un poco de suerte, en mi dormitorio...
Volvió a levantarse y salió. Garzón se movió, nervioso, en su silla.
—Inspectora, creo que deberíamos decirle lo del jarrón, ¡es tan buena mujer!
—¡Deje el jarrón en paz! De modo que en ese piso de ahí delante se cocía algún asunto que obligaba a varios tíos a entrar y salir con paquetes. Bien, vamos bien. Creo que va a ser muy interesante entrar. Hay que pedir orden al juez para abrir el piso. Voy a llamar para que manden a un policía de custodia.
—¡Lo he encontrado!, estaba en una cajita de nácar que tengo en mi habitación. Cuando viene a verme mi hijo siempre me dice que no debería guardar tantas porquerías. Ahora le podré decir que mis porquerías han servido para las investigaciones de la policía.
Nos entregó un llavero exactamente igual que el nuestro. Lo metí dentro de un pañuelo de papel, pediríamos un análisis de huellas. Me levanté con buen ánimo, estábamos en el camino de la resolución, no me cabía ninguna duda. La señora nos acompañó hasta el recibidor, sintiéndose protagonista y ciudadana ejemplar. Una vez allí me quedé de una pieza cuando oír decir al subinspector:
—Verá, casi se me olvidaba comentarle que mientras esperábamos, su gato...
Comprendí lo que iba a suceder y le di una palmada en el hombro a Garzón.
—Le espero abajo, subinspector. Tengo que hacer una llamada urgente.
Abrí la puerta y salí sin mirar la cara de mi compañero. Allá se las compusiera con su ética caritativa. En la calle llamé por teléfono a comisaría pidiendo un hombre que se quedara de guardia, pero ante mi estupefacción me contestaron que no era posible.
—Hoy estamos muy mal de gente, inspectora. Dice el comisario que hasta la una no puede ser.
Renegué un rato antes de colgar y llamar al móvil de Yolanda.
—Venga a la calle Princesa número diez, tiene que quedarse un rato de guardia. ¿Qué ha averiguado?
—Todo, que es poco, por desgracia. El piso lo alquiló la agencia Hispania a Tomás Calatrava Villalba. Firmó contrato y pagó en persona las primeras mensualidades, pero nadie se acuerda de él. Luego el dinero del alquiler siempre se depositaba dentro de plazo, pero no desde una cuenta determinada, sino cada vez desde una diferente sucursal bancaria de La Caixa, así que imposible saber quién efectuaba las transacciones.
—Bueno, es suficiente, venga para acá en seguida.
Garzón aún tardó diez minutos en bajar. Al verlo llegar, un tanto alterado, le sonreí:
—¿Qué, ya ha hecho su buena acción de hoy? Por el rato que ha estado, creo que esta acción va a servirle para todo el mes.
—Con todos los respetos le diré, inspectora, que tiene usted más cojones que el caballo de Espartero.
—¡Ja!, no lo sabe bien; el caballo de Espartero era un eunuco a mi lado.
—No me venga con más cuentos sobre la piedad y la caridad porque ya nunca la voy a creer.
—Mi querido Garzón, la piedad sucede dentro de nuestra mente, pero para hacer caridades hay que actuar, implicarse con las personas, hablar y aguantar que te den las gracias. Demasiado para mí, sobre todo que me den las gracias, es algo que no soporto. ¿Qué le ha dicho la señora?
—Que no tiene importancia lo del jarrón, ¡qué me va a decir!
—¿Y usted qué le ha contestado?
Abrió el bolsillo de su abrigo y me mostró el interior. Allí estaban los tres fragmentos del jarroncito roto.
—Le he dicho que le compraríamos otro, pero es un ejemplar único que su marido le regaló, de modo que intentaré recomponerlo pegándolo.
Solté una carcajada:
—¡Ah, es usted un filántropo, Fermín!
—Lo malo no es pegarlo, sino tener que aguantar otro rollo de una hora cuando venga a traérselo.
Solté más sinceras carcajadas. El subinspector me miraba intentando parecer enfadado, pero la risa bailaba también bajo su bigote.
—Me alegro de que haya recuperado su buen humor, querido compañero, estaba usted bastante antipático, la verdad.
—Pues no creo que tenga muchas razones para ponerme contento. Es curioso, pero esta visita de mi hijo no deja de plantearme conflictos.
—¿Qué pasa ahora?
—Ayer estuvo hablando conmigo en privado. Dice que parece que me avergüence de él, que rehúyo su compañía, que no los he presentado a casi ningún amigo, que no la ha visto a usted, que es la única de mi ambiente a quien conoce. En fin, que toda la complicación de irme a su casa no ha servido para nada.
—Creo que su hijo lleva razón. ¿Por qué no hacemos una fiesta en mi casa? A los americanos les gustan esas cosas, una recepción en honor de Alfred.
—No sé, inspectora, me parece un poco fuerte, es como reconocer públicamente que...
—Oiga, Fermín, alguna vez tendrá que aceptar los hechos. Su hijo tiene una pareja, y a usted debe darle igual que sea un hombre, una mujer o una cabra.
—Las cabras no llevan pendientes.
—¡Nunca pensé que las apariencias fueran tan importantes para usted!
—Si son discretas, no me importan, pero no me gustan los que sobresalen de entre los demás.
—Entonces debería ponerse un pendiente también.
—No me joda, inspectora.
En ese momento vimos a Yolanda bajando de un taxi. Llegó hasta nosotros justo para oír cómo yo le decía al subinspector:
—No se preocupe, haremos una fiesta en mi casa y todo funcionará muy bien.
—¿Una fiesta? ¡Yo también quiero ir! —dijo la chica con un entusiasmo encantador. Garzón la miró como si quisiera estamparla contra alguna pared.
—¿Por qué no? Un poco de gente joven le dará esplendor a la fiesta, ¿verdad, Garzón? Estaré encantada de que venga usted también.
—Sí, seguro que será una fiesta cojonuda, pero podríamos seguir trabajando, ¿no? Yolanda, la cuestión es que debe quedarse aquí custodiando el segundo piso izquierda hasta que manden a alguien desde comisaría para que la sustituya. ¿De acuerdo?
—Aquí me quedaré con los ojos bien abiertos, descuiden.
Garzón y yo nos fuimos entre sus comentarios maliciosos:
—Con los ojos abiertos y la boca cerrada estaría mucho mejor. En mi época, a los jóvenes nos obligaban a ser bien educados. No nos autoinvitábamos a las fiestas así como así.
—Si continúa negándose a vivir en el presente, acabará usted convertido en un viejo dinosaurio, Garzón.
—Nadie les prestará a mis huesos tanta atención como a los de un dinosaurio.
—Ésa será la única diferencia, créame.
Rezongó cosas inaudibles que no sonaban nada bien. Era terrible reconocerlo, pero me encantaba oírlo renegar. Resultaba divertido que oficiara como conciencia crítica de las nuevas generaciones, aunque eso no pensaba confesárselo nunca.
—Vaya en busca de una orden del juez, Fermín. Yo pasaré por comisaría para ver si hay más datos sobre el alquiler de esa casa. Nos encontramos después en la calle Princesa, ¿OK?
—«OK» es una expresión ridícula, y extranjera, además.
Le guiñé un ojo mientras subía al coche.
—Adiós, amado brontosaurio. Espero que le den una sala del museo para usted solo.
Invocó calladamente a algún dios de la paciencia y lo vi desaparecer entre los transeúntes. Él llevaba en el fondo razón, pasada una cierta edad, los usos sociales en auge se van volviendo progresivamente ajenos a nosotros. Pero hay dos maneras de reaccionar: pensando que el mundo ha perdido el norte o sospechando que el modelo de brújula que tenemos empieza a necesitar una renovación.
Al entrar en comisaría, el policía Domínguez saltó sobre mí.
—Inspectora Delicado, hoy no se me ha escapado el sospechoso.
—Apúntese un tanto, Domínguez. Le recomendaré para un ascenso.
Señaló con la cabeza a un tipo cutre que se sentaba en un banco del pasillo. En aquel momento no tenía la más mínima idea de quién era. Recapacité. Juan de Dios Llorens, el timador de Cáritas. Haber recordado su nombre no me sirvió de mucho. ¿Qué demonio había pensado preguntarle a aquel hombre?, ¿por qué estaba allí? Creo que le hice pasar a mi despacho más por premiar la hazaña de Domínguez que por auténtico interés policial. Cuando lo tuve delante lo observé sin decir ni palabra. Tenía una pinta innoble: enjuto, teñido de rubio oxigenado y con un pendiente en la oreja; por fortuna, no estaba presente Garzón. Pensé que no era necesario hablar, él saldría por algún lado. Así pasó.
—No hay derecho, inspectora. La policía siempre igual, por un perro que maté, mataperros me llamaron. Y yo hace tiempo que estoy limpio. Trabajo honradamente y me gano el sustento con mi esfuerzo. Soy mensajero en una empresa, pero mensajero de los que llevan furgoneta, no de los de moto. Desde que me cazaron en aquello no he vuelto a meterme en nada feo, de verdad.
Levanté una ceja en ademán inquisitivo y dije algo tan vago como:
—Ah, sí, ¿eh?
—¡Pues sí!, pero si ahora empiezan a aparecer por mi empresa a meter las narices, ya me dirán qué va a pensar mi jefe. Le aseguro por Dios que no he metido la mano en nada, de verdad. Y si no me cree, le contaré que me hice honrado por necesidad. No le voy a decir que yo era un santo, que no lo he sido nunca. Pero el negocio de la caridad es algo en lo que ya no puedes andar haciendo bromas. Ya no. Ahora hay unas mafias que te cagas, con perdón. Entonces me di cuenta de que no iba bien por ahí, porque a mí ganarme un poco de pasta a mi aire, bien, pero que venga un tío y te diga lo que tienes que hacer...
—¿De qué estás hablando?
—De timos organizados, inspectora. Pedir dinero para una ONG que no existe y cosas así. Ahora ya son profesionales, mafias, ya le digo.
—Dame datos.
—Datos no tengo ni uno, pero algunos colegas me advirtieron: cuidado dónde te metes, muchacho, que es terreno minado. Ahora, no me pregunte si son las mafias rusas o las de Villapalos, que yo no lo sé. El caso es que pensé: «Coño, para cuatro chavos que saco y encima ahora hay que meterse en organizaciones que si no cumplo igual me arrean cuatro hostias sin comerlo ni beberlo...» Total, que lo dejé.
—¿Quién dice que hay mafias?
—No sé si mafias o qué, pero aquí y allá me fueron previniendo. Esas cosas se saben, inspectora.
—¿Concretamente quién te avisó?
—Nadie en concreto, se lo juro, son comentarios que se oyen. El caso es que ahora sólo me ocupo de mi camioneta, y voy bien tranquilito repartiendo paquetes aquí y allá.
—Juan de Dios, tú no tienes nada que ver en el tema, de acuerdo, lo he entendido y lo acepto. Pero justamente por eso nadie irá a pedirte explicaciones si me das alguna orientación de a quién recurrir, un pequeño contacto, una pista.
Quedó callado un momento, se miró las manos, estiró los dedos para poder fijarse con detenimiento en las uñas. Comprendí que estaba valorando pasarme algún dato importante. Contuve la respiración.