Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
El sonido del timbre de la puerta me sobresaltó de pronto. Puse mi cerebro a funcionar sin resultados brillantes. Recogí la pistola del bolso y salí a abrir. Antes de hacerlo, atisbé por la mirilla. Era Ricard. Cuando lo tuve frente a frente levantó las manos por encima de la cabeza.
—No dispare, inspectora Delicado, por favor.
—Yo no me comportaré como una policía si usted no me diagnostica, doctor Crespo.
—Trato hecho.
Nos echamos a reír. Me abrazó y le devolví el abrazo. Entró, y mentiría si dijera que alguno de los dos pensó en hablar. Sabíamos muy bien cuál era el itinerario y pusimos rumbo a mi habitación. Sin embargo, a las tres de la mañana, y de modo respetuoso, Ricard se vistió para marcharse. Esta vez evitó protestar, y se lo agradecí.
A la mañana siguiente salí con sueño de casa y llegué a comisaría a uña de caballo, pero estaba contenta. La enmienda de mis yerros parecía posible. Había puesto paz en mi relación con Ricard, olvidando los gritos descorteses que habíamos intercambiado. Un rato más tarde iría en busca de Garzón y le pediría disculpas, preguntándole qué tenía que decirme la noche anterior. En cuanto al desventurado Anselmo... ahí veía más difícil la rectificación, sólo esperaba que hubiera acabado lo suficientemente borracho como para no recordar mi destemplanza. Sin embargo, Dios, que en caso de existir es sin duda afable y generoso, me dio la oportunidad de corregir también aquel estrago. A las diez de la mañana estaba yo enfrascada en la redacción de uno de los informes que aborrezco, cuando entró el policía de la puerta en mi despacho.
—Inspectora, un hombre quiere verla.
Confieso que me asusté, porque era el mismo guardia que había recogido el ramo de rosas. Por un momento pensé en una visita sorpresa de mi amante, de modo que en plan muy casual, pregunté:
—¿Ah, sí?, ¿de quién se trata?
—Dice que se llama Anselmo no sé qué y que usted lo conoce. Pero le advierto que parece un pobre de los que pide limosna. Vamos, un indigente, quiero decir.
—Hágalo pasar inmediatamente.
¿Era posible tanta felicidad filantrópica? Sin duda venía para sacarme más cerveza, pero hoy lo acompañaría hasta el bar y, aunque no me apetecía después de mi noche loca, bebería con él procurando no humillarlo, y le aguantaría sus ensoñaciones sobre el barco cargado de arroz. Ver aparecer por la puerta su cara de labriego medieval me causó una gran alegría.
—¡Pase, Anselmo, por favor! ¿Cómo está?
—Pues le voy a decir con toda sinceridad lo que pensé después de que usted se marchó. Pensé: «Anselmo, eres un cabrito, porque esta mujer es una mujer más buena que las olas del mar, y has hecho que se enfade.» Porque usted se creyó que sólo quería dinero y a mí el dinero, le juro por el Dios que está subido a las nubes, a mí el dinero me da igual. Yo, por dinero, no voy ni de aquí a la esquina, ¿comprende? Porque mi padre, que era notario testaferro, ya me dejó todo el dinero que me podía gastar, y por eso me lo gasté.
No pude por menos que reírme. Pensé que quizá tuviera éxito haciendo monólogos en un
show
.
—Está bien, Anselmo, no estoy enfadada, de verdad. Si quiere nos vamos a desayunar al bar de aquí al lado y tomamos una cerveza.
Hizo un gesto negativo de hidalgo afrentado.
—No, de eso ni hablar. Nada de beber por las mañanas. Claro que si hace como ayer... quiero decir que unos pocos dineros para comer sí que me vendrían bien. Ya que he venido a pedirle perdón... ¿no le parece?
Asentí con indulgencia y fui a buscar mi bolso, que estaba colgado en el perchero. Saqué treinta euros y se los tendí:
—¿Tendrá suficiente con eso?
—¿Con esto? Con esto se comprarían todas las sábanas de un hospicio. Con esto Dios volvería a crear el mundo otra vez.
—Deje tranquilo a Dios, pero dígame una cosa, tengo curiosidad. ¿Por qué dice siempre que con un barco cargado de arroz sería feliz? ¿Qué haría con él?
Su cara se transfiguró, sonrió beatíficamente, como si una extraña luz lo iluminara.
—¡Ah, señora policía, si supiera lo que haría yo! ¿Sabe qué haría? Me iría a los mares del Sur y buscaría una isla llena de nativos y salvajes que no tuvieran ganas de pelear. Entonces les haría paellas, y arroces con tocino y arroz negro. Y ellos se lo comerían y serían felices y yo, de verlos a ellos, también, y nos quedaríamos tranquilos y satisfechos toda la noche mirando el mar.
A veces, la emoción nos atrapa y juega con nosotros como un gato furtivo. Los ojos se me llenaron de lágrimas y un nudo apretado se me instaló en la garganta sin dejarme hablar. Anselmo se dio cuenta y entonces, como tocado por una corriente eléctrica, empezó a gesticular con gran susto y escándalo:
—No, no llore, por favor, llorar no. Se lo diré, le diré lo que quiere saber, pero no llore. Se llamaba Tomás Calatrava Villalba y le daban de merendar en los jesuitas de Sarrià, allí deben de tener noticia de él. Y le juro que no sé nada más, se lo juro, inspectora, nada más. Pero no llore, por favor, no llore.
Pasé de la emoción al pasmo. Lo miré intensamente y supe en seguida que estaba cuerdo en aquellos momentos, que decía la verdad. Cogí mis cosas y salí sin decirle ni adiós. Me dirigí al policía que estaba en el pasillo.
—En mi despacho hay un hombre, Domínguez. No le deje marchar.
Fui en busca de Garzón y lo encontré en un pasillo, hablando con Yolanda, que acababa de llegar en ese momento.
—Andando, los espero en el coche, vámonos. Ahora les cuento.
Yolanda nos informó de que los jesuitas, como otras órdenes eclesiásticas, daban un bocadillo y una manzana a los pobres que esperaban en la puerta del convento a una hora determinada.
—Pero dudo que guarden un registro con los nombres —añadió.
—De acuerdo, pero pueden conocerlo, saber algo de este tipo en concreto, su dirección... ¿Conoce exactamente la dirección de ese convento, Yolanda?
—Por supuesto que sí.
Empezó a darle indicaciones a Garzón, que llevaba el volante. Fueron unas instrucciones tan detalladas y rigurosas que, tal y como me temí, Garzón discrepó de ellas y ambos se enzarzaron en una discusión absurda sobre diferentes itinerarios por los que llegar al punto de destino. Hasta que me harté:
—¡Señores, pónganse de acuerdo de una puta vez! No se trata de ganar un rally, sino de llegar cuanto antes mejor.
Garzón dio uno de sus cabezazos de callada protesta y Yolanda se quedó mirándome con desconsuelo. A aquellas alturas, la pobre ya había descubierto que tampoco era ninguna bicoca colaborar con la Policía Nacional.
Las organizaciones jerarquizadas ofrecen ventajas y desventajas en una investigación. La principal desventaja es que, antes de hablar con quien quieres, siempre debes pedir permiso a la figura superior. En el caso de los frailes, era el prior del convento. La ventaja viene después, porque el jefe sabe en seguida con quién debes entrevistarte a poco organizada que esté su comunidad. En el caso de los frailes, era el hermano Antón, que se ocupaba de sacar la merienda a los mendigos, exactamente a las seis. Era un vejete simpático y simplón cuyas tareas no ocupaban obviamente un primer rango. Miró la foto con cara de espanto y se santiguó:
—Dios nos libre de todo mal. ¿Se da cuenta, inspectora, de lo preservados que estamos aquí? Dios nos da una vida sencilla a los frailes, pero a la vez nos impide contemplar cosas tan malas.
Pensé que su estilo era tan retórico y con tantas menciones a Dios como el del pobre Anselmo.
—Pero ¿lo recuerda, padre?
—Hermano, llámeme hermano, por favor.
Reinstaurado el parentesco correcto, se puso a asentir. Noté que tenía acento aragonés.
—¡Vaya que sí lo conozco, inspectora, vaya que sí! Casi todas las tardes venía a buscar la merienda. Y lo más curioso era que no le importaba merendar o no. A veces, hasta se dejaba la bolsa. Yo creo que venía más que nada para charlar con el hermano Salvador.
—¿Quién es el hermano Salvador?
—Se ocupa de la biblioteca.
—¿Puede llamarlo? Nos gustaría hablar con él.
—Necesito permiso del prior.
—Bueno, pues ya sabe cómo se soluciona eso.
—Esperen, ahora vuelvo.
Se alejó con los pasitos presurosos y furtivos de un ratón. Yolanda miró las paredes de la austera sala donde estábamos. Hacía frío.
—¡Vaya palo, vivir aquí!, ¿no?
—Al menos no pagan alquiler —repuso Garzón.
Intervine antes de que se liaran en otra polémica estéril:
—Es mucho más que no pagar el alquiler. No tienen que tomar decisiones, saben siempre cómo deben comportarse, no se meten en complicaciones amorosas, no pueden engrosar las listas del paro y, encima, cuando son viejos saben que alguien los cuidará. A mí me parece un destino más que deseable.
Yolanda hizo un gesto de obviedad despreciativa, y con todo desparpajo soltó:
—Sí, pero no pueden follar. Imagínense, con lo bueno que es follar.
Vi que la cabeza de Garzón giraba violentamente en dirección a la chica, y que sus ojos se abrían de par en par. Por fortuna, en ese momento entró un fraile alto y delgado que nos miró con preocupación, y la cosa quedó ahí.
—Señores, creo que quieren hablar conmigo. Soy el hermano Salvador.
—Hermano, yo soy Petra Delicado, inspectora de policía, ya sabe que...
—Ya me han dicho, ya... y estoy consternado, de verdad. ¿Saben por qué mataron a ese buen hombre?
—No sabemos por qué ni quién lo hizo, por eso cualquier cosa que recuerde nos puede ayudar mucho.
—Yo solía hablar con él. No con mucha frecuencia, pero de vez en cuando preguntaba por mí. Nos conocimos un día que el hermano Antón estaba enfermo y yo lo sustituí, y he de decir que siempre me llamó profundamente la atención.
—¿Por algún motivo especial?
—No se trataba de un mendigo como los que vienen por aquí. Era un hombre culto, inteligente. Me contó que había estudiado la carrera de economista y que había trabajado muchos años en una empresa.
—¿Qué empresa?
—No lo sé, nunca precisaba detalles ni daba nombres.
—¿Le dijo cómo había llegado a su lamentable situación?
—Una vez mencionó que lo había abandonado su esposa. Al parecer, eso lo trastornó hasta el punto de alejarlo de la vida normal que llevaba hasta entonces.
—¿Qué más le contó?
—¡Dios mío, no recuerdo mucho!, comentábamos generalidades de la vida, hablábamos de las desdichas del ser humano... Siempre pensé que le gustaba entrevistarse conmigo para poder hablar con una cierta elevación. Le aseguro que los ambientes que frecuentaba no eran de su nivel. Yo procuraba convencerlo para que buscara el consuelo en Dios, recuperara las riendas de su vida... pero era inútil, bebía demasiado y siempre me dijo que no pensaba ni por asomo en dejar el alcohol. Lo curioso era que no le faltaba dinero.
—¿Cómo?
—Siempre tuve la impresión de que si llevaba aquel tipo de vida era por una especie de voto privado, o por una cierta enajenación mental, aunque solía expresarse como un hombre cuerdo. De vez en cuando venía aquí y me daba dinero para que lo distribuyéramos entre los pobres.
—¿Cuánto dinero? —preguntó el subinspector sin poder contenerse.
—Bueno, no grandes cantidades, cuarenta, cincuenta mil pesetas.
—Eso es mucho para alguien que vive en la calle. ¿Le dijo de dónde lo sacaba?
—No, ni yo se lo pregunté. Pensé que aún contaba con algún ahorro de su vida anterior.
—¿Cuánto dinero sería en total?
—No sé, no quisiera equivocarme... cien, ciento cincuenta mil pesetas, no mucho más.
—¿Cree que el nombre Tomás Calatrava Villalba corresponde a su nombre real?
—Nunca se presentó con otro.
—¿Le dijo dónde vivía, o dónde se alojaba temporalmente?
—Creo recordar que una vez... una vez le ofrecí gestionarle un albergue temporal con Cáritas. Me contestó que no; prefería estar en la calle. Citó un edificio abandonado, pero no dónde estaba.
—¿Un edificio en la Sagrera o quizá el cuartel de Sant Andreu?
—Es inútil, no puedo acordarme, ninguno de los dos sitios me dice nada.
—¿Comentó alguna de sus actividades, o a qué tipo de gente trataba?
—No, en ningún caso. Era un hombre muy reservado.
—¿Diría usted que estaba loco?
—¿Loco?... Quién sabe, ni siquiera estoy muy seguro de en qué consiste estar loco.
—Yo tampoco, ésa es la verdad. Voy a dejarle nuestro teléfono. Piense, y cualquier cosa que recuerde, aunque parezca en principio intrascendente...
—Los llamaré, no lo duden, los llamaré. ¿Darán con el culpable?
Ninguno de los tres contestaba. El silencio duró demasiado. Por fin dije:
—Lo encontraremos, con absoluta seguridad.
Me pareció comprobar que Yolanda sonreía con cierto orgullo. Sí, tenía todavía la edad de creer en el jefe, de sentirse estimulada por la fuerza del grupo. Miré a Garzón, que, por el contrario, observaba el techo con cara de pasar por allí. Al salir del convento le dije a Yolanda que podía marcharse y me quedé a solas con mi compañero. No esperó siquiera un instante, en seguida soltó el trapo:
—¿Ha visto estas chicas de ahora?, ¡hablan de follar como si tal cosa! ¡Y en menudo sitio, además!
—¡Venga, Fermín, como si a usted le importaran demasiado el hablar académico ni los santos lugares!
—Hombre, no, inspectora, pero me choca que una chica tan joven se exprese así.
—Es desinhibida. Lo que ocurre es que a usted le ha dado por meterse con ella, y no comprendo por qué. Primero decía que hablaba demasiado, ahora no habla tanto pero se expresa mal. ¡En fin, tampoco la queremos para que nos haga de portavoz!
—¡Es entrometida! A veces parece que nos dirija ella.
—¡Ya salió la territorialidad del macho!
—¿Cómo, qué ha dicho? ¡Vaya por Dios!, no puedo creer que vaya a darle una explicación feminista al asunto.
—Doy una explicación, lo de feminista lo añade usted.
—¡No me joda, inspectora, por favor!
—Dejémoslo, con que se pelee con Yolanda hay más que suficiente. ¿Qué le parece si demostramos una cierta profesionalidad y hablamos del caso?
—Como usted mande.
—¿Qué me dice de la personalidad que acabamos de descubrir en nuestro amigo Tomás?
—Pues sorprendente. Un mendigo economista y que ejerce la caridad no es cosa que se vea todos los días. Me choca que tuviera pasta como para regalarla. A lo mejor estaba metido en algo feo.