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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

Un avión sin ella (7 page)

BOOK: Un avión sin ella
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Diario de Crédule Grand-Duc

Estarán de acuerdo conmigo, creo, en que la vida, de todas formas, se ha portado con los Vitral y con los Carville como una auténtica cerda. Primero les anuncia que se estrella un Airbus, que no hay supervivientes, les quita de un golpe las dos generaciones sobre las que habían construido su futuro. Hijos y nietos. Luego, una hora más tarde, les anuncia, radiante, un milagro: el ser más pequeño, el más frágil, se ha salvado. Y acaban sintiéndose incluso afortunados, agradeciéndoselo al cielo, olvidando la desaparición de personas tan queridas. pero la vida no saca el puñal sino para clavarlo mejor una segunda vez. ¿Y si esa pequeña superviviente del milagro, la carne de tu carne, el fruto del fruto de tus entrañas, no fuese el tuyo?

Estuvieron atareados en la comisaría de Montbéliard desde el alba, ese 23 de diciembre de 1980, y el propio comisario, Vatelier, se hizo cargo del caso; un poli experimentado y dinámico que llevaba una barba morena dejada en barbecho pero a juego con su cazadora de cuero. Turkish Airlines había enviado por fax la lista de los pasajeros a las siete de la mañana. Hecho cómico, que debió de haber divertido a la tripulación en la pista del aeropuerto de Atatürk de Estambul: había dos bebés en el avión, dos jóvenes francesas venidas al mundo casi el mismo día.

Lyse-Rose de Carville, nacida el 27 de septiembre de 1980.

Émilie Vitral, nacida el 30 de septiembre de 1980.

«Menuda coincidencia», debieron de pensar. Lo comprobé desde entonces, la presencia de bebés en un avión está lejos de ser una casualidad excepcional. Por el contrario, es frecuente, en especial en las largas distancias con ocasión de las vacaciones. En plena globalización económica, muchas familias han de reencontrarse alrededor de un abeto, de una tarta de cumpleaños, de un matrimonio, de un entierro o de cualquier otro acontecimiento. No nos damos cuenta, pero ahora lo sé, ¡los aviones son un hervidero de bebés!

Al principio, así me lo confesó Vatelier, a su equipo eso le pareció más bien divertido. Dos bebés. ¿Cómo saber cuál era el superviviente? En realidad, los polis debían de pensar que la investigación sería breve. No es difícil hacer hablar a un bebé. Sus ojos, su piel, su sangre, lo que contiene su estómago, sus ropas, sus pertenencias, sus allegados. Indicios sin duda más que suficientes…

Salvo que había que hacerlo rápido. Los polis tenían una horda de periodistas tras sus talones, el caso era una ganga para los medios. Piénsenlo, ¡una sola huérfana para dos familias! Y además era, a fin de cuentas, el porvenir de una cría lo que estaba en juego; no iban a dejarla pasar meses en el nido del hospital de Belfort-Montbéliard, había que instruir la investigación de urgencia, deliberar, elegir, devolverla a su familia. Léonce de Carville despachó a Montbéliard, desde el 23 de diciembre a las catorce horas, una jauría de abogados parisinos, todos pagados a precio de oro, encargados de pegarse a las faldas de los investigadores de Vatelier y de comprobar cada detalle…

En el plano jurídico, el caso era complejo. El Ministerio de Justicia lo resolvería, no obstante, en pocas horas: la comisaría de Montbéliard estaba a cargo de la investigación, pero la decisión final sería tomada por un juez de menores, después de la audiencia del conjunto de las partes y testigos. A puerta cerrada, por supuesto. La decisión debía ser dictada a más tardar a finales de abril de 1981 para no trastornar la seguridad afectiva de la niña, que se quedaría en el nido del centro hospitalario de Belfort-Montbéliard. Para llevar la instrucción, el Ministerio de Justicia nombró acto seguido, sin problemas, al juez Jean-Louis Le Drian, una de las eminencias del juzgado de primera instancia de París, autor de una docena de obras sobre los niños nacidos anónimos, las pruebas de identidad y la adopción…

A partir del día siguiente, el 24 de diciembre, el juez Le Drian logró reunir mal que bien, al final de la tarde, un grupo de trabajo improvisado, no demasiado entusiasta ante la idea de pasar una parte de la Nochebuena con ese caso: Vatelier, el comisario de Montbéliard, Morange, el doctor que había velado por la pequeña superviviente del milagro desde la víspera, y Saint-Simon, un poli de la embajada de Francia en Turquía que se comunicaba con ellos por teléfono.

Todos me contaron más tarde esa reunión surrealista en un gran despacho parisino, en la avenida Suffren, con unas preciosas vistas de la Torre Eiffel iluminada en un cielo blanco de invierno. La promesa de una cena de Nochebuena sin espumillón ni regalos. Sus críos los esperaban al pie del abeto mientras sopesaban con precisión y profesionalidad el futuro de una cría de tres meses.

Para el juez Le Drian aquello era un engorro; conocía vagamente a los Carville. Se había cruzado con ellos en una o dos fiestas parisinas donde unos centenares de personas se apretujan en los grandes salones de los edificios haussmannianos. Me pongo en su lugar. En lo más profundo de su cabeza, una vocecita debía de susurrarle: «Ojalá la cría sea la nieta de Carville, si no, estoy de mierda hasta.» .

Una posibilidad entre dos. Cara o cruz.

Pero la moneda, a simple vista, no quería caer del lado correcto.

Cuando conocí al juez Le Drian, años más tarde, todavía tenía el mismo aspecto que en la época del proceso: quisquilloso, preciso, yendo de punta en blanco, bufanda malva un poco más clara que su corbata púrpura, como para preguntarse de qué modo, atrapado en su traje, podía inspirarles confianza a unos niños traumatizados y obtener sus confidencias. El juez había filmado todas las reuniones. Me dejó las cintas, no iba a negarles nada a los Carville. Eso me permite ser preciso: tendrán derecho a la imagen y al sonido. En cuanto al veredicto, por el contrario, les dejo juzgar, nunca mejor dicho.

—Voy a intentar ser lo más breve posible —comenzó Le Drian—. Todos tenemos prisa, ¿no es así? Voy a comenzar por la información que concierne a Lyse-Rose de Carville. La pequeña nació en Estambul, hace un poco menos de tres meses. Realmente sólo la conocen sus padres, pero Alexandre y Véronique de Carville se han llevado con ellos, en el Airbus Estambul-París, todo lo que concernía a Lyse-Rose. Sus juguetes, sus ropas, sus fotos, sus medicamentos, su tarjeta sanitaria. Todo ha desaparecido en el incendio del avión. Saint-Simon, en la parte turca, ¿ha encontrado otros testimonios?

La voz nasal del policía de la embajada turca se distorsionó en el altavoz del teléfono colocado sobre la mesa: .

—En realidad, no. A excepción de algunos criados turcos que vieron a Lyse-Rose a través del velo opaco de una mosquitera, el único testigo ocular de la pequeña sigue siendo su hermana mayor de seis años, Malvina. Ya ve usted…

Le Drian sospechaba que el asunto empezaba a ponerse feo. En esos casos, cuando los acontecimientos se le escapaban, se levantaba y tiraba de la punta de su bufanda para que los dos extremos que colgaban a lo largo de su chaqueta estuvieran exactamente a la misma altura. Una manía como otra cualquiera. Por supuesto, a consecuencia del enorme misterio de la fricción de los textiles, esa maldita bufanda malva se pasaba el rato deslizándose ya fuese a la izquierda, ya fuese a la derecha, sin que el juez tuviese siquiera la impresión de esbozar el más mínimo movimiento de cuello. El comisario Vatelier observaba el tic del juez con una sonrisa apenas disimulada para sus adentros. Prosiguió: .

—He hablado largo y tendido con los abuelos Carville. Bueno, sobre todo con Léonce de Carville. No conocían a su nieta más que de algunas descripciones telefónicas vagas. Poseían una fotografía de Lyse-Rose tomada al nacer, enviada por correo con el parte de nacimiento…

—¿Qué muestra esa fotografía?

El comisario Vatelier puso una mueca.

—Casi nada. Su madre está dándole el pecho a su hija. Lyse-Rose está de espaldas. Se adivina un cuello, una oreja, nada más…

El juez Le Drian tiró con impaciencia de su bufanda hacia su derecha. Definitivamente, esto se presentaba bastante mal para los Carville.

Si me permiten que me anticipe un poco, sepan que, en las semanas que siguieron, Léonce de Carville convocó a expertos muy serios que afirmaron que la oreja del bebé del milagro era idéntica a la de Lyse-Rose en su fotografía de nacimiento. Desde entonces he comprobado al detalle las imágenes y los análisis: hacía falta una auténtica gran dosis de mala fe para extraer una certeza cualquiera, en un sentido u otro. El juez Le Drian no llegaba a ese extremo, seguía examinando la genealogía de la superviviente del milagro.

—¿Y los abuelos maternos de Lyse-Rose? —preguntó.

Vatelier, el comisario de Montbéliard, observó con tristeza la Torre Eiffel, brillante como un inmenso abeto de Navidad y luego, consultando sus notas, dijo: .

—Véronique, la madre de Lyse-Rose, es la cuarta hija de una familia quebequesa, los Bernier, que tiene siete hijos, así como once nietos ya. Véronique había puesto distancia con su familia cuando conoció a Alexandre en Toronto, con ocasión de un seminario de química molecular. Los Bernier parecen apoyar a los Carville. Tímidamente.

—Ok. Trataremos de ahondar por ese lado —dijo Le Drian—. Pasemos a Émilie Vitral. Por lo visto, deja más indicios detrás de ella.

—Mmm. Sí —suspiró Vatelier—, aunque su tarjeta sanitaria, su maleta, sus biberones y sus baberos también se han esfumado con el avión. Voy a ser preciso. Desde su nacimiento hasta los dos meses, los abuelos han visto a su nieta cinco veces, de las cuales dos han sido en la clínica de Dieppe, la semana del nacimiento, y una el día del despegue del avión, cuando Pascal y Stéphanie fueron a dejar a Marc para que se hospedara en su casa. Pero la pequeña dormía como un tronco en ese momento.

El comisario se volvió hacia el doctor Morange, quien tomó la palabra por primera vez: .

—Yo estaba presente cuando vieron al bebé en el hospital de Belfort-Montbéliard. Los Vitral reconocieron enseguida a su nieta…

—Por supuesto —dejó caer Le Drian—. Por supuesto. No iban a decir lo contrario…

El juez suspiró con hastío, sus dedos tocaron nerviosamente la bufanda, un golpe a la izquierda. El comisario Vatelier subió el tono: .

—A fin de cuentas, ¡no vamos a poner en fila a cuatro bebés numerados y hacer que sus abuelos reconozcan al bueno delante de un espejo espía!

—Tal vez debería haberlo hecho —insistió Le Drian en serio—. Habríamos ganado tiempo…

El comisario se encogió de hombros y continuó: .

—Como remate final, los abuelos Vitral no disponen de ninguna fotografía. Según ellos, Stéphanie había reunido un pequeño álbum de fotos sobre su hija, doce imágenes de las que no se separaba nunca. Podemos suponer que también ha desaparecido entre las llamas.

—¿Y los negativos de las fotos? —preguntó el juez.

—La gendarmería de Dieppe ha registrado a fondo el apartamento de los padres Vitral, de la moqueta al techo, para encontrar esos jodidos negativos. Sin éxito por el momento. Sin duda Stéphanie se los había llevado también, tal vez en la funda de la cámara de fotos…

Tal vez…

Yo también los busqué más tarde, esos jodidos negativos. Piénsenlo, ¡una foto del bebé! Es inútil mantener el suspense, al menos en ese punto. Puedo decírselo desde ahora mismo, ¡nunca los encontramos! Además de la hipótesis de su desaparición en el avión, o de una invención pura y dura por parte de los Vitral, siempre he pensado que Léonce de Carville había podido intervenir, visitar el apartamento de Pascal y Stéphanie Vitral antes de que los policías pensasen en ello, hacer desaparecer todos los documentos comprometedores. Sería capaz de ello. Eso les da una idea de la magnitud de las posibilidades.

El juez Le Drian notaba que su nuca se humedecía, que se resbalaba la bufanda, irresistiblemente, como una serpiente sobre su hombro. El caso empezaba a apestar a rompecabezas judicial.

—Bien —dijo—. Casi lo hemos examinado bajo todos los ángulos. El resto de la familia de Émilie Vitral. ¿Otro callejón sin salida, también?

—Por así decirlo —respondió el comisario Vatelier—. La madre, Stéphanie, era huérfana; sin nombre, fue criada en la casa para niños de la fundación de Auteuil, en Ruán. Se volvió loca por Pascal Vitral en la terraza de un café cuando no tenía ni dieciséis años. Resumiendo, la pequeña Émilie, si es ella quien ha sobrevivido, no tiene en la vida más que a sus abuelos, Pierre y Nicole Vitral, y a su hermano mayor, Marc.

La mirada del juez Le Drian se perdía lejos por detrás del gran ventanal, por encima de las luces que formaban la constelación de la Torre Eiffel, en busca de un rumbo, de un lucero cualquiera al que seguir ciegamente esa noche de Navidad.

Podría continuar así, describiéndoles las horas de parloteo, de argumentos y de contraargumentos. Además de los vídeos de las reuniones, están las cerca de tres mil páginas de investigación que se acumularon en casa del juez Le Drian durante las semanas siguientes, que yo también he escudriñado, por no hablar de mis archivos personales. No teman, volveré más tarde sobre ello, al menos sobre los detalles que me parecieron importantes. Pero creo que empiezan a percibir la dificultad, el dilema de los investigadores. No es fácil hacerse una idea, ¿verdad?

¿De qué lado hacer caer la moneda? Yo no lo he logrado, al fin y al cabo.

Les dejo todos esos indicios en herencia. Les toca jugar…

Pero los veo venir…

Y entonces ¿la ciencia? ¿Las ropas? ¿La sangre? ¿Los ojos? ¿Todo lo demás?

Ya llego.

No voy a decepcionarles.

Capítulo 8

2 de octubre de 1998, 09.35

Marc devoró el resto de su cruasán sin ni siquiera levantar los ojos hacia ese reloj que no avanzaba, hacia la bella estudiante de ojos celestes que tenía enfrente, o hacia Mariam, esa camarera que jugaba con sus nervios. El Lenin se animaba a su alrededor. La explanada de la universidad también, a través del cristal. Aunque en ningún caso las revelaciones de Grand-Duc lo harían dudar, era necesario que siguiese leyendo, almacenar toda esa información que, en su mayor parte, estaba descubriendo.

Puesto que Lylie lo quería…

Diario de Crédule Grand-Duc

El juez Le Drian convocó, unos quince días más tarde, el 11 de enero de 1981, una nueva reunión. Mismos investigadores, mismo lugar, mismo despacho, avenida de Suffren, pero por la mañana. La Torre Eiffel tintineaba en la niebla, apenas se distinguían sus patas húmedas en los charcos que una fina llovizna agrandaba lentamente. Colas de turistas se extendían bajo un reguero de paraguas. No había ningún lugar previsto, ni siquiera un techo de cristal, para esperar delante del monumento más visitado en el mundo.

Un colmo. Entre tantos otros.

El juez Le Drian estaba cada vez más molesto. Le habían dado a entender, por vía jerárquica, la simpatía que personas muy influyentes le tenían a los Carville.

El juez no era estúpido, había comprendido el mensaje. Salvo que hacía lo que podía con los elementos que tenía entre manos. ¡No iba, a pesar de todo, a fabricar pruebas falsas!

El doctor Morange terminaba su informe con la cuestión del grupo sanguíneo. Había hecho pasar unas fotocopias de análisis médicos complejos.

—Luego, resumiendo —dijo el doctor—, nuestra pequeña superviviente del milagro posee el grupo sanguíneo más común, A+, como más del cuarenta por ciento de la población francesa. Los archivos de las clínicas de Dieppe y de Estambul nos han informado de que Émilie Vitral y Lyse-Rose de Carville, sin ninguna duda posible, poseían ambas. el grupo sanguíneo más común, A+, ya lo han cogido.

«A la fuerza», pensó el juez Le Drian.

—¿No hay medio de que nos digan más esos análisis médicos? —dijo echando pestes.

Morange explicó de manera pedante: .

—Es comprensible, las extracciones de sangre sólo permiten descartar la relación paterna o la fraterna, no afirmarlas. Sólo podríamos afirmar que existe un vínculo familiar si estamos en presencia de un Rh poco corriente, o bien en caso de una enfermedad genética rara. Pero no estamos en absoluto ante ese caso hipotético. La ciencia no nos informará de nada sobre la familia de esa niña.

Al hablar de ciencia, los veo venir, se creen muy listos: ¿y la genética, el ADN, el test de paternidad y todo ese tinglado? ¡Imaginen el contexto, estamos en 1980! En la época, los tests de ADN eran todavía ciencia ficción. El primer proceso judicial en el mundo en haber sido dilucidado a partir de un test de ADN data de 1987. ¿Se sitúan? Dicho esto, los tranquilizo, volveremos sobre ello más tarde, cómo no. Acerca de este asunto del test de ADN, es una cuestión que se debía hacer algún día. Pero la pequeña superviviente del milagro había crecido mucho entonces, y las circunstancias del problema habían cambiado totalmente. La ciencia no lo explica todo, lejos de eso, ya lo verán…

Mientras, en 1980, los expertos de la avenida de Suffren hacían lo que podían. El doctor Morange hizo deslizar sobre la mesa un conjunto de imágenes.

—Son los modelos establecidos por el laboratorio de Meudon. Técnicas de envejecimiento artificial del rostro de la pequeña superviviente del milagro realizadas con medios informáticos, para ver a quién se parecerá el bebé dentro de cinco, de diez, de veinte años…

El juez les echó una ojeada a las fotografías y exageró un gesto de irritación: .

—¡Si se cree que voy a tomar mi decisión a partir de semejante desvarío.!

Aquella vez tenía razón. En parte al menos. Objetivamente, la superviviente del milagro, envejecida al hacer el modelo, se parecía más a una Vitral que a una Carville, pero sin que fuese flagrante, y también los abogados de los Carville se deleitarían burlándose de ello. Dieciocho años más tarde, tras haber visto crecer en directo, año tras año, al bebé del milagro, puedo, por otra parte, afirmarles que esas técnicas de envejecimiento artificial revelaron ser ¡una tomadura de pelo pura y dura!

—Queda el color de los ojos —insistió el médico—. La única marca distintiva real de ese bebé del milagro. Son sorprendentemente azules para su edad. El color todavía puede cambiar, oscurecerse, pero, en cualquier caso, tenemos aquí una particularidad genética…

El comisario Vatelier tomó el relevo: .

—La pequeña Émilie Vitral tenía los ojos claros, tirando ya al azul; todos los testigos que tuvieron contacto con ella, los abuelos, algunos amigos, las enfermeras de la maternidad, lo han confirmado. Ojos claros como los de sus dos padres, sus abuelos, como casi toda la familia Vitral. Por el contrario, en los Carville, padres y abuelos son castaños, y sus ojos, oscuros y marrones. Ocurre casi lo mismo en la parte Bernier, lo he comprobado.

El juez Le Drian parecía estar al borde de un ataque de nervios. Eso no era bueno, no era bueno en absoluto para los Carville. Ese poli lo irritaba. Fuera, la llovizna se convertía en un aguacero, los visitantes continuaban esperando estoicamente al pie de la Torre Eiffel, ocultos bajo una carpa de paraguas, versión moderna de la táctica romana de la tortuga. El juez se levantó para darle al interruptor y añadir un poco de claridad a la habitación. Su bufanda caía a la derecha. No se la retocó.

—Mmm, sí —dijo con moderación—. Sólo una presunción más, no llega a prueba. Todo el mundo sabe que dos padres de ojos castaños o negros pueden tener un hijo que posea toda la gama posible de colores de ojos…

—Exacto —admitió el doctor Morange—, es sólo una cuestión de probabilidad…

La probabilidad. De buena fe, no se inclinaba a favor de los Carville. Recuerdo que algunas semanas más tarde la revista
Science et Vie
tomó el ejemplo de «la superviviente del milagro del monte Terrible» para explicar en qué la genética era incapaz de predecir con sistematicidad las características físicas de un individuo a partir de su origen familiar. Siempre he sospechado, desde entonces, que Léonce de Carville había mandado a distancia, directa o indirectamente, un artículo semejante, que salía un poco en el momento justo…

El juez le consultó después a Saint-Simon, el investigador turco que aguardaba tras el altavoz.

—¿Y las ropas de la superviviente del milagro, caramba? ¿Es tan difícil sacar conclusiones a partir de las ropas que llevaba el día del accidente?

Saint-Simon replicó con calma: .

—Señores, les recuerdo la naturaleza de las ropas halladas sobre el bebé del milagro. Un body de algodón, un vestido blanco de flores naranja, un jersey de lana cruda con estampado geométrico. Se puede afirmar con seguridad que las ropas fueron compradas en Estambul, en el Gran Bazar, el mayor mercado cubierto del mundo…

El juez Le Drian no dejó pasar la ocasión: .

—Los Vitral sólo estaban de vacaciones quince días en Turquía, ¡no se alojaron más que dos días en Estambul! La pequeña Émilie Vitral debía de llevar, lógicamente, ropas francesas guardadas en sus maletas. Es poco probable que a sus padres se les hubiese ocurrido vestirla, unas horas antes de volver a Francia, ¡con sus ropas compradas en Estambul! Si el bebé del milagro llevaba un body, un vestido y un jersey turcos, me parece evidente que debe de tratarse de Lyse-Rose de Carville. La pequeña nació en Estambul…

Saint-Simon se encargó de darle la vuelta al argumento al instante: .

—Salvo, señoría, si me lo permite, que las ropas turcas llevadas por la recién nacida fuesen ropas baratas. Lo he comprobado, no tienen nada que ver con el resto del guardarropa de Lyse-Rose colocado en los armarios de su chalet de Ceyhan. Voy a enviarles una descripción precisa. Lyse-Rose no se había vestido más que con ropas de marca compradas en el barrio occidental de Estambul, en Galatasaray. ¡No en el Gran Bazar!

Antes de que se lanzase al análisis de las diferencias sociológicas entre los barrios de Estambul, Le Drian cortó con sequedad a Saint-Simon: .

—Bien, lo miraré. Vatelier, ¿puede hacer balance de los peritajes balísticos?

Vatelier se frotó la barba y miró al juez con desconfianza. Luego dijo: .

—Los expertos han intentado reconstruir cómo y en qué momento exacto el bebé había sido eyectado del avión. Sabemos en qué lugar estaba sentado cada pasajero. Los Carville estaban sentados en la décima fila, en ventanilla, un poco atrás en la carlinga; los Vitral ocupaban el centro del Airbus, casi a la altura de las alas. Los dos bebés se encontraban, pues, equidistantes a la puerta del avión que cedió bajo el impacto, la torsión de la puerta, están de acuerdo: sólo un ser vivo de menos de diez kilos podía salir vivo de una trampa semejante…

—Entendido, entendido, comisario —cortó el juez, quien lucía aquel día una bufanda amarillo mostaza que casaba relativamente con su chaqueta verde botella—. Pero está la teoría Le Tallandier, desde hace. Si no me equivoco, el profesor de física Serge Le Tallandier ha demostrado que era poco verosímil que la eyección se hubiese producido según un movimiento lateral y que, con otras palabras, es menos probable que fuese Émilie Vitral quien hubiese sido eyectada, ya que estaba sentada en el centro de la carlinga. ¿Su opinión, comisario?

—Para serle franco, los cálculos de Le Tallandier son tan complejos que ningún policía de Francia, ni siquiera procedente de la científica, se atrevería a contradecirle. Pero debo precisar, de todas formas, que Serge Le Tallandier es un compañero de promoción en la Politécnica de Léonce de Carville, y que fue el tutor del trabajo de fin de carrera de Alexandre de Carville en minas en ParísTech…

El juez miró al comisario Vatelier como si acabase de proferir una herejía. Agitó los brazos y tiró de la bufanda amarillo mostaza, lo hizo con un gesto demasiado nervioso como para tener esperanza de reequilibrar el trozo de tela.

—Si tengo hasta que refutar a los expertos que dirigen un laboratorio en la Politécnica…

Vatelier respondió con una sonrisa: .

—Oh, yo no pongo a nadie en tela de juicio. No tengo ninguna competencia para ello. Sólo le puedo decir que la teoría Le Tallandier, en la Politécnica, hace reír mucho a los colegas suyos con los que me he encontrado…

El juez suspiró. Fuera, la Torre Eiffel había desaparecido por completo en la niebla y centenares de turistas habían esperado durante horas bajo la lluvia para nada.

Podría inundarles aún durante páginas con detalles técnicos. Grabaciones de horas de reuniones. No voy a fatigarles con eso, no por ahora al menos.

Las semanas pasaron y el caso se estancaba en un marasmo judicial y científico que cada vez le interesaba menos a nadie fuera de las familias concernidas.

Los policías insistieron.

A los periodistas, por su parte, el asunto les parecía un coñazo.

El público, que se había apasionado con el caso en los días que habían seguido al «milagro», se cansó enseguida por falta de certezas. Las riñas de los expertos aburrían a todo el mundo. El enigma parecía irresoluble. En cuanto la agitación decayó, la policía trató de trabajar lo más discretamente posible. Por su lado, los abogados de Carville ejercieron todo su peso para evitar que la instrucción no apareciese demasiado a la luz pública. Si ese caso no era gestionado más que entre altos funcionarios, no había ninguna duda de que se volvería a su favor. El juez Le Drian era un hombre razonable.

L’Est Républicain
, al principio de todo, fue el último periódico en mantener una crónica diaria con los avances del «caso de la superviviente del milagro del monte Terrible»; una crónica cada vez más breve. La periodista encargada de cubrir la investigación, Lucile Moraud, quien ya seguía desde hacía décadas los casos más sórdidos en el este de Francia, y no faltaban, se encontró rápidamente frente a un dilema: ¿cómo bautizar a la superviviente del milagro? Imposible, manteniéndose neutral, llamarla Émilie o Lyse-Rose. Las expresiones como «la superviviente del milagro del monte Terrible», «la huérfana de las nieves», «el bebé salvado de la hoguera», recargaban mucho un estilo que, no obstante, quería resultar simple y directo para cautivar a sus lectores populares. Encontró la inspiración hacia finales de enero de 1981. En esa época, como recordarán, ponían a menudo una canción de Charlélie Couture en todas las radios, una canción de siniestras coincidencias:
Como un avión sin ala

Exasperada por la lentitud del procedimiento y la pusilanimidad del juez Le Drian, Lucile Moraud mostró, el 29 de enero, en la portada de
L’Est Républicain
, una fotografía a toda página de «la superviviente del milagro» en su jaula de cristal del servicio de pediatría del hospital, donde esperaba desde hacía más de un mes ante la indiferencia general, y puso como pie de foto, en negrita, tres versos de la canción: .

Ay, libélula, tú tienes las alas frágiles, yo, yo tengo la carlinga rota
.

La experimentada periodista dio en el clavo. Ya nadie pudo oír el éxito de Charlélie Couture sin pensar en la pequeña superviviente del milagro, en sus alas frágiles, en la carlinga rota. Para toda Francia, la huérfana de las nieves se convertía en Libélula. El apodo hizo fortuna. Incluso sus allegados lo adoptaron. Yo mismo lo hice.

¡Qué gilipollas!

Incluso llevé mi celo hasta el punto de empezar a interesarme por esos insectos deformes; en gastar fortunas para coleccionarlos. Ahora, cuando me paro a pensarlo. Todo ese jaleo fue por culpa de una periodista pícara que supo aprovechar el sentimentalismo popular…

Los polis, por su parte, eran menos románticos. Para mencionar al bebé, cuando no querían hablar explícitamente de una de las dos familias, se inventaron un acrónimo neutral que juntaba el inicio del primer nombre con el final del segundo. El cruce de Lyse-Rose y de Émilie salió Lylie…

Lylie…

Fue el comisario Vatelier el primero en emplearlo delante de los periodistas.

No estaba mal buscado, eso no se podía negar. Sí, al fin, los polis podían mostrarse románticos. Al igual que Libélula, el nombre de Lylie hizo fortuna. Un poco como un diminutivo afectuoso.

Ni Lyse-Rose ni Émilie.

Lylie…

Una quimera, un ser extraño compuesto por dos cuerpos.

Un monstruo.

A propósito de monstruos, ha llegado el momento, es necesario que les hable del papel jugado por Malvina de Carville. Lo sé, a ella no le habría gustado la transición. Perdónenme. Lo comprenderán, eso forma parte de los daños colaterales del drama. Por así decirlo.

Léonce de Carville era un hombre voluntarioso, decidido, acostumbrado a conseguir lo que quería. No obstante, ninguna de sus pruebas, ninguno de los documentos del expediente se inclinaba claramente a su favor. Cometió entonces dos equivocaciones. Dos errores torpes. Por querer ir demasiado rápido.

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