2 de octubre de 1998, 10.47
Una algarabía repentina obligó a Marc a volver la cabeza. Se abrieron las puertas del vagón y la masa, ya compacta en el andén, se esforzó por apretujarse en el vehículo, hasta entonces casi vacío. No era el jaleo de por la mañana o por la tarde, pero la densidad de cuerpos de pie por metro cuadrado obligó a Marc, de todas formas, a levantarse. El asiento plegable golpeó contra la pared de hierro. Marc se echó atrás hacia la esquina, pegado al cristal. No había soltado el cuaderno. Se instaló firmemente, con los pies un poco separados para conservar bien el equilibrio. La mano de un tipo que se colgaba de la barra de acero estaba justo ante sus narices, mientras que, con la otra, devoraba con avidez un thriller en formato bolsillo. Marc se volvió ligeramente para poder seguir leyendo él también. Con las sacudidas, la letrita apretada de Grand-Duc le bailaba ante los ojos, pero descifrarla seguía siendo posible.
Capítulo 14Diario de Crédule Grand-Duc
El letrado Leguerne subió al estrado. Había allí casi una treintena de personas en la sala, ese 22 de abril de 1981, las dos familias, los allegados, los abogados, diversos testigos y policías. Leguerne se dirigió primero a los policías presentes en la sala: .
—Caballeros, ¿la superviviente del milagro llevaba alguna joya con ella cuando la encontraron? —preguntó—. Un collar, por ejemplo. Unos pendientes. ¿Una esclava, tal vez?
Miradas petrificadas de los investigadores. El comisario Vatelier, sentado en primera fila, tosió para sus adentros. No, ¡por supuesto! ¡Como si el bebé encontrado llevara alrededor de la muñeca una esclava con
Lyse-Rose
o
Émilie
escrito en ella! ¿Adónde quería llegar ese joven abogado pretencioso?—Bien —continuó Leguerne—. Señora Vitral, ¿la pequeña Émilie llevaba una joya, una cadenita, una pulsera?
—Ninguna —respondió Nicole Vitral.
—¿Está segura de ello?
—Sí…
Nicole Vitral contuvo un sollozo y prosiguió: .
—Sí. Queríamos darle su esclava a Émilie por el bautismo, a su regreso de Turquía. Ya la habíamos encargado en Lecerf, en Offranville, pero nunca la había llevado.
Remarcó su frase esta vez sin contener las lágrimas. Se inclinó, rebuscó unos segundos en su bolso y sacó de él un estuche rojo de forma alargada que le pegó a la nariz al juez Weber. Lo abrió y dejó en el cuenco de su mano una minúscula esclava de plata.
Tan frágil como inútil.
La emoción recorrió al público, inclusive en el bando de los Carville.
Estaba grabado ÉMILIE en cursiva, con letra infantil, casi alegre, así como la fecha de nacimiento, el 30 de septiembre de 1980.
Lo descubrí más tarde, Nicole Vitral me lo confesó: ¡era un montaje! El bautismo estaba previsto, claro, para el mes siguiente, pero no se había encargado todavía ninguna esclava. Era sólo una puesta en escena, arriesgada pero eficaz. Un calentamiento antes de dar el golpe de gracia.
El joven abogado se volvió entonces hacia Léonce de Carville.
—Por favor, señor de Carville, le ruego que responda al letrado Leguerne.
Carville iba a explicarse, pero Leguerne, más vivo, no le dejó tiempo. Sacó, triunfante, de su gruesa carpeta roja la fotocopia de una factura, y no una cualquiera, de la casa Philippe Tournaire, orfebre-joyero, plaza de Vendôme.
El juez Weber lo confirmó. La factura mencionaba explícitamente la entrega de una esclava de oro macizo. Precisaba que el nombre, «Lyse-Rose», y la fecha de nacimiento, «27 de septiembre de 1980», habían sido grabados a mano, al buril. La factura tenía fecha del 2 de octubre de 1980, es decir, menos de una semana después del nacimiento de Lyse-Rose.
Aquello no probaba nada de nada, pero, por primera vez desde el inicio de las audiencias, Carville estaba a la defensiva, sin un contraargumento preparado al detalle por sus abogados.
—Señor de Carville —prosiguió Leguerne—, ¿Lyse-Rose llevaba habitualmente esa esclava?
—¿Cómo quiere que lo sepa? Se la había enviado a mi hijo a Turquía, justo después del nacimiento de Lyse-Rose. Pero sin duda no se la ponían con frecuencia, supongo. Sólo en ocasiones especiales. Era una esclava de gran valor.
—¿Supone? ¿O sabe?
—Supongo…
—Bien, muy amable.
El letrado Leguerne sacó una nueva fotocopia de su carpeta roja, la de una tarjeta postal de Ceyhan, Turquía.
—Señor de Carville, ¿recibió usted esta postal de su hijo, de Turquía, alrededor de un mes después del nacimiento de Lyse-Rose?
—¡¿De dónde ha sacado eso?! —chilló Carville.
—¿Recibió usted esta tarjeta postal? —continuó el abogado, imperturbable.
Carville claudicó, no tenía elección. Las ramas del árbol cedían.
—Sí, evidentemente…
—«Querido papá». —empezó a leer Leguerne—. Me salto los detalles, he aquí lo que nos interesa. «Gracias por la esclava. Habéis debido de gastaros una fortuna, es soberbia. Nunca se la quitamos a Lyse-Rose. Aquí es la única cosa que hace de ella una francesita.» .
Leguerne se detuvo, triunfante ante el estupor general.
Nunca he sabido quién traicionó a los Carville, sin duda un empleado. Leguerne debió de pagar la tarjeta postal a precio de oro. Bueno, a precio de oro tampoco. Todo es relativo. ¡Más bien comparado con un edificio de tres plantas en la calle Saint-Honoré!
—¡Eso no prueba nada! —vociferó un abogado de los Carville—. ¡Es grotesco! La esclava pudo ser guardada antes de coger el avión, pudo desprenderse durante el accidente…
Leguerne estaba ganando.
—¿Se ha encontrado una esclava o una joya parecida cerca del Airbus en ese perímetro del que se ha peinado cada centímetro cuadrado?
Silencio en la sala de audiencias. Inclusive Vatelier, con las manos en su cazadora de cuero, abatido por haber sido superado en su investigación por un joven ambicioso vestido con una toga negra.
—No, por supuesto. ¿No es así, comisario? ¿Observaron en la muñeca del bebé del milagro las marcas de una pulsera que hubiese sido arrancada? ¿La más mínima marquita roja?
Una pausa sabiamente dosificada.
—No, por supuesto, los médicos no notaron nada semejante. Vayamos más lejos. ¿Repararon en una marca un poco más pálida en la muñeca, en el brazo, un poco menos bronceado, ese tipo de marca que deja una joya que se lleva siempre encima.?
El tiempo pareció quedar detenido.
—No, ninguna, por supuesto. Muy amable, eso es todo.
El letrado Leguerne volvió a sentarse en su silla. Los abogados de Carville gritaron de nuevo que ese golpe teatral no era más que eso, que la maldita esclava no significaba nada. Leguerne no respondió. Sabía que cuanto más se defendiesen los abogados de la parte contraria, más peso le darían a esa mera cuestión.
Si ese detalle no tenía importancia, ¿por qué Carville no se lo había dicho nunca a la justicia?
Viéndolo con perspectiva, la historia de la esclava no era ni más ni menos importante que lo demás. Una duda, una duda más. Pero entonces, en ese momento del juicio, la esclava se transformó en prueba de cargo contra los Carville. Un elemento nuevo en el caso, aquel que todo el mundo esperaba desde el comienzo de la investigación. Así que, aun traído por los pelos, aun menor, ese elemento nuevo era suficiente para hacer inclinar la balanza…
El juez Weber miró durante largo rato a Léonce de Carville. El industrial había mentido, por omisión, cierto, pero había mentido de todas formas. ¡Había sido pillado en flagrante delito! Nada más que por eso, a falta de algo mejor, ¿no debía corresponderle el derecho a la parte contraria?
Ante la duda…
En cuanto a la esclava de Carville, ese tema atormentará mi vida durante largos años. Cuando vuelvo a pensar en la energía que he puesto en recuperarla, en seguir su periplo. Cuando pienso que he estado a punto de tenerla entre mis dedos, que me ha faltado tan poco. Pero discúlpenme de nuevo, me estoy adelantando, me estoy adelantando…
La decisión del juez Weber fue conocida unas horas más tarde. La superviviente del milagro del monte Terrible se llamaba Émilie Vitral. Sus abuelos, Pierre y Nicole Vitral, se convirtieron en sus tutores legales, así como en los de su hermano mayor, Marc.
Lyse-Rose de Carville estaba muerta, quemada viva junto a sus padres en la carlinga del Airbus 5403 EstambulParís.
Los abogados de los Carville quisieron apelar, utilizar todos los recursos posibles. Fue Léonce de Carville quien se negó a hacerlo. Su papel de árbol caído, de abuelito indefenso, no era más que una composición de circunstancias.
Los dos ataques cardíacos, en el año siguiente, con pocos meses de intervalo, que lo postraron por el resto de sus días a un estado casi vegetal en una silla de ruedas, parecieron entrar perfectamente dentro de la lógica de las cosas.
2 de octubre de 1998, 10.52
—¡Esconde el cadáver de Grand-Duc!
El tono de Mathilde de Carville no admitía réplica.
Malvina de Carville trató, no obstante, de protestar a través del teléfono: .
—Pero abuelita…
—¡Esconde el cadáver de Grand-Duc, te digo! En cualquier sitio, en un armario, debajo de un mueble. Hay que ganar tiempo. Cualquiera puede ir a su casa. Su vecina, su asistenta, su amante. Tarde o temprano van a llegar los polis. Pequeña idiota, debes de haber dejado huellas por toda la casa. ¡Límpialo todo, te digo!
Malvina se mordió los labios; su abuela tenía razón, había actuado como una imbécil. Se volvió sobre sí misma en el salón, justo entre el cadáver de Crédule Grand-Duc y el vivero, donde los bichos acababan de morir. Había que ponerse en marcha, pero no podía quedarse mucho tiempo, era necesario que le hablase de ello a su abuela.
Iba a acabar llegando de todos modos.
—Abuelita, hay otra cosa…
Al otro lado del teléfono, Mathilde de Carville hizo una pausa. Con una mano sujetaba el auricular, con la otra seguía podando la larga hilera de rosales. Se percató enseguida, por el tono de su nieta, de que era importante.
—¿Qué, qué es lo que pasa, Malvina?
—Marc Vitral ha llamado a Grand-Duc. Hace cinco minutos apenas. Ha dejado un mensaje en su contestador…
Mathilde de Carville se guardó mucho de interrumpir a su nieta. Cortó una rama con un movimiento preciso de tijeras.
—Dice que lo está buscando. Estará aquí en media hora. Viene en metro. Es concerniente a Lyse-Rose. Y. y. dice que es él quien tiene el cuaderno de notas de Grand-Duc. Lyse-Rose lo leyó ayer y se lo ha confiado esta mañana…
Otra rama de rosal cayó, cortada por la base. Una lluvia de pétalos mustios se esparció por el vestido negro de Mathilde de Carville.
—Entonces, razón de más, date prisa, Malvina. Haz lo que te he dicho, borra todas las huellas y sal de la casa.
—Y. ¿y luego, abuelita?
Por primera vez, Mathilde de Carville dudó. Las tijeras de podar seguían abiertas. ¿Hasta dónde podía utilizar a Malvina? ¿Hasta dónde podía mantenerla bajo control? Sin arriesgarse a un nuevo desbarajuste…
—Te. te quedas cerca, Malvina. Marc Vitral no te conoce. Te ocultas en la calle. Lo observas, lo sigues. Pero no haces nada más, me llamas por teléfono en cuanto lo veas. ¿Me has entendido bien?, ¡no hagas nada más! Y, sobre todo, ¡esconde el cuerpo!
—Lo. lo he entendido, yaya.
Colgaron.
Las bocas de acero se cerraron sobre el tallo.
Mathilde de Carville conocía el odio de Malvina por los Vitral. También era consciente de que su nieta se paseaba por la calle con un Mauser L110. Cargado. En perfectas condiciones de uso, tenía la terrible confirmación de ello. ¿Era razonable no evitar a toda costa el encuentro entre Marc Vitral y ella, en la calle de la Butte-aux-Cailles, delante de la casa de Grand-Duc?
¡Razonable!
Mathilde de Carville había desterrado esa palabra de su vocabulario desde hacía mucho tiempo.
Lo más simple era confiar en el destino, en el juicio de Dios. Como siempre.
Mathilde sonrió para sí y siguió podando los rosales con una destreza sorprendente. Sus largos dedos tenían el don extraño de posarse sobre los tallos, entre las espinas, sin pincharse nunca, de retorcerlos con un gesto firme hasta las hojas afiladas de las tijeras. Mathilde de Carville trabajaba rápida, mecánicamente, casi sin bajar la mirada hacia las manos, como una costurera manipula su aguja sin ni siquiera mirarla.
Su elegante vestido negro se manchaba de tierra, de briznas de hierba pegadas y de pétalos. Mathilde de Carville no se preocupaba por ello. Volvió la cabeza hacia el inmenso parque de la Rosaleda. Léonce de Carville estaba sentado en su silla de ruedas, en medio del césped, bajo el gran arce. La cabeza caída a un lado. Estaba a más de treinta metros de ella y, no obstante, Mathilde podía oír sus ronquidos. Dudó si llamar a Linda, la enfermera, para que acudiese a levantarle la cabeza, a colocarle un cojín bajo el cuello, a meterlo en casa también; ya no hacía tanto calor.
Se encogió de hombros. Para qué…
Su marido había caído en ese estado vegetativo hacía cerca de diecisiete años ya. Había logrado resistir a duras penas el primer infarto, superar el bache, unas semanas, pero no había podido hacer nada contra el segundo, en plena asamblea general, en la séptima planta de su domicilio social, justo detrás de Bercy. Los médicos de urgencias habían logrado salvarle la vida, pero el cerebro no había tenido riego durante unos minutos demasiado largos.
Mathilde de Carville continuaba examinando sus plantas mientras seguía con los ojos, en la tierra marrón, la sombra de la cruz que llevaba al cuello.
El juicio de Dios. Una vez más.
Después de la catástrofe del monte Terrible, su marido había querido ocuparse de todo, como siempre. Ella había claudicado. Le había dejado hacer. Él poseía el poder, la fuerza, los contactos…
¡Se había equivocado claramente! Después de la muerte de su hijo único, Alexandre, Léonce había perdido toda lucidez. ¡No había hecho más que multiplicar sus errores! El maletín lleno de dinero ofrecido a los Vitral; la esclava, de la que se había negado a hablar; esa pobre Malvina, a la que había arrastrado por todos lados durante semanas para que diese testimonio a granel.
Por no hablar de lo demás, lo inconfesable.
Sí, Mathilde no sentía más que desprecio por ese inválido. Después de todos esos años, ya no había mucho más que el accidente del Airbus de lo que pudiese responsabilizar a su marido.