Émilie y Marc.
La exasperaba muchísimo esa incertidumbre.
¿Amantes tímidos o parientes?
Misterio. Mariam no lograba hacerse una idea precisa. Algo fallaba. Tan parecidos y tan diferentes. Por lo menos conocía sus nombres, se quedaba con el nombre de todos sus asiduos.
Él, Marc, estudiaba en Paris 8 desde hacía dos años, era un cliente fiel del Lenin. Alto, más bien guapete, pero con pinta de ser una pizca demasiado bueno, del tipo «Principito» despeinado, un poco soñador, con algo así como una cierta falta de clase; el perfil del estudiante que no conocía todavía los códigos, que está aterrizando, un poquito provinciano, un poco falto de dinero para regalarse un armario actual, moderno. Estudiaba mansamente derecho europeo, por lo que había entendido. Una persona tranquila, contemplativa. Durante esos dos años, Mariam había llegado a comprender por qué.
Esperaba. A su Émilie…
Había llegado ese mismo año, en septiembre. Debía, pues, de tener dos o tres años menos que él.
Sí, tenían rasgos en común. Ese acento algo popular cuya procedencia Mariam no lograba determinar, pero que era sin discusión el mismo que el de Marc. Sin embargo, ese acento casaba mal con la muchacha, su personalidad, al igual que ese nombre, común, corriente, Émilie. era rubia, como Marc, de ojos azules, como Marc. Se parecían relativamente. Pero los gestos del chico eran tan torpes, simples, algo forzados mientras que ella mostraba un no sé qué diferente en su manera de moverse, una especie de nobleza en el porte, una elegancia con clase en el más mínimo movimiento, una gracia que parecía heredada de una ascendencia rara, de una educación privilegiada. Una aureola tal vez frecuente en otras universidades, en el círculo cerrado de las buenas familias, de los institutos de investigación, de la escuela normal superior, pero casi fuera de lugar allí, entre los estudiantes de la Plaine Saint-Denis.
Otro misterio, en lo concerniente al dinero, el nivel de vida de Émilie parecía en las antípodas del de Marc. Mariam era capaz de calcular de una sola ojeada el origen, la calidad y el precio de las ropas que llevaban sus estudiantes, de H&M a Zara, pasando por Jennyfer o Yves Saint Laurent…
Émilie no era de Yves Saint Laurent. pero no andaba lejos. Lo que llevaba, con elegancia y sencillez, una blusa de seda naranja y una falda negra cortada de forma asimétrica, costaba sin duda una pequeña fortuna. No, Émilie y Marc, si venían del mismo lugar, no pertenecían al mismo mundo.
No obstante, eran inseparables.
Existía entre ellos una sólida complicidad que no se crea en unos meses de facultad, como si siempre hubiesen vivido juntos. Eso se notaba en las mil pequeñas atenciones protectoras de Marc hacia Émilie, discretas, sistemáticas, una mano en el hombro, una silla que se acerca, una puerta que se sujeta, un vaso que se llena…
Mariam sabía descifrar esos gestos: ¡Costumbres de hermano mayor con una hermana pequeña!
Secó una silla, la volvió a colocar con energía, sin dejar de pensar en esa extraña pareja.
Émilie había llegado a Paris 8 en septiembre, como si Marc le hubiese estado allanando el terreno, se había pasado dos años manteniendo caliente su asiento en el aula y su mesa cerca de la ventana en el Lenin. Mariam notaba que Émilie era una estudiante brillante, ambiciosa, despierta y decidida. Artística. De letras. Veía esa determinación cuando sacaba un libro, unos apuntes, cuando revisaba con una lectura exprés en diagonal notas que a Marc le costaban horas.
¿Hermano y hermana, entonces, a pesar de su diferencia social?
¡Salvo que Marc estaba enamorado de Émilie!
Eso también saltaba a la vista.
No como un hermano, sino como un apasionado amante. A Mariam aquello le resultaba evidente. Una fiebre, una pasión, imposible equivocarse en eso.
Mariam no entendía nada.
Los espiaba desde hacía un mes. La gente no cambia. Había pasado una mirada fugaz por el nombre escrito en un trabajo, en un examen, dejado sobre la mesa. Conocía su apellido.
Marc Vitral.
Émilie Vitral.
Al fin y al cabo, eso no le explicaba nada. La hipótesis lógica era que fuesen hermano y hermana. Pero ¿y esos gestos incestuosos entonces? Esa mano de Marc tan abajo en la espalda de Émilie. Tal vez simple y llanamente estaban casados. ¿Entre los dieciocho y los veinte años.? Poco común entre los estudiantes, pero posible. Quedaba la opción de que tuvieran el mismo apellido por casualidad, pero Mariam no creía en semejante coincidencia, salvo que se tratase de una relación de parentesco más lejano: unos primos, una familia reconstituida, complicada…
Las sillas desfilaban bajo el trapo rabioso de Mariam, resonaban sobre los azulejos del bar.
Émilie parecía apreciar mucho a Marc. Sin embargo, su mirada era más compleja, difícil de leer, a menudo perdida, sobre todo cuando estaba sola, como si ocultase una fisura, una profunda tristeza. Esa melancolía le daba a Émilie un encanto desplazado, una distancia del mundo que la volvía diferente de las otras
barbies
del campus. Ningún estudiante en el Lenin se cortaba de comerse con los ojos a la bella Émilie, pero sin duda por culpa de esa distancia, de esa contención, ningún ligón se atrevía a abordarla…
¡Excepto Marc!
Émilie era suya, estaba allí por eso. No por los estudios. No por la facultad. Solamente por estar allí con ella, por protegerla.
Un guardaespaldas.
Eso Mariam lo había captado.
Pero ¿y lo demás? ¿La relación que los unía? Mariam había tratado de hablar con Émilie y Marc, pero no se había enterado de nada íntimo.
¿Qué más podía hacer?, por el momento abandonaba; ya lo sabría algún día.
Estaba atareada limpiando las últimas mesas cuando Marc levantó la mano.
—¡Mariam! —gritó—, ¿nos pones dos cafés y un vaso de agua para Émilie?
Mariam sonrió para sí. Marc no tomaba nunca café cuando estaba solo y siempre pedía uno cuando estaba con Émilie. Un café americano.
—Ya va, enamorados —respondió Mariam.
Lo hizo por probar.
Marc dejó ver una sonrisa avergonzada. Émilie, no. Estaba ligeramente cabizbaja. Mariam se daba cuenta de ello sólo ahora; Émilie tenía una cara espantosa esa mañana, el rostro descompuesto de alguien que no ha dormido por la noche, aunque mostraba una sonrisa de circunstancias. ¿La angustia de un examen, de una noche de repaso, de un trabajo que entregar con urgencia?
No, era otra cosa.
Mariam sacudió los posos de café en la basura, enjuagó el filtro y preparó los dos expresos.
Algo grave le ocurría.
Como si Émilie tuviese que anunciarle una noticia dolorosa a Marc. Mariam lo había visto tantas veces; citas de despedida, citas a solas patéticas, buenos chavales que se quedaban solos delante de su café mientras la chica se iba, un poco incómoda y sobre todo libre. Émilie tenía la cara de una chica que ha pasado la noche reflexionando y que al alba ha tomado al fin su decisión, lista para asumir las consecuencias de lo que ésta implica.
Mariam caminó lentamente hacia el fondo del Lenin, llevando en una bandeja los dos cafés y el vaso de agua.
Pobre Marc. ¿Se imaginaba que ya estaba condenado?
Mariam sabía ser discreta. Dejó los cafés y se dio la vuelta sin esforzarse en escuchar.
2 de octubre de 1998, 08.41
Marc Vitral esperó unos instantes a que Mariam se alejase. Se inclinó hacia su mochila Eastpack que estaba al lado de su silla y sacó de ella un cubito envuelto en papel plateado.
—Feliz cumpleaños, Émilie —dijo Marc con voz jovial.
Émilie puso los ojos en blanco, aparentemente airada.
—¡Marc! —lo regañó—. Es la tercera vez que me felicitas en una semana. Sabes que no necesito todo esto…
—Chis. Abre.
Émilie frunció el ceño y desenvolvió el regalo. Sacó una joya de plata. Una cruz de formas recargadas cuyos extremos terminaban en un pequeño rombo, excepto el de arriba, agujereado con un amplio círculo y rematado con una corona. Émilie cogió la joya entre las manos.
—Estás loco, Marc…
—¡Es una cruz tuareg! Hay veintiuna diferentes, por lo visto. Una forma por cada una de las ciudades del Sahara. Ésta es la cruz de Agadez. ¿Te gusta?
—Claro que me gusta. Pero…
Marc continuó, incansable: .
—Según dicen, los rombos representan los cuatro puntos cardinales. El que regala una cruz tuareg regala el mundo…
—Conozco la leyenda —murmuró Émilie con voz dulce—: «Te regalo los cuatro confines del mundo porque no sé dónde morirás.» .
Marc no pudo contener una sonrisa incómoda. Por supuesto, Lylie lo sabía ya todo acerca de las cruces tuaregs, como acerca de todo lo demás. Se quedaron unos segundos en silencio. Émilie acercó la mano hacia su taza de café. Instintivamente, Marc hizo lo mismo. Sus dedos resbalaron esperando el encuentro. De repente, la mano de Marc se quedó paralizada en la mesa, como clavada. ¡Lylie llevaba una sortija en el anular! Una sortija de oro, muy trabajada, que engarzaba un zafiro claro; una joya antigua, soberbia, que sin duda valía una fortuna. Marc no la había visto antes. Se le nubló la mirada durante un largo instante, con esos efluvios de los celos que lo invadían cada vez que un detalle que no comprendía ponía distancia entre Lylie y él. Logró farfullar:
—E-esa sortija ¿e-es tuya?
—No. ¡La he robado esta mañana en la plaza Vendôme!
Marc no hizo caso. Le palpitaba el párpado ligeramente. Aunque la cruz tuareg de plata que acababa de regalarle le había costado un fin de semana y tres noches haciendo de teleoperador para France Telecom, su trabajo de estudiante, pasaba por una vulgar baratija comparada con esa sortija. Además, Lylie ya había dejado su joya africana en su estuchito de tela. Mientras que esa pieza de coleccionista…
—Esa, tu sortija. Es… ¿es un regalo? ¿De cumpleaños?
Émilie bajó la mirada con dulzura.
—Más o menos. Es un poco complicado. Es magnífica, ¿no? —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Te lo explicaré, no te preocupes, no por esto. No por esta sortija, en todo caso…
Émilie puso la mano sobre la de Marc.
«No te preocupes, no por esto. No por esta sortija, en todo caso.» .
Las palabras se agolpaban en la cabeza de Marc. ¿Qué quería decir? Lylie tenía un aspecto terrible esa mañana, como si no hubiese dormido por la noche, aunque trataba de sonreírle, alargando su café con un poco de agua, como hacía siempre. De repente, como si hubiese tomado una decisión importante, la mirada de Émilie se iluminó, bebió algunas gotas de su café y se inclinó a su vez hacia su mochila. Sacó de ella un cuaderno verde pálido y lo deslizó hacia Marc.
—Toma, Marc, me toca. ¡Es para ti!
Una inquietud sorda invadió de nuevo al muchacho.
—¿Qué es esto?
—La libreta de Grand-Duc —respondió Émilie sin dejarle a Marc tiempo para respirar—. Me lo trajo anteayer, al día siguiente de mi cumpleaños. En fin, más bien lo depositó en mi buzón o hizo que alguien lo dejara; lo encontré por la mañana.
Marc tocó con la punta de los dedos, cautelosamente, el cuaderno. Le temblaba de nuevo el párpado.
Ese cuaderno. Las notas de Grand-Duc. Ahora lo entendía. Émilie se había pasado dos días y dos noches leyendo y releyendo ese cuaderno. Dieciocho años de investigación de aquel viejo loco detective privado. Lo que dura una vida. La de Émilie. Día más o día menos.
¡Joder, qué regalo de cumpleaños!
Marc buscó indicios en la mirada de Émilie. ¿Qué había encontrado en esa libreta? ¿Qué verdad? ¿Una nueva identidad? ¿La serenidad, por fin? ¿O nada? Sólo preguntas sin respuestas…
La cara de Émilie no dejaba traslucir nada. Era demasiado buena en ese juego. Vertía con calma agua en su café, como un ritual, y lo bebía a pequeños tragos.
—¿Ves, Marc?, al final me ha confiado esta libreta. Como siempre me había prometido. La verdad, para mi iniciación en el mundo de los adultos.
Émilie rió con más nerviosismo que espontaneidad. Marc dudaba si coger el cuaderno.
—¿Y.? —balbució—. ¿Dice algo en esa libreta? ¿Algo importante? ¿Sabes. sabes algo ahora?
Émilie se evadió de nuevo, apartó la mirada hacia el cristal y el patio de Paris 8, que los estudiantes cruzaban a oleadas dispersas.
—¿Saber qué?
Marc sentía crecer en él una especie de exasperación. De nuevo las palabras pugnaban por salir de su cabeza, pero no lo hacían: «¡Saber eso por lo que han pagado al jodido detective durante todos estos años! Saber quién eres, Lylie. ¡Quién eres!» .
Émilie jugaba distraídamente con la montura de su sortija. Una mezcla de cansancio y de frialdad parecían hacerla indiferente al nerviosismo creciente de él.
—Te toca, Marc. Te toca leer ese cuaderno.
En la imaginación de Marc se amontonaba todo, ni siquiera tenía fuerza para pensar en esa sortija extraña que Émilie llevaba. ¿Quién se la había regalado? ¿Cuándo? ¿Por qué? La vio deslizar el cuaderno hasta él y se oyó a sí mismo responder: .
—De acuerdo, libélula mía. Me leeré esa puta libreta. —Marcó un silencio y luego dijo—: Pero tú, ¿estás bien?
—Sí. No te preocupes. Estoy bien.
Émilie mojó los labios en el café, dando lengüetadas en el brebaje como si se forzase a beberlo.
¡No! No estaba bien.
Émilie ocultaba algo. Algo que Grand-Duc había descubierto y anotado en su cuaderno.
¿Su identidad?
—¿Grand-Duc ha dejado alguna nota? Con la libreta, quiero decir.
—No, pero todas sus notas están en el cuaderno…
—¿Y bien?
—Ya lo verás. Es mejor que lo leas tú mismo.
—Y Grand-Duc, ¿dónde está ahora?
La mirada de Émilie se nubló, como si dispusiese de una información terrible que no quisiera revelar. Miró ostensiblemente su reloj. Marc se sobresaltó.
—¿Tienes que irte ya?
—Sí. No tengo clase esta mañana. Tú sí, ¡a las diez! Derecho Constitucional Europeo. ¡Prácticas con el joven y apasionante Grandin! Tengo que dejarte, Marc.
Marc puso cara de asco sin contenerse.
—¿Adónde vas?
Émilie vació una última gota de agua en su café, se bebió el resto, poco a poco, y le echó una nueva mirada cansada a Marc. Se inclinó hacia su mochila y se levantó casi de inmediato.
—Tengo. tengo otro regalo para ti.
Le tendió un pequeño paquete, un poco más grande que una caja de cerillas.