Un asesinato musical (14 page)

BOOK: Un asesinato musical
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—El cuadro de casa de mi padre —repuso Gabriel retirándose las manos de la cara— formaba parte de una serie de tres estudios realizados por Van Steenwijk antes de pintar el gran cuadro del Rijksmuseum. Los tres son óleos.

Theo, que hasta ese momento apenas si se había fijado en Michael, se recostó contra la estantería y dirigió la vista hacia los ventanales mientras decía:

—No sé si estará usted familiarizado con los bodegones del género
Vanitas.
Fue un tema popular en la pintura flamenca y holandesa del XVII. Van Steenwijk fue coetáneo de Vermeer. Y sin alcanzar la talla de Vermeer, fue un gran pintor. Los especialistas en arte los sitúan dos o tres escalones por debajo de Vermeer. Sus obras poseen en cierto modo la misma luz que las de Vermeer, esa luz amarilla, tamizada. Claro que Vermeer nunca pintó una
Vanitas.

—No has respondido a su pregunta —señaló Gabriel—. Te ha preguntado sobre el cuadro que teníamos en casa.

—El cuadro grande, el del Rijksmuseum, es un bodegón, como todas las obras de este género. Según puedo recordar, hay una flauta, libros, frutas, un medallón y...

—Una calavera. Una calavera sobre el rimero de libros —terció Gabriel—. Una calavera en lugar de una mosca o un gusano.

—¿Qué mosca? —exclamó Theo sorprendido.

—Ya sabes que en las obras del género
Vanitas
suele haber, pongamos por caso, un cuenco de fruta deliciosa, o un jarrón de flores de todos los colores del arcoiris, pero siempre hay también una o dos moscas revoloteando por allí, o un gusano asomando de una fruta perfecta, para que no olvidemos que todo está a punto de pudrirse, de morir.

—Lo detesto —dijo Theo, y se estremeció—. ¡Lo detesto! —sufrió otro escalofrío y se cubrió con los brazos—. Sea como fuere —dijo a la vez que se volvía hacia Michael, el brazo izquierdo todavía reposando sobre su hombro derecho—, se conservan tres cuadros de Van Steenwijk previos a la realización del grande. Son estudios de detalle para la obra de grandes dimensiones. Son de menor tamaño, pero óleos también. Se sabe que sólo existen estos tres y que constituyen una serie. El nuestro ha pertenecido a la familia desde hace muchas generaciones, desde la época del abuelo de nuestro padre, creo. A papá le gustaba decirnos que sabemos tanto de la situación económica de Rembrandt y de otros pintores gracias a los libros de ventas que se llevaban en aquellos tiempos. Y también conocemos gracias a ellos la existencia de estos tres estudios. Cada uno es un estudio de diversos detalles del cuadro grande, vistos desde distintos ángulos —explicó a la vez que hacía un amplio ademán—. Un aristócrata escocés compró dos de ellos a comienzos del XIX, durante un viaje que hizo por Europa para adquirir obras de arte. En aquella época, se viajaba por Italia y Holanda para comprar cuadros a las familias nobles venidas a menos, condes y duques que no tenían ni para comer. En nuestro cuadro se ve una flauta a un lado y una pila de libros con la calavera encima al otro. Es una obra bastante pequeña —Theo separó las manos unos veinte centímetros—. Los otros dos están en manos de un coleccionista escocés —añadió—. A Gabi le encantaba el cuadro, ¿verdad, Gabi? Tú eres el que estaba más encariñado con él —un destello de complicidad asomó a los ojos de Theo mientras miraba a su hermano.

—Han retirado el lienzo del marco —dijo Gabriel en tono opaco, la vista puesta en la alfombra. Michael tuvo la sensación de que hablaba para sí—. Ha sido alguien que entiende de pintura, que conoce su valor, que lo sabía todo de antemano. Lo que no comprendo es por qué no fue a robar mientras papá estaba fuera. ¿Por qué fue precisamente cuando estaba en casa? Podría haberlo hecho mientras estaba en el dentista.

—El tipo ese, el policía, ¿cómo se llama?, ¿Bality? —dijo Theo, esbozando una mueca.

—Balilty —lo corrigió Michael, y, antes de pensárselo mejor, estuvo a punto de explicar que había un abismo entre el aspecto de Danny Balilty y su comportamiento y talento. ¿Qué más le daba a él lo que Theo pensara de Danny?

—No quiero que celebremos una shivá —dijo Theo de pronto—. No soportaría todas las visitas de condolencia, y, además, no estimo conveniente que dejemos de trabajar ahora. No quiero verme obligado a cancelar mis compromisos. ¿Vosotros qué opináis?

Nita no dijo nada. Ni siquiera miró a Theo. Gabriel alzó la cabeza y, dirigiendo la vista hacia Theo, se encogió de hombros.

—A mí me da igual —dijo al fin—. ¿Qué más da?

—Papá odiaba la religión y todo lo religioso. Él no querría saber nada de todo eso. Era ateo y no aguantaba los ritos —arguyó Theo.

—Pero para mamá sí hicimos una shivá —dijo Gabriel con voz ahogada, las manos cubriéndole el rostro. Sollozó.

—Hicimos una shivá porque ella no estaba tan en contra de la religión —replicó Theo, mirando a su hermano—. Y para hacer compañía a papá y que no se encontrara solo.

Se produjo un silencio. Theo, incapaz de soportarlo, posó la vista en Nita, que continuaba absolutamente inmóvil en un rincón del sofá.

—Deberías acostarte un rato, estás agotada —dijo. Nita se estremeció e hizo un gesto negativo—. Díselo tú, Gabi —insistió Theo—, tienes más influencia sobre ella.

Gabriel miró a Nita y Michael siguió su mirada. Nita tenía el semblante muy pálido y un temblor continuo le sacudía las piernas dobladas y los brazos, que ceñían sus rodillas. Las ojeras se le veían más oscuras que de costumbre. Tenía la mirada nublada, igual que cuando Michael la conoció; el cabello revuelto, como si se lo hubiera estirado hacia los lados con los dedos. Qué extraña era aquella premura que espoleaba continuamente a Michael a sentarse junto a Nita y a abrazarla. Y seguramente lo habría hecho de no haber estado allí sus hermanos. No habían pasado ni dos semanas desde que se conocieron y ya estaba metido en su vida hasta el cuello. Era extraño sentirse tan cerca de una mujer y, al mismo tiempo, tan lejos.

—Se va a venir abajo, y todavía nos queda mucho camino por andar —le advirtió Theo a Gabi—. Aparte de los conciertos, que no vamos a cancelar, tendremos que hablar con el policía ese, que no deja de idear nuevas preguntas...

Un potente chillido salió de la habitación de Ido. La nena se había despertado; Michael se levantó para darle el biberón. Ido se removió en su cuna. Michael calculó cuánto rato de sueño le quedaba al niño. Se preguntó si Nita sería capaz de ocuparse de él. La niñera no tardaría en llegar y él le pediría que se llevara a Ido de paseo. Pero el aturdimiento que tenía paralizada a Nita no le permitiría ensayar aquel día. Michael regresó a la sala.

—Nada de esto habría sucedido si papá le hubiera vendido el cuadro a ese chiflado escocés hace cinco años. Nadie le habría ofrecido un precio mejor —decía Theo van Gelden.

—No le hacía falta el dinero. El cuadro era un bien mueble, una inversión —replicó Gabriel.

A Michael le habría gustado saber algo más sobre el escocés y la oferta que había realizado, pero no osaba hacer preguntas. Procuraba mantenerse en un segundo plano, quería que los demás olvidaran en la medida de lo posible que él también era policía. Tenía la vana esperanza de que ese olvido se hiciera extensible a la cuestión de la nena. Pero de pronto Theo clavó en él la vista y, como si le hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Nita dice que es usted un pez gordo en la policía. Tal vez podría hacer algo por nosotros.

—¿El qué? —preguntó Michael con cautela—. ¿Qué le gustaría que hiciera?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Acelerar la investigación, quitárnoslos de encima, decirle al tipo ese que nos deje en paz. Pretende que no salga del país en el futuro inmediato. Tengo programados tres conciertos con la Filarmónica de Tokio para dentro de un par de semanas. ¿Cree que me permitirá irme? ¿Cómo voy a cancelar algo así? ¿Piensa usted que los japoneses lo comprenderían? Me comprometí a dar esos conciertos hace dos años. Será mi segunda aparición en Japón.

—Danny Balilty es una buena persona —dijo Michael—. Se ha formado una falsa impresión de él. Es un hombre serio. Aunque peque de hablar demasiado —se apresuró a añadir.

—¿Quién podría haberlo imaginado? —se lamentó Theo—. No sé ni cuántas veces le repetí que se lo vendiera al escocés. Y él se empeñó en negarse en rotundo. El pobre escocés no paraba de llamar por teléfono, y vino dos veces a ver a papá —Theo se volvió hacia Michael, como si fuera su único público posible—. El escocés es un hombre agradable. Su tatarabuelo compró los otros dos estudios de Van Steenwijk en 1820, y por lo visto también fue entonces cuando nuestro tatarabuelo adquirió el cuadro que tenía papá. Llevaba muchas generaciones en la familia. El escocés quiere completar la serie, ya que tiene dos de las tres obras. Le ofreció a nuestro padre medio millón de dólares, lo que superaba la oferta que le hizo el Museo Stedelijk de Leiden. Pero nuestro padre se negó a vender.

—¿Por qué nos limitamos a hablar del cuadro? —preguntó Gabriel—. También han desaparecido las joyas y el dinero. ¿Por qué estás tan seguro de que el objetivo era el cuadro?

—Pero si tú mismo acabas de decir que...

—¿Y qué? —replicó Gabriel enfadado—. Lo he pensado mejor. Aunque, en el fondo, da igual.

—El tipo ese, ¿Balilty? —le dijo Theo a Michael—, opina que el resto de los objetos tenían menos importancia. Pero no sabe cuánto dinero había en la casa, ni tampoco nosotros lo sabemos con exactitud. Lo único que sabemos es dónde estaba —volvió a fijar la vista en Michael y prosiguió—: Nuestro padre no confiaba en los bancos. A raíz de la bancarrota del Feuchtwanger. La recuerda, ¿verdad? —Michael asintió desganadamente y echó una ojeada a Nita por el rabillo del ojo. Se la veía ajena a todo. Ya no podría contar con ella. Eso lo tenía cada vez más claro, pero no debía dejarse arrastrar por el pánico. Lo mejor sería ver cómo se iban desarrollando los acontecimientos. Y, entretanto, prestar atención a Theo, que decía—: Como perdió todo el dinero que tenía en el Feuchtwanger, comenzó a guardar moneda extranjera en casa. Tenía un escondite, más de uno. Era mucho dinero, y yo sabía dónde estaba, me lo enseñó. Y a Nita también —se volvió hacia Gabriel—. ¿Y a ti? ¿También te lo enseñó a ti?

Gabriel asintió con la cabeza.

Theo se levantó del sillón de mimbre y empezó a pasearse una vez más arriba y abajo.

—Yo creía que a ti no te lo había enseñado. Tú no estabas en Israel en aquella época, creía que...

—Me lo enseñó a mi regreso. Por si le ocurría algo estando tú en el extranjero. Le preocupaba mucho Nita —Nita se estrechó las rodillas con los brazos.

—Quería tomar precauciones por si le ocurría algo de repente —continuó Theo—. Tenía mucho dinero. La última vez que me lo mostró, había decenas de miles de dólares en florines. Le pregunté por qué se le había ocurrido comprar precisamente florines. No me respondió. Así era él: cuando no le apetecía responder, se quedaba callado —Theo resopló y se enjugó la cara—. ¿Te lo explicó a ti, Gabi?

—No, no tengo ni idea —repuso Gabriel lánguidamente. Y volvió a clavar la vista en la alfombra.

—Lo que no comprendo —dijo Theo— es qué piensa hacer con el cuadro quien se lo haya llevado. No lo podrá vender. ¿Para qué robarlo, entonces? —miró a Michael, como si esperase que él se lo aclarara.

En contra de su voluntad, Michael, que trataba de pasar desapercibido, se sintió obligado a expresar su opinión. Señaló para empezar que aquél no era su campo y que no estaba muy al tanto de esas cuestiones. Pero sí sabía que cuando se presentaba un caso de las mismas características, la policía nacional solía requerir la colaboración de la Interpol. Tenía entendido que detrás de este tipo de robos había por lo general un coleccionista.

—Por lo visto, así fue cuando robaron la colección de relojes del Museo Islámico de Jerusalén —por eso resulta tan difícil localizar los objetos robados, tuvo la tentación de añadir, pero se contuvo.

—¡El escocés! —exclamó Theo—. Quizá fue él quien envió a los ladrones ya que padre no le quería vender el cuadro.

—No digas tonterías —replicó Gabriel a la vez que se enderezaba—. Yo también lo conozco. Lo conocimos a la vez, ¿te acuerdas? Es un hombre agradable, tú mismo lo has dicho. Su deseo de comprar el cuadro que le falta es muy comprensible. Ya tiene los otros dos. El escocés no haría daño ni a una mosca.

—¿Qué sabemos nosotros de lo que es capaz de hacer la gente? —preguntó Theo.

—¡No ha sido el escocés! —insistió Gabriel.

—En primer lugar —dijo Theo—, la muerte de papá ha sido un accidente. No pretendían matarlo, ha muerto porque... —echó una ojeada a Nita, que apenas daba señales de vida—. Se asfixió. Por culpa de la mordaza y de su enfisema —Theo dirigió una mirada fugaz a Michael—. Nuestro padre tenía un enfisema en fase avanzada. Algunos días necesitaba conectarse a una botella de oxígeno —volvió a mirar a Nita y luego a Gabriel—. Por eso ha muerto. Hay una expresión médica específica. El doctor la dijo —concluyó, mirando a su hermano.

—Oclusión de las vías respiratorias —dijo Gabriel sin levantar la cabeza.

Theo se volvió hacia Michael.

—Su compañero, el policía —dijo—, no entendía por qué eligieron ese momento para entrar en la casa. Podrían haber entrado cuando padre estaba en el dentista, como muy bien dijo él, o en el concierto, o en la reunión semanal de su logia masónica.

—Si es que llegó a ir al dentista —apuntó Gabriel. Theo quedó paralizado. Nita levantó la cabeza de las rodillas y miró a Gabriel—. Puede que cancelara la cita. Tal vez, ni siquiera tenía una cita —susurró Gabriel. Su voz cobró fuerza cuando añadió—: Papá detestaba ir al dentista. Y quería asistir al concierto. Ir al dentista justo antes de un concierto en el que íbamos a actuar los tres sería lo último que le apetecería.

—Eso es muy fácil de comprobar —terció Michael.

—Mira que terminar así después de todo lo que tuvo que soportar en la vida —declamó Theo, como si sus palabras ya no le pertenecieran y sólo las pronunciara por la compulsiva necesidad de escuchar su propia voz—. Después de todo lo que tuvo que soportar —repitió, y una vez más se puso en pie para deambular de un lado a otro, las manos en los bolsillos—. Y yo que pensaba que no se había encontrado con fuerzas para ir al concierto —dijo de pronto, parado junto a Gabriel—. Debemos llamar al dentista —aseveró.

—Eso déjaselo a la policía —replicó Gabriel abruptamente—. ¿Para qué perseguir ahora al dentista? Papá ha muerto. Todo lo demás da igual. No quiero seguir hablando de esto —las mejillas se le iban hundiendo más y más, las ojeras resaltaban bajo sus inflamados ojos, su respiración estentórea resonaba en la sala.

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