Un asesinato musical (17 page)

BOOK: Un asesinato musical
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—¿Qué opina?

—Que debes confiar en Balilty.

—Con esa lengua que tiene —reflexionó Michael en voz alta.

—Yo lo he visto comportarse con discreción. Además, no tienes alternativa —dijo Tzilla—. Sería complicarte la vida. Y, al final, lo descubrirá. Siempre lo descubre todo.

Michael volvió a sentir un nudo en el estómago, un nudo vibrante para el que no había justificación objetiva. Aun cuando Balilty se enterase de la existencia de la niña y del acuerdo con Nita, jamás se le ocurriría ir a denunciar a la Agencia de Bienestar Infantil que no eran una verdadera pareja. Entonces, ¿de qué tenía miedo? Del mero hecho de que lo supiera, se dijo Michael mientras miraba por la ventana y pegaba una calada. De una implacable intromisión en sus flaquezas. Balilty se burlaría de su sentimentalismo. «Que te pongan en ridículo y te hagan pasar por tonto... eso es lo que te da miedo», se dijo.

De pronto lo atenazó el pánico al pensar que el mundo exterior iba a inmiscuirse en su intimidad: el rostro de la nena, sus mejillas cada vez más redondeadas, sus grandes ojos que lo contemplaban mientras le daba el biberón o la sujetaba en alto. Desde hacía un par de días, Michael había creído percibir incluso un atisbo de gesto, una especie de espasmo de los labios, que él habría identificado sin lugar a dudas con una sonrisa, si no fuera por el empeño de Nita en que aún era demasiado pronto para que la nena sonriera. De no ser por su relación con Nita, no se vería ahora en este atolladero. Pero sin su relación con Nita, no habría superado la prueba de la familia adoptiva. Hablaría con Balilty, sí, tomó esa decisión mientras Tzilla le daba una palmadita en el brazo y, volviendo la cabeza, le decía:

—Me voy corriendo. Como llegue tarde, me matan.

Y se alejó a largas zancadas, sus zapatillas deportivas rechinando con cada paso. Tenía que asistir a una reunión del Equipo Especial de Investigación dedicado a un caso que venía ocupando los titulares desde hacía seis semanas. Una pareja que había sido hallada estrangulada dentro de su coche.

Y ahora, a la vez que echaba la ceniza sobre los posos del café, Michael se ratificó en la decisión de hablar con Balilty, e incluso tal vez de recabar su ayuda. Al final la madre sería descubierta. Era imposible ocultar la desaparición de una niña. Salvo, quizá, en caso de abandono del país, muerte o cambio de identidad.

—Sí, no es una cuestión de dinero —dijo Balilty meditabundo—, y los cuadros ni siquiera se coleccionan como inversión —salió de su ensimismamiento y añadió—: Pero ¿de qué estamos hablando? ¿De la psicología de los coleccionistas? ¿De eso querías hablar conmigo?

Balilty había adoptado un gesto impasible, como si pretendiera defenderse de antemano de posibles manipulaciones. No tenía sentido continuar eludiendo el asunto. De pronto, se hizo patente que Balilty lo sabía. Como los jefes de un par de clanes de beduinos dispuestos a posponer una discusión decisiva con ayuda de sus ritos tradicionales, Michael y Balilty se demoraban sentados a ambos lados de la mesa, con sendos cafés delante.

—Estás trabajando con la Interpol —dijo Michael, en un intento de conseguir una prórroga.

Balilty se encogió de hombros.

—Por estos pagos no hay mucho que hacer. Necesito información de Europa, es evidente.

—Hacía mucho que no te veía tan pesimista sobre un caso —señaló Michael. Hablaban en tono relajado, como si no tuvieran ningún asunto urgente en el orden del día.

—¿Qué voy a hacer desde aquí? —dijo Balilty, desdeñoso, a la vez que daba vueltas a la taza de café con su manaza y examinaba el contenido cual adivino concentrado en leer los posos—. Algunos extremos no están claros en absoluto. Principalmente que no aprovecharan un momento en que Van Gelden no estuviera en casa. Eso es lo que más llama la atención. Era un hombre de costumbres, podrían haberlo hecho sin matarlo. Es muy raro que unos profesionales de este estilo se impliquen en un asesinato. Y ni siquiera ha sido por un Picasso.

—Pero no tenían intención de asesinarlo. Ha sido un accidente. Un accidente de trabajo.

—No estoy tan seguro. Habrían podido evitar el accidente entrando en otro momento. Los peritos aseguran que quien desmontó el lienzo fue un profesional, alguien que sabía muy bien lo que se traía entre manos. No ha quedado ni un hilo en el marco. No era el marco original, si no también se lo habrían llevado. Van Gelden conservó el cuadro durante toda la guerra. Era su fortuna. El matrimonio y el hijo mayor, que nació durante la guerra, se escondieron en un pueblecito holandés. Y el cuadro con ellos. Era propiedad de la familia desde hacía tres o cuatro generaciones. Para él era como... como la cortina de la Torá que un viejo judío rescataría de la sinagoga de su pueblo polaco antes de huir. Los ladrones lo desmontaron con sumo cuidado. Y quitaron la cerradura de la puerta una vez que ya estaban dentro. Y aunque se llevaron el dinero y las alhajas, y pusieron todo patas arriba, papeles tirados, cajones volcados, libros barridos de las estanterías, está bien claro que eso lo hicieron para despistar. Las únicas huellas dactilares corresponden a personas con razones legítimas para haber estado allí. Los hijos, la hija, la mujer de la limpieza. Ya he puesto sobre aviso a todos los marchantes y expertos en arte del país, y ni un asomo de pista. Nada de nada. Todos tienen coartada, todos la misma, se celebraba el bar mitzvá del nieto de Gozlan —explicó con una risita siniestra—, y asistieron todos, hasta el último. Ninguno ha oído nada. Les he encargado que hagan pesquisas, pero un marchante que está en deuda conmigo ya me ha asegurado que ha sido un trabajo extranjero. Y, así las cosas, no me queda más que hablar con nuestro contacto en Europa que trabaja con los suizos y la Interpol.

Michael guardó silencio.

—¿Por qué me miras así con esos ojos tuyos, como si fuera un sospechoso? —exclamó Balilty con indignación—. ¿Qué pasa? ¿Es que he dicho algo malo?

Michael continuaba callado.

—¿Me quieres preguntar algo? —lo apremió Balilty.

Michael quería hablar, pero apoyó la barbilla en la mano y quedó a la espera. Tenía la boca seca. Quería hablar pero no podía. Quería hablar con sencillez, contarle a Balilty lo de la niña, pero de repente no le parecía el lugar adecuado para esa conversación. La atmósfera estaba cargada en el despacho. Sobre la mesa que los separaba descansaban dos tazas de café. Una mosca revoloteaba de una a otra zumbando, y, por la ventana, abierta al fresco aire otoñal, se oía el trinar de los pájaros. Todo parecía preparado para que hablara, pero no encontraba las palabras.

Balilty se cruzó de brazos y clavó en él la vista. Se diría que ambos estaban representando una escena escrita por el propio Michael. Años atrás, Michael le había enseñado a Balilty lo valioso que era el silencio. Y él mismo había pulido y perfeccionado la teoría de Shorer sobre el ritmo de los silencios y los frutos de la paciencia. Quien fuera capaz de soportar mejor el silencio, se alzaría con la victoria. Era como si estuviera viendo girar los engranajes del cerebro de Balilty y oyera la vocecita interior que le susurraba: «Mantén la boca cerrada». Michael solía repetirle cuando trabajaban juntos: «La gente no aguanta los silencios prolongados. En general, todos queremos caer bien. Hasta los psicópatas, o la mayoría de ellos. Si te quedas callado un buen rato, terminarán por hablar, sólo para que vuelvas a dirigirles la palabra». Balilty lo miraba a los ojos sin decir nada. Si el miedo no lo hubiera tenido paralizado, Michael habría sonreído.

Fue Balilty quien se rindió.

—Creía que éramos amigos —dijo ofendido—. Pero ya veo que no confías en mí.

—No es cuestión de confianza —replicó Michael, recuperada la voz—, y ya sabes que he venido para contarte algo. Pero es que tu velocidad me deja sin habla... —añadió admirativamente—. Sólo llevas un par de días en el caso y ya lo sabes.

—Bueno, bueno —dijo Balilty, quitándole importancia—. Llevo mucho tiempo enterado del asunto —se le veía incómodo, y en absoluto burlón.

—¿Desde antes del asesinato de Van Gelden? —exclamó Michael atónito.

—Naturalmente.

—¿Cómo? ¿Has estado siguiéndome?

—¡Por favor! Lo descubrí por pura casualidad.

—¿Cómo que por casualidad? —Michael estaba alarmado—. ¿Se comenta el asunto por aquí? ¿Lo sabe todo el mundo? Si llega a oídos de Bienestar Infantil, si descubren que nosotros, que Nita y yo no somos en realidad...

—¿No somos en realidad? —repitió Balilty sorprendido—. ¿Qué quieres decir?

—Nita y yo... Nosotros... no hay nada entre nosotros —Michael se revolvió y sintió que se sonrojaba—. Es decir, no lo que quizá puedas creer —cada palabra acrecentaba su incomodidad. Se censuró en silencio: «¿Dónde has dejado tu astucia? ¿Quién te ha preguntado si había algo entre vosotros? ¿Desde cuándo te dedicas a facilitar información sobre tu vida amorosa? ¿Qué más te da lo que piensen los demás? Sea como fuere, no puedes explicarle lo de la nena. ¿Qué le vas a decir? ¿Vas a hablarle de la segunda oportunidad? ¿De la fantasía de hacerlo todo de otra forma esta vez?».

En las comisuras de los labios de Balilty se dibujó una sonrisa traviesa mientras decía:

—No recuerdo haber insinuado nada. No sé qué hay entre vosotros, sólo sé que estás viviendo con ella...

—Eso no es del todo exacto —dijo Michael, y sintió que se hundía más y más en la trampa que él mismo se había tendido.

—Y que vivís con su hijo, y que nadie sabe quién es el padre —añadió Balilty con naturalidad—. Y con la niña que encontraste, a la que vas a adoptar, según tengo entendido.

—¿Lo comenta la gente? ¿Lo sabe todo el mundo? —Michael se odió por haberlo preguntado.

—Sólo lo sé yo —le aseguró Balilty—. Y no se lo he dicho a nadie.

—¿Y cómo lo sabes?

—Ha sido una casualidad. Ya te lo he dicho, esta vez ha sido por pura casualidad.

Michael enarcó las cejas.

—¿Qué más da? —dijo Balilty, disfrutando descaradamente de la perplejidad de Michael.

—Balilty —lo conminó Michael.

—¿Recuerdas al pediatra? ¿El que fue a visitaros después de las fiestas?

Michael asintió con un gesto.

—Su mujer.

—¿Y bien?

—Es prima de mi cuñada.

—¿Y?

—Pues el pediatra coincidió contigo en nuestra casa una vez. O ella, uno de los dos, no recuerdo quién. En fin, que sabe que trabajamos juntos. Me hizo prometerle que no te lo contaría, ni se lo contaría a nadie, pero el hombre sentía curiosidad por lo que le había ocurrido a la niña. Creía que yo lo sabría porque pensaba que tú y yo éramos amigos. Y cuando descubrió que no era así, que no lo sabía, ¡se arrepintió de habérmelo dicho!

—Lo mataría —masculló Michael.

—Tienes la suerte de que haya sido yo. De que sea yo el único que lo sabe —dijo Balilty con mirada inocente—. Por mí, nadie lo va a descubrir.

—Su hijo —dijo Michael— no es mío. Yo no soy el padre —esas palabras lo hicieron sentirse un traidor.

Balilty callaba.

—Te digo que no soy el padre —insistió Michael contra su voluntad—. ¿Por qué iba a mentir?

—Bueno, bueno. Cuéntamelo todo y ya está.

Michael le habló de cómo había encontrado la caja de cartón, de la Agencia de Bienestar Infantil, del Departamento de Asuntos Sociales, de Nita.

Balilty escuchaba con atención.

—¿Ya está? ¿Eso es todo? —preguntó al final, y Michael sacó otro cigarrillo del paquete y asintió con la cabeza.

—Ahora ya lo sabes todo —dijo, y se escudriñó para ver si se sentía aliviado. Pero la opresión continuaba allí, quizá más poderosa que antes.

—¿Por qué siempre tienes que complicarlo todo tanto? —se quejó Balilty—. Se trata de una mujer. Es muy sencillo. Yo la he visto. Es joven, una profesional de éxito, guapa, agradable, saludable... todo lo que se podría desear. Si quieres un hijo, pues ten un hijo. ¿Por qué tiene el hijo con otro y tú te buscas a una niña en la calle? ¿Cómo te las arreglas para complicar tanto la situación? Podrías haber tenido... a la mujer que quisieras. Las vuelves locas a todas. ¿Por qué tiene que ser así?

Michael bajó los ojos.

—Buena pregunta —dijo al cabo.

—No se lo contaré a nadie —prometió Balilty, y se llevó la mano al corazón—. Nadie oirá nada de mis labios —declaró solemnemente—, pero es imposible mantener en secreto algo así durante mucho tiempo. Y además sabes tan bien como yo que no puedes criar tú solo a una niña. Perdona que te lo diga.

—¿Por qué no? —le retó Michael, y se apretó con la mano el nudo del estómago.

Los claros ojillos de Balilty se abrieron de par en par, reflejaban una mezcla de sorpresa y de lástima.

—Porque desde el instante en que te asignen un caso —dijo sin rodeos—, sea cual sea, no te quedará ni un minuto libre, estarás a disposición de la policía veinticuatro horas al día. Y criar a una niña, como muy bien sabes, es un trabajo de jornada completa. ¿No lo sabemos los dos? ¿No has criado a Yuval? ¿No recordamos cuánto tenía que esperarte y esperarte?

—Puede que ahora sea diferente —masculló Michael.

Balilty suspiró.

—Está todo al revés. Al revés de como debería estar.

Michael sintió un escalofrío. La conversación lo asustaba porque no había esperado algo así. No veía en Balilty el menor rastro de burla, habría preferido que se burlase de él.

—A nuestra edad —reflexionó Balilty en voz alta a la vez que partía un palillo con los dedos— hemos aprendido que la manera de actuar de la mayoría de la gente no es absurda. O sea, que a veces el camino sencillo y convencional es el más lógico. Y es justo al revés; es decir, primero te enamoras de una mujer, encuentras a una mujer adecuada, y luego tienes un hijo y lo crías. Ése es el orden correcto. Es lógico. Así es como funciona el mundo, y no le falta lógica, y tú lo sabes.

Michael se mordió los labios y asintió.

—Bueno, ya veremos, ya veremos qué sucede —le dijo al aire, y miró por la ventana abierta, escuchó el canto de los pájaros y el bordoneo de las moscas, aspiró el aroma del otoño.

—¿Cómo lo lleva la chica? El asunto de su padre —preguntó Balilty en tono impersonal.

Michael abrió los brazos.

—No muy bien, pero nunca se sabe.

—Están muy unidos, los hermanos y ella —dijo Balilty, y sacó una gran fotografía en color del cajón de su mesa—. Éste es el cuadro. ¿Lo habías visto? Mira. Es una fotografía que Van Gelden recibió de un museo holandés que había enviado a un experto a fotografiarlo. Nos costó horas dar con ella, estaba entre un montón de fotografías en medio del revoltijo que quedó hecha la casa.

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