Un asesinato musical (43 page)

BOOK: Un asesinato musical
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—¿Creen que es la misma persona? —preguntó Theo con una voz cargada de perplejidad—. ¿Creen que los dos asesinatos están relacionados?

—Y usted ¿qué piensa? —replicó Balilty—. ¿Cuál es su opinión?

Theo se quedó en silencio y bajó la mirada a sus manos. Se examinó los dedos, largos como los de Nita, y se pasó la mano por la cara. Cuando se la retiró de los ojos, Michael se sorprendió una vez más del gran parecido entre Nita y Theo. Parecido especialmente manifiesto en los ojos, muy hundidos en las cuencas. A Michael le dio un vuelco el corazón cuando Theo hundió los dedos en su cabellera plateada y se la retiró de la frente con el mismo ademán con que Nita se peinaba a veces los rizos.

—¿Por eso hay un policía a la puerta de la casa de Nita? ¿Tienen en mente algo que no nos hayan dicho? ¿Quizá que, como suele decirse, nuestras vidas corren peligro?

—Estaban discutiendo sobre Vivaldi —dijo Michael mientras daba vueltas entre los dedos a un cigarrillo que procuraba no encender. No pensaba hablarle a Theo, y mucho menos a Nita, del miedo que le había acometido a raíz de la sesión de hipnotismo. Si Nita había visto algo, y si alguien sabía que lo había visto, y al pensar en esto miró a Theo, Michael debía redoblar los cuidados para impedir que se quedara sola ni un instante.

—¿Quién estaba discutiendo sobre Vivaldi? —la mirada de Theo oscilaba nerviosa entre la ventana y la puerta.

—Gabi y usted. Sobre Vivaldi. Él dijo... —Michael consultó las notas que tenía delante para dar la impresión de que la única frase que Nita había alcanzado a oír formaba parte de una conversación más larga— «Vivaldi es mi campo».

En la garganta de Theo se vio subir y bajar la nuez. Dijo muy rígido:

—No entiendo de qué me habla. Es totalmente falso que me hablara de Vivaldi. Ese día, al menos. Aunque es cierto que nos hemos pasado la vida discutiendo sobre Vivaldi. Y sobre Corelli, Bach y Mozart, y también sobre Mendelssohn. Vivaldi era su campo, sin duda. Si lo que pretende es descubrir una frase significativa pronunciada por Gabi antes de morir, en primer lugar debe saber que no me dijo nada porque no hablamos y, por otro lado, la gente no suele hacer declaraciones importantes antes de morir. Sobre todo cuando no sabe que va a morir.

—¿Por qué no volvemos al inicio de esta conversación? —sugirió Balilty a la vez que dirigía a Michael una mirada interrogante por encima de la taza de café que se había llevado a la boca.

Theo, que también sorbía sonoramente el café que Michael le había puesto delante, asintió con un gesto vehemente.

—¿A Herzl, quiere decir?

—Nos ha dicho que no es la primera vez. ¿Cuántas veces había ocurrido antes?

Theo miró reflexivamente por la ventana.

—Cuatro veces, quizá, o cinco. No lo recuerdo con exactitud.

—¿Y siempre se internó él mismo? —preguntó Michael mientras golpeteaba rítmicamente la mesa con la punta de un lápiz.

—Creo que la primera vez lo internó mi padre —repuso Theo lentamente, haciendo un esfuerzo por recordar—. A nosotros no nos lo dijeron, pero yo me enteré. Fue hace unos veinte años, o tal vez un poco menos. No se presentó a trabajar. No lográbamos hablar con él por teléfono. Mi padre fue a su casa. Nunca lo íbamos a ver a casa. Él no quería. Yo creo que sólo he estado allí una vez. Estaba muy oscura, alumbrada por una sola bombilla. Y toda llena de trastos que iba acumulando. Se veía que vivía solo, una vida de perros —al comprender lo que había dicho, añadió—: Yo también vivo solo. Pero las cosas no tienen por qué ser así. Siempre tengo la casa limpia.

—¿No había ninguna mujer en su vida? —preguntó Michael a la vez que dejaba el lápiz sobre la mesa.

—En su vida no había nadie. Nadie en absoluto. De sus padres u otros parientes no tengo noticia. Sé que vino solo a Israel, después de la guerra. De joven, o más bien de niño. Creo que tenía quince o dieciséis años cuando llegó. Venía de Bélgica. Había conocido a mis padres durante la guerra y, al llegar, los buscó. Nunca le hablábamos del pasado. Es todo lo que sé. Éramos la única familia que tenía en el mundo, pero nunca hablábamos de eso. Prácticamente vivía en la tienda, y también vivía para ella. Era él quien buscaba partituras extrañas y grabaciones curiosas. Todo tipo de música que nadie conocía. Recuerdo... —quedó en silencio.

—Y la locura, la enfermedad, ¿se manifestó hace veinte años? —dijo Balilty para reencauzar la conversación.

—Mi padre lo llevó al médico. Recuerdo que se lo explicó a mi madre. Les oí hablando de eso una noche. Creían que no estaba en casa. Yo ya era mayor, estaba de vacaciones en Israel con mi primera mujer. Estaban hablando de la depresión de Herzl. Ése era el diagnóstico. Después mi padre lo llevó al hospital psiquiátrico de Talbiyé, a urgencias, porque Herzl no se levantaba de la cama, ni comía, ni hablaba, ni reaccionaba ante nada. Mi madre me lo contó más adelante. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Mi madre habló en términos generales, sin entrar en detalles. No sabía si contárselo a Nita ni cómo decírselo. Nita siempre ha sido hipersensible y mi madre no quería disgustarla. Creo que al final se limitó a decirle a Nita, que todavía era una quinceañera, que no tenía que sentir miedo de Herzl, que no era peligroso para nadie, o en todo caso, sólo para sí mismo. A mí, mi madre me dijo que Herzl quería morirse.

—¿Y después? —preguntó Michael—. ¿Qué pasó después del primer ataque?

—Cada cierto número de años, lo perdíamos de vista. Durante un mes como mínimo. Y es que estaba en tratamiento, aunque no sé si le valía de algo. Mi padre me dijo el año pasado que se encontraba en fase de remisión. Que sus ataques eran más leves. Después de la primera vez, él mismo se iba a urgencias. Le daba miedo la posibilidad de autolesionarse. Creo que lo sometieron a electroshocks un par de veces. Decía que le habían venido bien.

—Es decir, que habló usted del asunto con él —dijo Michael—. Había dicho...

Theo parecía confuso.

—Hace dos o tres años, una sola vez —reconoció.

—El médico me contó —intervino Balilty— que fue desde el Hospital Hadassah de Ein Kerem hasta el centro de Jerusalén empujando un carrito de supermercado vacío. Andando por en medio de la calle vestido con el pijama blanco del hospital. Arriesgándose a ser atropellado. Y terminó en el psiquiátrico de Talbiyé —Balilty se inclinó hacia delante—. El médico de Talbiyé ha dicho que Herzl oía voces. No entiendo mucho de esto, pero ¿no parece algo más que una depresión?

Theo se encogió de hombros.

—Quizá —farfulló—. No soy psiquiatra. Por el aspecto de su casa se veía que no estaba bien de la cabeza. La tenía hecha un desastre. Todo revuelto, una mezcolanza de papeles, partituras, instrumentos antiguos y botellas vacías, y basura de todo tipo. ¡No digamos nada de la suciedad! Pasaba días enteros sin probar bocado. Es un hombre enfermo, pero no lo considero peligroso. No haría daño a nadie.

—No le informaron de la muerte de su padre —dijo Michael.

—¿Cómo íbamos a informarle? —preguntó Theo malhumorado—. Si resultó que estaba ingresado en el psiquiátrico. Como usted ya sabe.

—Pero no es motivo para que no hablaran con él.

—No sabía que estaba allí, eso para empezar —protestó Theo—. Era responsabilidad suya encontrarlo.

—Y no nos prestaron una gran ayuda. Ninguno de ustedes, incluido su hermano, nos facilitó la información necesaria —señaló Balilty con malicia—. Podría usted haber hablado con él después de la muerte de su padre. ¿No lo intentó?

—No lo busqué. Tenía otras cosas en que pensar. Mis propios problemas. Que hubiera muerto mi padre. De esa manera. Y mi trabajo con la orquesta. Tengo que trabajar, ¿sabe? —dijo Theo con amargura—. Además, no siempre se conseguía hablar con él —reconoció—. Tenía mayor confianza conmigo que con Gabi, y, desde luego, más que con Nita. Pero, por encima de todo, estaba muy unido a mi padre. Habría muerto por mi padre. Literalmente.

—En ese caso, ¿por qué discutieron? —preguntó Balilty a la vez que sacaba una cerilla quemada de la caja que había en la mesa y comenzaba a garrapatear con ella sobre un papel. La grabadora vibraba—. ¿Y por qué cerraron la tienda?

—No tengo ni idea —dijo Theo—. Mi padre se negaba a hablar del asunto. Si yo sacaba el tema, siempre me decía: «Déjalo estar». Y con Herzl no llegué a hablar porque he estado siempre fuera. En los últimos meses he tenido varios conciertos en el extranjero. Participé en un festival y no he tenido la oportunidad... —su voz se apagó. Paseó la mirada por la habitación con aire culpable—. No me he portado bien con Herzl. Tendría que haber demostrado mayor interés por él. Tendría que haberle insistido. Está totalmente solo en el mundo. No tiene a nadie.

—En estos momentos, estamos registrando su casa —dijo Michael.

Balilty se quedó mirándolo de hito en hito, y su sorpresa dio paso a la perplejidad y luego a la ira manifiesta ante aquella revelación de información confidencial sin previa consulta. Pero antes de que desviara la vista, la complicidad asomó a sus ojos y, en el gesto que hizo con la cabeza, a la vez que emitía una risita inaudible, había un reconocimiento y una admiración que hacía tiempo que no le demostraba a Michael. Balilty bajó la cabeza y Theo quedó paralizado.

El brazo de Theo permaneció suspendido en el aire, su boca se abría y se cerraba.

—Pero ¿por qué? —exigió saber con una mezcla de incomprensión y rabia—. ¿Para qué registrarla? Si es un cuartucho lleno de trastos. ¿Qué demonios andan buscando allí? En el registro de mi casa no encontraron nada de nada. En aquel momento todavía estaba demasiado afectado para preguntarles qué buscaban. Les di permiso a ciegas para que registraran mi despacho, y las taquillas de los músicos, pero ahora quiero enterarme. ¿Qué es lo que buscan?

—Buscamos un cuadro holandés —dijo Michael—. Y tal vez algo más que sirva para explicar las cosas.

—Ahí no lograrán encontrar nada —objetó Theo débilmente—. Están perdiendo el tiempo. Y, además, Herzl estaba en el psiquiátrico el día en cuestión.

—Eso no lo sabemos con seguridad —dijo Michael.

—¿Cómo que no? El médico lo aseguró. Está claro.

—Sí, estaba ingresado —convino Michael—. Pero desapareció precisamente la misma tarde del asesinato de su padre. No es un pabellón cerrado. Puede entrar y salir. Y volvió a última hora.

—¿Cómo puede saberlo? —preguntó Theo, y golpeó la mesa con el puño—. ¿Cómo lo sabe? ¿Está seguro?

—Segurísimo. Sin la menor duda.

—¿Dónde estaba, entonces?

—Eso es lo que pretendemos descubrir. Pero él no nos está ayudando mucho —explicó Balilty—. Se nos había ocurrido que quizá usted conseguiría sonsacarle algo.

—¿Yo? —exclamó Theo alarmado—. ¿Por qué yo?

—Bueno —dijo Balilty—, no podemos recurrir a nadie más. Y usted mismo ha dicho que con usted tiene mayor confianza. Su padre ya no está con nosotros. Y no queremos asustar a Herzl. Aún no le hemos contado lo de su hermano. No lee el periódico. El psiquiatra le contó lo de su padre. Nos dijo que recurrió a esa estrategia para hacerlo volver a la realidad. Pero Herzl no reaccionó. Fue como si ya lo supiera de antemano.

Theo se echó atrás como si Balilty lo hubiera abofeteado.

—Están perdiendo el tiempo —dijo al fin—. Tardarán años en registrar esa leonera. Y no encontrarán nada.

—No nos queda otra alternativa —dijo Michael—. Y usted debe ayudarnos a comunicarnos con él.

—Nunca ha hecho nada malo —afirmó Theo con vehemencia, como si pretendiera convencerlos.

—Pero tal vez sepa algo que nosotros no sabemos —dijo Balilty fríamente—. Como, por ejemplo, quién ha hecho algo malo.

—¿Es una indirecta? —preguntó Theo con hostilidad. Volvió a pasarse la mano por el plateado cabello y lo levantó como si quisiera liberar su cabeza de un gran peso.

—¿Una indirecta de qué? —preguntó Balilty ingenuamente—. ¿Qué cree que estoy insinuando?

Theo quedó en silencio.

—No está dispuesto a realizar una prueba poligráfica —le recordó Balilty—. ¿Tampoco quiere hablar con Herzl?

—¡Nunca he dicho que no estuviera dispuesto a hacer una prueba poligráfica! —le contradijo Theo—. Sólo dije que no podría hacerla en estos días. Lo he pasado muy mal, ¿saben? Y mañana tengo que estar en buena forma.

—¿Qué pasa mañana? —inquirió Michael.

—Tengo que participar en un taller de música en el Beit-Daniel. Me comprometí hace más de seis meses y no puedo echarme atrás ahora. Johann Schenk ha prometido asistir un día, y sólo puede venir...

—¡Pero si no han pasado ni cuarenta y ocho horas desde que asesinaron a su hermano! —exclamó Balilty.

—¿Cree que me he olvidado? —Theo apretó las comisuras de los labios igual que lo hacía Nita. Pero sus mejillas, que no estaban hundidas como las de Nita, le conferían una expresión malhumorada, cruel, en lugar del aire infantil y doliente de su hermana—. Este tipo de eventos son fundamentales en mi trabajo. Puede que usted no lo sepa, pero no soy un cualquiera en mi profesión. Aunque para usted eso será irrelevante, quizá —un inconfundible deje de vanidad acompañó a sus palabras desdeñosas.

Balilty las oyó como quien oye llover. Adoptó un gesto que era casi de lástima. Sus ojillos se hundieron en las profundidades de los pliegues de su ancho semblante, reluciente de sudor. Dirigió su atención a una mancha minúscula de la parte baja de su camisa y la examinó meticulosamente.

Después de darle a Balilty tiempo para reaccionar, y de comprender que no iba a reaccionar, Theo prosiguió:

—No vaya a pensar que Gabi habría actuado de otra forma. No somos libres para cancelar nuestros compromisos o posponerlos. No hay motivo que lo justifique —dijo desdeñosamente a la vez que se pasaba la mano por el pelo—. El duelo público y todos esos ritos son narcisistas... no son serios. Que haya muerto alguien, aunque sea alguien próximo a mí, incluso mi hermano, no significa que esté obligado a prescindir de todas mis obligaciones. ¿Es que tengo que tomarme unas
vacaciones
porque ha muerto Gabi?

Balilty suspiró y se recostó en la silla.

—Sería una locura cancelar una jornada con Johann Schenk —dijo Theo van Gelden con voz queda—. Es un acontecimiento internacional, la televisión francesa va a mandar un equipo, y yo daré una importante conferencia sobre el clasicismo a los jóvenes músicos de talento, la retransmitirá la televisión educativa. Y Johann Schenk, que tiene la agenda totalmente saturada, ¿saben quién es? —se volvió expresivamente hacia Michael, que mantuvo un gesto inescrutable—. ¿Por qué iban a haber oído hablar de él? —masculló Theo con aspereza—. No es un deportista ni una estrella del pop.

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