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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (47 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—Es verdad —dijo Neeley.

Recordando al cajero, Francie murmuró:

—Se le saltaron las lágrimas.

Nunca antes había oído aquella expresión, y le gustaba.

—¿Cómo pueden saltársele las lágrimas? —preguntó Neeley—. Las lágrimas no tienen piernas. No pueden saltar.

—No quiso decir eso. Es como cuando se dice: «Ahora guardé cama».

—Pero guardé está mal empleado.

—Efectivamente. Sin embargo, en Brooklyn a menudo se emplea el tiempo pasado del verbo en vez del presente.

—Es cierto. Vamos por Manhattan Avenue en vez de por Graham.

—Neeley, se me ocurre una idea. Hagamos una hucha y guardémosla en tu armario sin que mamá lo sepa. Podríamos empezar a ahorrar con estos dos centavos, y si mamá nos da algún dinero para gastar, ahorraremos diez centavos a la semana. La abriremos para Navidad y compraremos regalos para mamá y Laurie.

—Y también para nosotros —estipuló Neeley.

—¡Bravo! Yo te compro uno y tú compras otro para mí.

Hicieron el convenio. Caminaron deprisa, adelantando a los chicos que regresaban perezosamente después de hacer su negocio con el trapero. En Scholes Street miraron hacia el almacén de Carney y contemplaron la multitud que se agrupaba frente al Baratillo Charlie.

—Críos —exclamó despectivamente Neeley, haciendo sonar las monedas en su bolsillo.

—¿Recuerdas, Neeley cuando íbamos a vender los trastos al trapero?

—Hace mucho tiempo ya de eso.

—Es verdad —asintió Francie.

En realidad hacía sólo dos semanas que habían arrastrado la última carga hasta el almacén de Carney.

Neeley entregó el paquete a su madre.

—Para ti y para Francie —dijo.

Katie abrió el envoltorio. Contenía una pastilla de una libra de chocolate almendrado.

—Y no lo compré con dinero de mi sueldo —explicó Neeley con misterio.

Rogaron a su madre que se fuese al dormitorio un momento. Alinearon sobre la mesa los diez billetes nuevos y la llamaron.

—Para ti, mamá —dijo Francie con gesto dramático.

—¡Por Dios! ¡Casi no puedo creerlo!

—Y eso no es todo —añadió Neeley, sacando del bolsillo ochenta centavos que colocó sobre la mesa—: Éstas son las propinas que he ganado con los recados, las he juntado toda la semana. Tenía más, pero compré el chocolate.

Katie le devolvió las monedas diciéndole:

—Las propinas las puedes guardar para tus gastos personales.

«Igual que papá», pensó Francie.

—¡Zas! —exclamó Neeley—. Bueno, daré a Francie la cuarta parte.

—No. —Katie fue al jarrón rajado y sacó una moneda de cincuenta centavos—. Éste es el dinero para los gastos de Francie: cincuenta centavos semanales.

Francie se quedó muy contenta. No esperaba tanto. Los chicos aturullaron a su madre con su agradecimiento.

Katie contempló el chocolate, los billetes nuevos y luego a sus dos hijos. Se mordió los labios y bruscamente corrió a encerrarse en el dormitorio.

XLIV

Hacía dos semanas que Francie trabajaba en aquella fábrica cuando despidieron al personal. Mientras el jefe les explicaba que sería sólo por unos días, las muchachas se intercambiaban miradas.

—Unos días que durarán seis meses —dijo Anastasia para que Francie lo supiese.

Las obreras se fueron a trabajar a una fábrica de Greenpoint, donde necesitaban empleadas para los pedidos de invierno: estrellas federales y guirnaldas artificiales. Cuando llegase el paro allí, se irían a otra, y así sucesivamente. Eran las obreras emigrantes de Brooklyn, que iban tras del trabajo de temporada, de una parte a otra del distrito.

Rogaron a Francie que las siguiera, pero ella prefirió probar otro trabajo. Pensó que ya que tenía que trabajar, buscaría cierta variedad cambiando siempre que pudiese. Después, como con los refrescos, podría decir que los había probado todos.

Katie vio un anuncio en
The World
, donde se pedía una empleada para el archivo. «Puede ser aprendiza, de dieciséis años, indicar religión». Francie compró papel y un sobre por un centavo y cuidadosamente hizo una solicitud y la dirigió al apartado de correos mencionado en el anuncio. A pesar de no contar más de catorce años, convinieron con su madre que podía pasar fácilmente por tener dieciséis. Así que informó en la carta que tenía dieciséis.

Dos días después Francie recibió la contestación, en una carta con un membrete interesante: un par de tijeras sobre un periódico doblado, y, al lado, un bote de pegamento. Venía de una agencia de prensa, de Canal Street, Nueva York, y requería la presencia de la señorita Nolan para una entrevista.

Sissy fue de compras con Francie y la ayudó a elegir un vestido de señorita y su primer par de zapatos de tacón alto. Tanto Katie como Sissy aseguraron que con estas prendas aparentaría dieciséis años si no fuera por el peinado. Las trenzas le daban aspecto infantil.

—Mamá, déjame cortarme el cabello y llevar melena.

—Te ha costado catorce años conseguir estas trenzas —dijo su madre—, y no permitiré que te las cortes.

—¡Pero, mamá! ¡Qué atrasada estás!

—¿Por qué quieres llevar el cabello corto como un chico?

—Sería más fácil de cuidar.

—Cuidar su cabello debería ser un placer para las mujeres.

—Pero, Katie —protestó Sissy—, todas las muchachas de hoy se cortan el cabello.

—Son unas tontas, entonces. El cabello es el misterio de las mujeres. De día lo llevan recogido con horquillas. Pero de noche, a solas con su hombre, sin las horquillas, el cabello cae como una lustrosa capa y hace que la mujer sea misteriosa y especial para el hombre.

—Vamos —dijo Sissy con malicia—, de noche todos los gatos son pardos.

—Ahórrate tus comentarios —respondió Katie con acritud.

—Me parecería a Irene Castle si llevara melena —insistió Francie.

—A las judías las obligan a cortarse el cabello cuando se casan, para que no las mire ningún otro hombre. Las monjas se lo cortan como prueba de su renuncia a los hombres. ¿Por qué habría de hacerlo una joven sin que nadie la obligase?

Francie estaba a punto de contestar, cuando su madre le dijo:

—Terminemos esta discusión.

—Bueno —dijo Francie—, pero cuando tenga dieciocho años seré dueña de mí misma y entonces verás.

—Cuando tengas dieciocho años podrás raparte, si te viene en gana. Mientras tanto… —Katie enroscó las pesadas trenzas de Francie alrededor de su cabeza, y las sujetó con dos horquillas que se quitó de su rodete—. Ahí tienes. —Dio un paso atrás para contemplar a su hija—. Parece una corona resplandeciente —anunció teatralmente.

—Así representa por lo menos dieciocho —comentó Sissy.

Francie se miró al espejo. Le agradaba aparentar más edad con el peinado que le había hecho su madre, pero no quiso dar el brazo a torcer.

—Me voy a pasar la vida con dolor de cabeza llevando esta carga.

—Tendrás mucha suerte si eso es lo único que te causa dolores de cabeza en esta vida —respondió Katie.

A la mañana siguiente Neeley acompañó a su hermana a Nueva York. Cuando el tren iba llegando al puente de Williamsburg tras salir de la estación Marcy Avenue, Francie vio que, de común acuerdo, todos los pasajeros sentados en el vagón se ponían en pie y enseguida volvían a sentarse.

—Dime, Neeley, ¿por qué hacen eso?

—Al entrar en el puente se ve el gran reloj de la fachada de un banco. La gente se levanta para ver la hora y saber si llegarán tarde o temprano a su trabajo. Apuesto a que un millón de personas mira ese reloj diariamente —calculó Neeley.

Francie había esperado conmoverse la primera vez que cruzara aquel puente. Pero le resultó mucho menos conmovedor que vestir traje de señorita por primera vez en su vida.

La entrevista fue breve. La contrataron a prueba. Horario: de nueve a cinco y media, con treinta minutos para almorzar. Salario: siete dólares a la semana, para empezar. Primero el jefe la llevó a recorrer las dependencias de la agencia, The Model Press Clipping Bureau.

Las diez empleadas lectoras estaban sentadas ante largos escritorios inclinados. Se les repartían los periódicos de todos los estados. Éstos llegaban a la agencia a cada hora del día, de cada ciudad, de cada uno de los estados de la Unión. Las empleadas marcaban y recuadraban los artículos requeridos y anotaban su total junto con el código de cada uno en la parte superior de la primera página.

Los periódicos así marcados eran recogidos y llevados a la persona que se encargaba de imprimir que tenía una pequeña impresora, con un aparato fechador y una serie de clichés. Componía la fecha del periódico, agregaba el cliché con el nombre de la ciudad y el estado de procedencia e imprimía tantas tiras de papel como artículos se habían marcado.

Luego las tiras y los periódicos se entregaban a la cortadora, que estaba de pie ante otro escritorio cortando los artículos marcados con un afilado cuchillo corvo. (A pesar del membrete de la carta, en todo el establecimiento no existía un par de tijeras). A medida que la recortadora iba sacando los artículos marcados, arrojaba los restos de periódicos al suelo y se formaba allí, cada cuarto de hora, una pila que le llegaba a la cintura. Entonces un hombre los recogía y llevaba a embalar.

Los artículos recortados y las tiras de papel pasaban a la engomadora para que los pegara. Finalmente se clasificaban, se colocaban dentro de sobres y se despachaban por correo.

Francie aprendió con facilidad el sistema de archivo. A las dos semanas sabía de memoria los dos mil asuntos que encabezaban los ficheros. La pasaron a que practicase como lectora. Durante otras dos semanas estuvo ocupada revisando las tarjetas individuales de los clientes, que encerraban más detalles que los títulos de los ficheros. Cuando le hicieron un breve examen, comprobaron que Francie recordaba las órdenes de los clientes y le dieron a leer los diarios de Oklahoma. El jefe, antes de pasarlos a la cortadora, revisaba los periódicos que ella había leído y le mostraba sus equivocaciones. Cuando su eficiencia eliminó la necesidad de esa revisión, le agregaron los diarios de Pensilvania. Pronto le dieron los del estado de Nueva York. Debía leer los periódicos de tres estados. A finales de agosto estaba leyendo más periódicos y marcando más artículos que cualquiera de las otras empleadas de la agencia. Hacía poco que trabajaba, se esforzaba por cumplir, tenía buena vista (era la única lectora que no usaba gafas) y desarrolló enseguida una memoria visual muy rápida. De una ojeada se enteraba de los artículos y distinguía si debía marcarlos o no. Leía entre ciento ochenta y doscientos periódicos todos los días. La que le seguía en eficiencia llevaba un término medio de cien a ciento diez.

Sí, Francie era la lectora más rápida de la agencia, y la peor remunerada. Aunque le aumentaron el sueldo a diez dólares semanales, la que le seguía en méritos ganaba veinticinco, y las demás, veinte. Como Francie nunca entabló la suficiente amistad con sus compañeros para que éstos le hicieran confidencias, no tenía modo de saber cuán mezquina era su paga.

Aunque a Francie le gustaba leer los periódicos y estaba orgullosa de sus diez dólares semanales, no era feliz. La había entusiasmado la idea de ir a trabajar a Nueva York. Pero no fue así.

El puente le había proporcionado su primera desilusión. Desde la azotea de su casa le había parecido que cruzarlo la haría sentirse como una hada volando por los aires. Pero cruzar el puente era similar a viajar en el elevado por encima de las calles de Brooklyn. El puente tenía aceras y calzada como las calles de Brooklyn y las vías eran las mismas. No daba una sensación distinta. Nueva York era decepcionante. Los edificios eran más altos y la multitud más densa, sí, pero aparte de eso la diferencia con Brooklyn era escasa. De ahora en adelante ¿sería todo lo nuevo tan decepcionante?, se preguntó Francie.

Muchas veces había consultado el mapa de Estados Unidos y, con su fantasía, había atravesado llanuras, montañas, desiertos y ríos. Ahora se preguntaba si esto también la desilusionaría. Supongamos, pensó, que caminase a través de este inmenso país. Saldría a las siete de la mañana, andando hacia el Oeste. Echaría un pie delante del otro para cubrir distancias y, a medida que avanzara hacia el Oeste, estaría tan preocupada por el movimiento de sus pies y ocupada en darse cuenta de que sus pasos son parte de una cadena iniciada en Brooklyn, que no podría siquiera pensar en las montañas, los ríos, las llanuras y los desiertos que encontrase a su paso. Todo lo que advertiría sería que algunas cosas eran extrañas porque le recordaban Brooklyn y otras eran extrañas por ser tan diferentes de Brooklyn.

«Se me ocurre que no hay nada nuevo en el mundo —terminó por pensar Francie—. Si lo hay, seguramente ya existe en Brooklyn una parte de esta novedad, y debo de estar tan acostumbrada a ello que no lo noto si lo encuentro en otro lado».

Como Alejandro Magno, Francie se afligía convencida de que no existían mundos nuevos para conquistar.

Se adaptó al agitado ritmo neoyorquino, a sus viajes de ida y vuelta al trabajo. Llegar a la agencia era una prueba de nervios. Si llegaba un minuto antes de las nueve, era una persona libre. Si llegaba un minuto después, se afligía porque, lógicamente, era el blanco de los enfados del jefe si estaba malhumorado ese día. Así que aprendió a ganar preciosas fracciones de segundo. Mucho antes de que el tren frenara hasta detenerse en la estación, se abría paso hacia la puerta para ser de las primeras en salir cuando ésta se abriese. Ya fuera del tren, corría como una gacela, serpenteando entre el gentío para llegar la primera a las escaleras que conducían a la calle. Caminaba por la acera rozando la pared para doblar las esquinas más deprisa, o cruzaba las calles en diagonal para evitarse subir y bajar un par de bordillos. Llegaba al edificio, se abría paso hasta el ascensor aunque el ascensorista le gritase: «¡Completo!». Y todas estas maniobras eran para llegar un minuto antes en vez de un minuto después de las nueve.

En una ocasión salió de su casa diez minutos más temprano para disponer de más tiempo. A pesar de no tener prisa, se apresuró hasta el tren, corrió por las escaleras, economizó los pasos por la calle y se abalanzó al primer ascensor, que estaba ya repleto. Llegó con quince minutos de adelanto. Sus pasos resonaban en la oficina desierta. Estaba desolada y perdida. Cuando entraron las demás empleadas unos segundos antes de las nueve, Francie se sintió una traidora. Al día siguiente durmió diez minutos más y volvió a su horario original.

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