Un árbol crece en Brooklyn (44 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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«1 de enero de 1901. Enlace: Katherine Rommely con John Nolan.

»15 de diciembre de 1901. Nacimiento: Frances Nolan.

»23 de diciembre de 1902. Nacimiento: Cornelius Nolan».

La cuarta inscripción, con la letra firme, inclinada hacia atrás, de Katie, rezaba: «25 de diciembre de 1915. Fallecimiento: John Nolan, treinta y cuatro años».

Sissy y Evy entraron con Francie en el dormitorio. Ellas también tenían curiosidad por saber el nombre que Katie daría a la recién nacida. ¿Sarah? ¿Eva? ¿Ruth? ¿Elizabeth?

—Escribe —Katie le dictó—: Veintiocho de mayo de mil novecientos dieciséis. Nacimiento —Francie mojó la pluma—: Annie Laurie Nolan.

—Annie. Qué nombre más vulgar —refunfuñó Sissy.

—¿Por qué, Katie, por qué? —preguntó, fastidiada, Evy.

—Por una canción que cantaba Johnny —explicó Katie.

Y mientras Francie inscribía el nombre oyó los acordes, oyó la voz de su padre que cantaba: «Así fue que Annie Laurie… ¡Papá! ¡Papá!»

—Una canción, decía él, que pertenecía a un mundo mejor —agregó Katie—. A él le hubiera gustado que su hija llevara el nombre de una de sus canciones.

—Laurie es un nombre muy bonito —dijo Francie.

Y Laurie fue el nombre de la chiquilla.

XLI

Laurie era una criatura muy buena. Se pasaba casi todo el día durmiendo tranquilamente. Cuando estaba despierta se quedaba quieta tratando de enfocar los ojos castaños en su minúsculo puñito. Katie amamantaba a su hijita, no sólo por ser lo más natural, sino porque no alcanzaba el dinero para comprar leche fresca. Como no podía dejar sola a la criatura, Katie empezaba la jornada a las cinco de la mañana, limpiando las dos casas vecinas. Trabajaba hasta cerca de las nueve, hora en que Francie y Neeley salían para la escuela. Después se dedicaba a limpiar la escalera de su casa. Dejaba la puerta del piso abierta para oír a Laurie si lloraba. Katie se acostaba todas las noches en cuanto acababa de cenar, y Francie la veía tan poco que le parecía como si su madre se hubiese ido.

El señor McGarrity no los despidió tras nacer la criatura, como se había propuesto. Realmente necesitaba sus servicios, porque el negocio había prosperado durante aquella primavera de 1916. Tenía el bar continuamente repleto. Se operaban grandes cambios en el país y sus parroquianos, como todos los norteamericanos, sentían la necesidad de reunirse para comentar los acontecimientos. El bar era su único lugar de reunión, el club del hombre pobre.

Mientras limpiaba el piso de arriba, Francie oía a través del delgado suelo de madera fragmentos de conversaciones. A menudo interrumpía su trabajo para escuchar mejor. Sí, el mundo cambiaba rápidamente y comprendió que esta vez era el mundo y no ella. Oía cómo cambiaba el mundo al escuchar aquellas voces.

—Es un hecho. Dejarán de hacer licores y dentro de pocos años el país será abstemio a la fuerza.

—Un hombre que trabaja intensamente tiene derecho a su cerveza.

—Díselo al presidente y veremos hasta dónde llega.

—Este país pertenece al pueblo. Si nosotros no lo queremos seco, no será seco.

—Por cierto, es un país que pertenece al pueblo, pero te van a meter la prohibición en el gañote.

—¡Por Cristo! Entonces elaboraré mi propia bebida. Mi padre lo hacía en Europa. Coges una fanega de uvas…

—Qué dices, hombre. Nunca darán el voto a las mujeres.

—Yo no estaría tan seguro.

—Si eso llega a suceder, mi esposa votará lo mismo que yo, de lo contrario, le retuerzo el pescuezo.

—Mi madre no irá a las urnas a mezclarse con esa sarta de vagos…

—Una mujer presidenta. Podría llegar a verlo.

—Jamás permitirían que una mujer manejara el gobierno.

—Hay una que lo maneja ya.

—¡No seas bárbaro!

—Hoy por hoy, Wilson no puede ni siquiera ir al baño sin el permiso de su esposa, la señora Wilson.

—Porque el mismo Wilson parece una vieja.

—Nos está evitando la guerra.

—¡Ese maestro de escuela! —Lo que necesitamos en la Casa Blanca es un político experto y no un maestro de escuela.

—… automóviles. Pronto los caballos pertenecerán al pasado. Allí está ese tipo en Detroit haciendo coches baratos que pronto estarán al alcance de cualquier jornalero.

—Un trabajador conduciendo su coche particular. ¡Vivir para ver!

—¡Aeroplanos! Una idea descabellada. Eso no durará.

—El cinematógrafo ha venido para quedarse. Los teatros van cerrando uno tras otro en Brooklyn. En lo que a mí respecta, prefiero mil veces ver una película de Charlie Chaplin que las obras de teatro que ve mi mujer.

—… telégrafo sin hilos. El invento de los inventos. Las palabras te llegan por el aire, sin necesidad de cables. Sólo se necesita una especie de máquina para pescar el sonido y un auricular para poder escuchar…

—Le llaman «sueño crepuscular», es un soporífero con el cual las mujeres no sienten nada al dar a luz. Cuando un amigo se lo contó a mi mujer, ella dijo que ya era hora de que se inventase algo así.

—¡Pero qué dicen ustedes! El gas ya ha pasado de moda. Ahora están instalando electricidad hasta en las viviendas humildes.

—No sé qué les pasa a los jóvenes de ahora. Están locos por el baile. Bailan… bailan… bailan…

—Yo me cambié el nombre. Elegí Scott. En vez de Schultz me puse Scott. El juez me preguntó: «¿Por qué lo hace? Schultz es un buen apellido». Él también es alemán, ¿sabe? «Escuche, amigo», le dije… Juez o no juez, así mismo le hablé: «Yo no quiero saber nada de mi país», le dije. «Después de lo que han hecho con las criaturas belgas», le dije, «no quiero saber nada de Alemania. Ahora soy americano y quiero llevar un apellido americano».

—Y nos vamos encaminando derechitos a la guerra. Hombre, lo veo venir.

—Lo que tenemos que hacer es reelegir a Wilson en las elecciones de este año. Él sabrá evitar la guerra.

—No hay que hacer apuestas basadas en las promesas electorales. Si se tiene un presidente demócrata, se tiene un presidente partidario de la guerra.

—Lincoln era republicano.

—Pero los del Sur tenían un presidente demócrata y fueron ellos los que iniciaron la guerra.

—Yo me pregunto: ¿cuánto tiempo tendremos que soportarlo? Esos bastardos han hundido otro de nuestros barcos. ¿Cuántos tendrán que hundir antes de que reunamos suficiente coraje para ir a darles la paliza que se merecen?

—Debemos mantenernos al margen. Al país le va muy bien. Hay que dejarlos que hagan ellos sus guerras sin meternos en líos.

—Nosotros no queremos guerra.

—Si declaran la guerra, me presento al ejército al día siguiente.

—Tú no puedes hablar. Has pasado de los cincuenta. No te aceptarían.

—Prefiero ir a la cárcel antes que a la guerra.

—Hay que pelear por una causa que nos parezca justa. Yo iría con gusto.

—Yo no me preocupo. Tengo una doble hernia.

—Esperad a que llegue la guerra. Necesitarán obreros como nosotros para fabricar barcos y armas. Y necesitarán a los agricultores para producir alimentos. Entonces los tendremos bien agarrados por la garganta. Ya no serán ellos los que manden, sino nosotros. ¡Dios, si los haremos sudar! Para mí la guerra nunca llega demasiado pronto.

—Como te lo digo. Todo se hará con las máquinas. Mira el chiste que me contaron hace unos días. Un fulano y su mujer se van de paseo y compran todo lo que necesitan en los distribuidores automáticos: comida, ropa, cualquier cosa. Llegan delante de uno que hace niños, el hombre pone unas monedas y sale un bebé. Entonces él se da la vuelta y le dice a su mujer: «¿Qué te parece si volvemos a los viejos tiempos?».

—¡Los viejos tiempos! Creo que se han ido para siempre. —¡Jim, llénanos los vasos!

Y Francie, apoyada en su escoba para escuchar, trataba de dar sentido a lo que oía y se esforzaba por entender un mundo que giraba en veloz confusión. Y le parecía que el mundo entero había cambiado entre el día del nacimiento de Laurie y el último día del curso.

XLII

Francie casi no había tenido tiempo de acostumbrarse a la presencia de Laurie cuando llegó la noche en que se festejaba el término de la escuela primaria. Katie no podía asistir a la ceremonia de la escuela de Neeley y a la de Francie, así que resolvió asistir a la de Neeley. Era justo: no había por qué privar de la ceremonia de su escuela a Neeley porque Francie había querido cambiar de escuela. Francie lo comprendía, pero igualmente se sintió un poco herida. Si su padre viviese, la habría acompañado sin titubear. Se convino que iría con Sissy. Laurie quedaría al cuidado de Evy.

En la última noche de junio de 1916 Francie fue por última vez a la escuela que tanto amaba. Sissy, tranquila y cambiada desde que tenía su hijita, caminaba formalmente a su lado. Pasaron junto a ella dos bomberos y ni siquiera los vio. Sin embargo, antes Sissy no podía resistir un uniforme. Francie hubiera preferido menos cambios. Ahora se encontraba más sola. Cogió la mano de Sissy y ésta le correspondió con una leve presión. Francie se sintió reconfortada. En el fondo Sissy seguía siendo Sissy.

Las graduadas se sentaron en las primeras filas y los invitados ocuparon los asientos de atrás. El director pronunció un discurso dirigido a los niños precaviéndolos contra el atribulado mundo en el que tendrían que moverse, y les dijo que tendrían la responsabilidad de moldear un mundo nuevo una vez terminada la guerra que seguramente envolvería a Norteamérica. Los instó para que siguieran la instrucción superior a fin de hallarse mejor capacitados para la estructura de ese mundo nuevo. El discurso impresionó a Francie y se juró cooperar «llevando en alto la antorcha», según expresión del director.

A esto siguió la representación de la obra escrita para la ocasión. A Francie le ardían los ojos de tanto contener las lágrimas. Mientras proseguía el diálogo, pensaba: «Mi obra habría sido mejor. Habría seguido las indicaciones de la maestra si me hubiese brindado la oportunidad de escribirla».

Una vez terminada la representación, desfilaron para recibir los diplomas. Clausuraron el acto con el juramento a la bandera y entonando el himno nacional.

Y ahora Francie tendría que atravesar lo que era para ella el camino del calvario.

Se acostumbraba ofrecer ramos de flores a las graduadas. Como no se permitían los ramos en el salón de actos, los entregaban en las aulas y las maestras los depositaban sobre el pupitre de cada una. Francie tenía que entrar en el aula para recoger de su pupitre la caja de lápices, la tarjeta de calificaciones y el álbum de autógrafos. Se detuvo un instante a la entrada para darse valor, porque sabía que el suyo sería el único lugar sin flores. Estaba segura de ello, no había querido explicarle a su madre ese ritual porque sabía bien que en su casa no tenían dinero para afrontar semejante gasto.

Resolvió salir del trance cuanto antes y caminó apresuradamente hacia el escritorio de la maestra, sin atreverse a mirar el suyo. El ambiente estaba impregnado con el perfume de las flores. Oyó a sus compañeras que charlaban y manifestaban su placer por las ofrendas florales, intercalando triunfales exclamaciones.

Miró sus calificaciones: cuatro sobresalientes y un aprobado justo; esta última era la nota de inglés. Hasta entonces había sido la primera de toda la escuela en redacción, y al terminar pasó un poco justa. De repente se despertó en ella un intenso odio por la escuela y sus maestras, especialmente por la señorita Garnder. Ya no le importó no recibir flores. ¿Por qué había de importarle? En todo caso era una costumbre ridícula. «Iré a mi pupitre a por mis cosas —pensó—, y si me hablan las haré callar. Luego saldré de la escuela para siempre, sin despedirme de nadie». Levantó la vista. «El pupitre sin flores ha de ser el mío». Pero ¡oh sorpresa!, no encontró ninguno sin flores. ¡En todos había flores!

Francie se acercó a su pupitre, segura de que alguna otra niña habría colocado allí el ramo mientras abría el escritorio. Decidió coger el ramo con cierto desprecio y preguntar con aire altivo: «¿De quién es esto? Discúlpame, pero necesito abrir mi pupitre».

Levantó el ramo —dos docenas de magníficas rosas rojas en un haz de helechos— imitando el gesto de las otras y por un momento haciéndose la ilusión de que era suyo. Buscó la tarjeta con el nombre de la agraciada. ¡Pero si en la tarjeta estaba su nombre! ¡Su nombre! La inscripción decía: «Para Francie en el día de su graduación. Con cariño de papá».

¡Papá!

Estaba escrita de su puño y letra y con la tinta negra del frasco que había en casa. Entonces había sido todo una pesadilla, una larga pesadilla. Laurie era un sueño, como su trabajo en casa de McGarrity, la obra de fin de curso, su mala nota en inglés. Despertaría dentro de un instante y todo volvería a la realidad. Su padre estaría esperándola en el vestíbulo.

Bajó corriendo, pero sólo encontró a Sissy.

—De modo que es cierto que ha muerto papá.

—Sí, ya hace seis meses.

—¡Pero no puede ser! ¿No ves, tía Sissy, que me ha mandado flores?

—Sí, Francie. Hace más o menos un año me dio esta tarjeta escrita junto con dos dólares, y me dijo: «El día que Francie reciba su diploma, cómprale flores en mi nombre, por si se me olvidara hacerlo». Francie se echó a llorar. No sólo porque ahora estaba segura de que nada había sido un sueño, sino también porque ahora se relajaba tras el exceso de trabajo y la preocupación por su madre, porque no había llegado a escribir la obra de fin de curso, porque había tenido mala nota en inglés, porque había estado demasiado segura de no recibir flores.

Sissy la llevó al lavabo y la metió en uno de los excusados.

—Llora con toda tu alma y grita si quieres, pero date prisa —le ordenó—. Tu madre se preocupará si nos retrasamos.

Francie se quedó en el excusado, abrazando sus rosas y sollozando. Cada vez que oía las voces de otras colegialas que entraban y salían, hacía correr el agua de la cisterna para que el ruido disimulara su llanto. Pronto se repuso. Cuando salió, Sissy le alargó el pañuelo, empapado en agua helada. Mientras se enjugaba los ojos, Sissy le preguntó si se sentía mejor. Francie dijo que sí y le rogó que le esperase un momento mientras se despedía de sus compañeras.

Se dirigió al despacho del director, quien al darle al mano, le recomendó:

—No se olvide, Frances, de su antigua escuela, venga de vez en cuando a visitarnos.

—Sí, señor, vendré.

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