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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (20 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—Tu madre no va a reprenderte… Es un accidente que puede ocurrirle a cualquier chica. No digas que te lo he contado, pero siendo una niña tu madre alguna vez se mojó las braguitas, y tu abuela también. Eso no es nada nuevo en el mundo y tú no eres la primera a quien le sucede.

—Pero soy demasiado mayor. Eso sólo les sucede a los niños pequeños. Mamá se burlará de mi delante de Neeley.

—Díselo tú antes de que ella lo descubra y prométele que no sucederá más y no te avergonzará.

—No le puedo prometer eso, porque si la profesora no me deja salir puede sucederme otra vez.

—De ahora en adelante la maestra te dejará salir cuando tú se lo pidas. Crees lo que dice tía Sissy, ¿verdad?

—Sí… Pero ¿cómo puedes estar tan segura?

—Voy a encender una vela en la iglesia para conseguirlo.

Francie se consoló con la promesa. Cuando llegó a su casa, Katie la sermoneó un poco, pero a Francie la protegía ahora lo que Sissy le había dicho. Eso de mojarse era como una cadena: abuela, madre, hija.

Al día siguiente por la mañana, diez minutos antes de empezar la clase, Sissy estaba en la escuela interpelando a la maestra.

—A su clase acude una niñita llamada Francie Nolan —manifestó para empezar.

—Frances Nolan —corrigió la señorita Briggs.

—¿Es inteligente?

—Sí…

—¿Se porta bien?

—A la fuerza.

Sissy acercó su cara a la de la señorita Briggs. Bajó el tono de voz y le habló con más amabilidad, pero la señorita Briggs retrocedió.

—Yo sólo le he preguntado si es una buena chica.

—Sí —se apresuró a contestar la profesora.

—Sucede que soy su madre —mintió Sissy.

—¡No!

—¡Sí!

—Cualquier dato que usted quiera saber sobre los estudios de la niñita, señora Nolan…

—¿Nunca se le ha ocurrido pensar que Francie sufre de los riñones? —volvió a mentir.

—¿Sufre de qué?

—El médico dijo que cuando necesite ir al servicio, si alguien se lo impide, podría ocurrir que cayera muerta de repente a causa de sus riñones.

—Probablemente usted exagera.

—¿Qué diría usted si se cayera muerta en la clase?

—Por supuesto que no me gustaría, pero…

—Y ¿qué diría usted si la llevasen a la comisaría en el vehículo celular y la hiciesen comparecer ante el juez y el médico para confesar que no la dejó salir de la clase?

¿Mentiría Sissy? La señorita no lo sabía. Aquello era muy fantasioso. Sin embargo, la mujer decía aquellas cosas sensacionales en el tono más suave y calmado que jamás había oído. En aquel momento Sissy vio por una de las ventanas al policía, que andaba de ronda. Lo señaló y dijo:

—¿Ve a aquel agente? —La señorita Briggs asintió con la cabeza—. Pues es mi marido.

—¿El padre de Frances?

—¿Quién si no? —Sissy abrió la ventana—. ¡Hola! ¡Hola! ¡Johnny!

El agente, asombrado, miró hacia arriba. Ella le tiró un sonoro beso. Por un instante él creyó que se trataba de alguna maestra solterona que, deseosa de amoríos, había enloquecido. Pero su vanidad masculina le convenció de que sería alguna de las maestras más jóvenes, enamorada de él desde hacía tiempo, que por fin se había armado de coraje para insinuársele. Respondió al momento devolviéndole graciosamente el beso y se alejó camino de su ronda silbando «En el baile del diablo».

«Seguro que soy un diablo para las mujeres —pensó—, así soy yo… yo, con seis hijos en casa».

Los ojos de la señorita Briggs saltaban de asombro. Era un policía bien parecido y fortachón. En aquel momento entró una de las niñas predilectas con una caja de caramelos liada con primorosas cintas, de regalo para la maestra. La señorita Briggs balbució las gracias y besó la satinada y rosada mejilla de la niña. La mente de Sissy se asemejaba al filo de una navaja recién afilada. Comprendió de súbito de qué lado soplaba el viento. Vio que soplaba contra las niñas como Francie.

—Mire —dijo—, me doy cuenta de que usted no cree que nosotros tengamos mucho dinero.

—Yo le aseguro que… nunca…

—No somos personas a las que les gusta ostentar. Se acerca la Navidad —deslizó Sissy con suspicacia.

—Quizá —confesó la señorita Briggs—, quizá no siempre haya visto a Frances cuando levanta la mano.

—¿Dónde se sienta Francie, que usted no puede verla bien?

La maestra indicó uno de los bancos en la oscuridad del fondo del aula.

—Si se sentara más adelante quizá la viese mejor.

—La colocación está toda dispuesta ya.

—Se aproxima Navidad —advirtió Sissy de nuevo.

—Veré lo que puedo hacer, veré.

—Vea entonces y procure ver bien.

Sissy se dirigió hacia la puerta, después, volviéndose, dijo:

—Porque no sólo se acerca Navidad, sino que mi marido es policía y se puede armar la de San Quintín si no trata bien a la niña.

Después de la conferencia entre «madre» y maestra, Francie no tuvo más dificultades, por más timorata que fuese al levantar la mano, la señorita Briggs siempre alcanzaba a verla y hasta llegó a permitirle que se sentase en la primera fila. Pero cuando llegó Navidad y no vino con ella ningún regalo costoso, Francie fue nuevamente relegada al rincón más oscuro del aula.

Francie y Katie nunca se enteraron de la visita que hizo Sissy a la escuela. Pero Francie no tuvo más ocasión de avergonzarse en aquel sentido, y si bien la señorita Briggs no le hablaba con cariño, por lo menos no la regañaba. La maestra sabía por supuesto que lo que había dicho aquella mujer era ridículo, pero ¿qué ganaba con aventurarse? A la señorita Briggs no le gustaban los niños, pero tampoco era un demonio. No le hubiera gustado ver que una alumna cayera muerta ante sus ojos.

Unas semanas después Sissy pidió a una compañera de trabajo que le escribiera un mensaje en una tarjeta postal que mandó a Katie, diciéndole que lo pasado, pasado estaba, y que le permitiera ir a su casa, por lo menos para ver a los niños de vez en cuando. Katie hizo caso omiso del mensaje.

Mary Rommely intercedió entonces por Sissy.

—¿Qué es lo que os está amargando a Sissy y a ti? —preguntó a Katie.

—No te lo puedo decir, madre —replicó Katie.

—Perdonar es una gracia de gran valor, además, no cuesta nada.

—Yo tengo mi punto de vista —dijo Katie.

—Bueno, sea entonces como tú quieras —convino su madre, y suspiró profundamente sin agregar más.

Aunque Katie no quisiera admitirlo, echaba mucho de menos a Sissy. Le faltaba su buen sentido y lucidez para resolver cualquier problema. Evy nunca nombraba a Sissy cuando iba de visita a casa de Katie, y Mary Rommely, después de su tentativa para reconciliarlas, nunca más habló del asunto.

Katie tenía noticias de su hermana por el acreditado reportero de la familia: el cobrador de seguros. Todas las Rommely estaban aseguradas en la misma compañía, era el mismo empleado el que se encargaba de cobrar semanalmente las monedas a cada una de las hermanas. Él llevaba y traía las novedades y los comentarios, era el mensajero de la familia. Un día le contó que Sissy había dado a luz otro niño que ni siquiera habían tenido tiempo de asegurar, había vivido tan sólo dos horas. Finalmente Katie tuvo vergüenza de ser tan dura con su hermana.

—La próxima vez que vea a mi hermana —dijo al cobrador— recomiéndele que se deje ver por aquí.

El cobrador llevó el mensaje de perdón, y Sissy volvió a frecuentar a la familia Nolan.

XX

La campaña de Katie contra los parásitos y las enfermedades comenzó el día en que sus hijos empezaron la escuela. La batalla fue breve, feroz y triunfal.

Apiñados unos contra otros, los niños alimentaban inocentemente las liendres y se transmitían los insectos unos a otros. Sin tener ellos culpa alguna, eran sometidos al más humillante tratamiento por que pudiera pasar una criatura.

Una vez a la semana la enfermera escolar se apostaba de espaldas a la ventana. Las chiquillas desfilaban, y cuando llegaban a ella se daban la vuelta, levantaban sus apretadas trenzas y se inclinaban hacia delante. Ella les escudriñaba los cabellos con una larga y fina varilla. Si aparecían liendres o piojos en la cabeza de una pequeña, se le decía que se mantuviese apartada. Al terminar el examen se hacía permanecer de pie a las desdichadas, que recibían delante de toda la clase una regañina en la que se les decía lo inmundas que eran y que había que huir de ellas. Mandaban a las intocables a sus casas con instrucciones de comprar ungüento antipiojos en la farmacia, para que sus padres les untaran la cabeza. Cuando regresaban a la escuela, sus compañeras las atormentaban formando una escolta que las seguía camino de sus casas gritándoles:

—¡Piojosa! ¡Eres una piojosa! La maestra lo dijo. ¡Te mandaron a casa! ¡Te mandaron a casa porque eres una piojosa!

Solía suceder que en el próximo examen de higiene la niña martirizada recibiera un certificado de limpieza. Entonces ella, a su vez, atormentaba a otras, como las otras la habían atormentado a ella. El bochorno sufrido en carne propia no las enseñaba a ser compasivas. Así de inútil era su sufrimiento.

La vida intensa de Katie no aceptaba ya más dificultades y pesares. El primer día que Francie llegó del colegio y le contó que se sentaba al lado de una compañera que tenía piojos, Katie entró en acción. Tomó un trozo del jabón amarillo con que lavaba los suelos y frotó la cabeza de Francie hasta dejársela casi en carne viva. Al día siguiente, con un cepillo que había sumergido en queroseno, le cepilló el cabello vigorosamente y le hizo las trenzas tan apretadas que parecía que le iban a estallar las venas de la sien. Después, tras recomendarle que no se acercara a ninguna llama de gas, la mandó a la escuela.

Francie apestó la clase. La compañera de pupitre se alejó todo lo posible de ella. La maestra mandó una nota a Katie prohibiéndole que echara queroseno en la cabeza de la niña. Katie dijo que vivía en un país libre y no hizo caso. Siguió lavándole la cabeza, una vez por semana, con su jabón amarillo. Todos los días le ponía queroseno.

Cuando en la escuela hubo epidemia de paperas, se puso en campaña contra las enfermedades infecciosas. Confeccionó dos bolsas de franela en las que cosió un diente de ajo, y obligó a sus dos hijos a que se la pusieran alrededor del cuello, debajo de la camisa.

Aquella vez Francie asistió a clase apestando a queroseno y ajo. Todos se apartaban en el patio, y a pesar de la aglomeración, alrededor de ella se formaba un círculo vacío. En los tranvías, los pasajeros se alejaban de los chicos Nolan.

¡Y surtió efecto! No se sabe si era porque el ajo estaba hechizado, o porque el olor tan fuerte mataba los microbios, o porque los infectados no se les acercaban, o porque Francie y Neeley tuvieran constitución fuerte. Lo cierto es que en todos los años de escuela los hijos de Katie no tuvieron enfermedad alguna. Ni siquiera estuvieron resfriados. Nunca se les vio un piojo.

Francie, claro está, se convirtió en una niña arisca, esquivada por todos debido a su hedor. Pero ya se había acostumbrado a su soledad. Estaba habituada a andar sola y a que la consideraran diferente. A decir verdad, no sufría gran cosa por ello.

XXI

A Francie le gustaba la escuela a pesar de todas las vilezas, crueldades y desdichas. La rutina que hacía que muchas niñas hicieran la misma cosa a un mismo tiempo le proporcionaba seguridad, se sentía una parte definida de algo, una fracción de una comunidad unida bajo el mismo jefe para un mismo y solo fin. Los Nolan eran individualistas. No se ataban a nada, excepto a lo indispensable para poder vivir en su mundo. Seguían su propia norma de vida. No formaban parte de ningún grupo social. Esto era muy loable para la formación de un individualista, pero algo desconcertante para una criatura. Por eso Francie se sentía segura en la escuela. A pesar de que era una cruel y horrible rutina, tenía un propósito y le permitía progresar.

La escuela no era siempre desagradable. Todas las semanas había media hora de gloriosa felicidad cuando el señor Morton daba clase de música al curso de Francie; era un profesor especializado que se ocupaba de la clase de música de todas las escuelas del distrito. Cuando llegaba era una fiesta. Usaba levita y un lazo bohemio. Era tan vibrante, alegre y gracioso, tan lleno de vida, que parecía un dios venido de las nubes. Era sencillo y a la vez galante y enérgico. Comprendía y amaba a los niños; ellos le adoraban. Las maestras le idolatraban. Cuando el señor Morton dictaba su clase imperaba una alegría carnavalesca. La maestra se ponía su mejor vestido y no era tan ruin. En esa ocasión solía perfumarse y rizarse el cabello. Éste era el efecto del profesor de música sobre las mujeres.

Entraba como un torbellino. Se abría la puerta y él se precipitaba en la clase con las colas de la levita revoloteando tras él, subía a la tarima, miraba a uno y otro lado sonriendo y decía:

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!

Los alumnos, sentados en sus pupitres, reían a carcajadas, rebosantes de dicha, y la maestra sonreía y sonreía.

Dibujaba notas en el encerado. Sobre ellas trazaba pequeñas piernas para que pareciera que se escapaban del pentagrama. Dibujaba un bemol que se asemejaba a un gnomo y un sostenido como una nariz ganchuda asomándose detrás de aquél. Todo el tiempo cantaba alegremente con la espontaneidad de un pájaro. A veces su felicidad se desbordaba de tal manera que no podía contenerla y allá iban unos pasos de baile como desahogo.

Les enseñaba la buena música sin que los niños se percatasen. Bautizaba las obras de los grandes clásicos con nombres fáciles: «Arrullo», «Serenata», «El canto de la calle», «Canción de un día de sol». Las voces infantiles entonaban el «Largo» de Händel, al que llamaban simplemente «Himno». Los varoncitos silbaban una parte de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorak, mientras jugaban a las canicas, y cuando se les preguntaba qué era lo que silbaban, contestaban: «Camino a casa». Tarareaban «El coro de los soldados», de Fausto, al que llamaban «Gloria».

La señorita Bernstone, la profesora de dibujo, daba su clase una vez a la semana. No era tan querida como el señor Morton, pero sí muy admirada por los alumnos. ¡Ah! Pertenecía a otro ambiente, a un mundo de hermosos trajes de suaves colores verde y granate. Tenía una expresión dulce y cariñosa y, al igual que el señor Morton, amaba la vasta horda de niños sucios e indeseables más que a los privilegiados. Las otras maestras no la querían. Frente a ella la adulaban, sí, pero cuando les daba la espalda sus rostros se endurecían. Tenían celos de sus encantos, su dulzura y la atracción que ejercía sobre los hombres. Era cálida y resplandeciente y muy femenina. Sabían que no se acostaba sola por las noches, como ellas se veían obligadas a hacer.

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