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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (50 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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Katie volvió a casa con la pequeña y su nuevo sombrero, mientras que Neeley y Francie continuaron con las compras de Navidad. Compraron pequeños regalos para sus primos Flittman y alguna cosita para la niñita de Sissy. Luego llegó el momento de pensar en sus propios regalos.

—Te diré lo que quiero y tú me lo compras —dijo Neeley.

—Muy bien. ¿Qué es?

—Polainas.

—¿Polainas? —preguntó Francie sorprendida.

—De color gris perla —dijo él con firmeza.

—Si eso es lo que deseas… —empezó ella, dudosa.

—Talla mediana.

—¿Cómo sabes la talla?

—Entré a probármelas ayer.

Le entregó a Francie un dólar y medio y ella entró a comprar las polainas. Las hizo envolver y colocar en una caja. Ya en la calle, entregó el paquete a Neeley, mientras se miraban con cara seria.

—Este es mi regalo para ti. ¡Feliz Navidad! —dijo Francie.

—Gracias —respondió él con toda formalidad—. Y ahora, ¿qué deseas tú?

—Un conjunto de encaje negro que hay en el escaparate de esa tienda cerca de Union Avenue.

—¿Eso es ropa de mujer? —preguntó Neeley, incómodo.

—Sí. Cintura veinticuatro y busto treinta y dos. Dos dólares.

—Cómpralo tú. No me gusta pedir esas cosas.

Así que Francie fue a comprar sola su propio regalo: un conjunto de bragas y sostén confeccionados con diminutas porciones de encaje negro y finas cintas de satén. Neeley no aprobaba esta compra, y cuando ella le dio las gracias contestó de malos modos:

—No hay de qué.

Pasaron por el puesto de venta de árboles de Navidad.

—¿Recuerdas —preguntó Neeley— la vez que nos dejamos tirar el árbol más grande?

—¡Que si lo recuerdo! Siempre que me duele la cabeza, es justamente en el lugar donde me dio el árbol.

—¡Y cómo cantaba papá cuando nos ayudó a subirlo! —recordó Neeley.

Aquel día la memoria de su padre había acudido a su mente varias veces. Francie había sentido un destello de ternura en lugar del dolor punzante de antes. «¿Le estaré olvidando? —pensó—. Con el paso del tiempo, ¿me costará más recordarle? Debe de ser como dice la abuela: "¡Con el tiempo todo pasa!". El primer año era penoso porque podíamos decir que en las últimas elecciones había votado; el día de Acción de Gracias había comido con nosotros. Pero el año que viene ya habrán pasado dos… Y a medida que transcurre el tiempo será cada vez más difícil recordar y llevar la cuenta».

—Mira —Neeley la cogió del brazo y señaló un arbolillo de unos sesenta centímetros de altura plantado en un cubo.

—Está creciendo —exclamó Francie.

—¿Qué te crees? Todos tienen que crecer al principio.

—Ya lo sé, pero como siempre los veo cortados, me da la impresión de que nacen así. ¿Lo compramos, Neeley?

—Es muy pequeño.

—Sí, pero tiene raíces.

Cuando lo llevaron a casa, Katie lo examinó y frunció el entrecejo, porque estaba pensando algo.

—Sí, después de Navidad lo pondremos en la escalera de incendios para que le dé el sol y el aire, y una vez al mes le pondremos estiércol de caballo.

—No, mamá —protestó Francie—. No nos vengas con eso del estiércol.

Cuando eran pequeños, juntar estiércol les había parecido siempre la tarea más desagradable. La abuela tenía una hilera de geranios rojos en el alféizar de la ventana, que crecían fuertes y de color vivo porque una vez al mes, ya fuera Francie o Neeley, salían a la calle con una caja de cigarros que luego llevaban llena de estiércol. Al hacer la entrega, la abuela les pagaba dos centavos. Francie siempre se había avergonzado de aquella tarea.

En una ocasión que protestó, su abuelo le había contestado:

—¡Ah! La sangre se pudre en esta tercera generación. Allá en Austria mis buenos hermanos cargaban carros enteros de estiércol y eran hombres fuertes y honorables.

Francie pensó: «Indudablemente tenían que serlo para poder trabajar con semejante porquería».

Katie estaba diciendo:

—Ahora que tenemos un árbol debemos cuidarlo para que crezca. Si os da vergüenza, aprovechad la oscuridad de la noche para recoger el estiércol.

—Pero si hoy en día casi no quedan caballos, todo el mundo se desplaza en automóvil. Es difícil de encontrar… —rebatió Neeley.

—Id a alguna calle empedrada, donde no circulan automóviles, y si no hay estiércol esperad a que pase un caballo y lo seguís hasta que haya.

—La gran flauta —protestó Neeley—. Me arrepiento de haber comprado el árbol.

—Pero ¿qué nos sucede? Ahora ya no es como antes —dijo Francie—. Tenemos dinero. Podríamos darle un níquel a algún chiquillo para que lo recoja.

—¡Ah! —suspiró Neeley, aliviado.

—Yo creía que os gustaría cuidar el árbol con vuestras propias manos —dijo su madre.

—La diferencia entre el pobre y el rico —contestó Francie— consiste en que el pobre tiene que hacerlo todo con sus propias manos, y el rico puede alquilar manos para ahorrarse las tareas desagradables. Nosotros ya no somos pobres. Estamos en condiciones de pagar para que nos hagan las cosas.

—En ese caso prefiero seguir siendo pobre, porque me gusta valerme de mis manos —afirmó Katie.

Cada vez que su madre y su hermana discutían, Neeley se aburría. De modo que, para cambiar de tema, exclamó:

—Apuesto a que Laurie es tan alta como el árbol.

Sacaron a la criatura de su cuco para medirla con el árbol.


Exzactamente
la misma altura —dijo Francie imitando a Seigler.

—¿Cuál de los dos crecerá más rápido? —comentó Neeley.

—Neeley, nunca hemos tenido un perrito ni un gatito. El árbol podría ser nuestra mascota.

—¿Dónde has visto que alguien tenga un árbol como mascota?

—¿Por qué no? ¿Acaso no vive y respira? Le daremos un nombre. ¡Annie! El árbol Annie y la pequeña Laurie completarán el título de la canción de papá.

—¿Sabes una cosa? —preguntó Neeley.

—No. ¿Qué?

—Que estás loca. Ni más ni menos.

—Lo sé. ¿Y no es maravilloso? Hoy no me siento como la señorita Nolan de diecisiete años, lectora en The Model Press Clipping Bureau. Me siento como en los viejos tiempos, cuando tenía que entregarte el dinero que nos pagaba el trapero. En realidad, me siento como una chiquilla.

—Y eso es lo que eres: una chiquilla que acaba de cumplir los quince años —fue el comentario de Katie.

—¡Ah, ah! No pensarás lo mismo cuando veas el regalo que me ha hecho Neeley para Navidad.

—Dirás el regalo que me has hecho comprar —corrigió Neeley.

—Muéstrale a mamá lo que me has hecho comprar para ti, listillo. Vamos: muéstraselo.

Cuando se lo mostró, su madre preguntó en el mismo tono de sorpresa de Francie:

—¿Polainas?

—Sí, para abrigarme los tobillos —explicó Neeley.

Francie le enseñó su conjunto, que le arrancó el característico: «¡Oh, qué cosa!» de sorpresa.

—¿Crees que las malas mujeres llevan conjuntos así? —preguntó.

—Si los llevan estoy segura de que tienen todas pulmonía. Ahora, veamos, ¿qué hacemos para la cena?

—Entonces, ¿no te opones?

Francie estaba decepcionada porque su madre no le montaba un número.

—No. Todas las mujeres pasan por la época de las bragas de encaje negro. A ti te llega temprano y se te pasará más pronto. Creo que podremos calentar la sopa y comer la carne del puchero, con patatas…

«Mamá cree que lo sabe todo», pensó Francie con resentimiento.

XLVI

—Dentro de diez minutos entraremos en el año mil novecientos diecisiete —anunció Francie. Estaba sentada junto a su hermano, sin zapatos, con los pies metidos en el horno de la cocina. Katie, que les había encargado que la despertaran cinco minutos antes de medianoche, estaba descansando.

—Tengo el presentimiento de que mil novecientos diecisiete —añadió Francie— será más importante que cualquiera de los otros años que hemos vivido.

—Todos los años aseguras lo mismo. Primero, mil novecientos quince tenía que ser el más importante, luego el siguiente, y ahora mil novecientos diecisiete.

—Será importante. Sobre todo porque en mil novecientos diecisiete tendré dieciséis años de verdad, no sólo en la oficina. Y otras cosas importantes ya han comenzado. El dueño de la casa está instalando los hilos. Tendremos luz eléctrica, en vez de gas.

—Eso me gusta.

—Después sacarán las estufas y las reemplazarán por calefacción de vapor.

—¡Ah! Voy a extrañar esta vieja estufa. ¿Recuerdas los viejos tiempos —de ello hacía apenas dos años—, cuando yo me sentaba encima de la estufa?

—Y yo temía que te quemaras.

—Me dan ganas de volver a hacerlo.

—Nadie te lo impide.

Neeley se sentó en la zona más distante del fuego, estaba tibia, pero no caliente.

—¿Recuerdas —continuó Francie— cuando hacíamos los ejercicios de la escuela con tizas en esta piedra de la chimenea, y la vez que papá nos trajo un borrador de verdad, de modo que la piedra era como una pizarra de escuela, excepto que estaba en el suelo?

—Sí. Eso fue hace mucho tiempo. Pero, oye, no puedes decir que mil novecientos diecisiete será más importante porque nosotros tengamos electricidad y calefacción de vapor. En otros pisos existen desde hace años. Eso no tiene importancia.

—Lo importante de este año es que entraremos en la guerra.

—¿Cuándo sucederá eso?

—Pronto, la semana próxima… el mes que viene…

—¿Cómo lo sabes?

—Leo los periódicos todos los días, hermano… Doscientos periódicos.

—¡Zas! Espero que dure hasta que yo tenga edad de alistarme en la Marina.

—¿Quién habla de alistarse en la Marina?

Se sobresaltaron. Era su madre, de pie en la puerta del dormitorio.

—Sólo estamos conversando —explicó Francie.

—Se os ha olvidado despertarme —dijo su madre, reprendiéndolos—; me parece haber oído un silbido. Ya es Año Nuevo.

Francie abrió la ventana. Era una noche helada y sin viento. Quietud completa. A través de los patios, las fachadas traseras de las casas aparecían oscuras y melancólicas. Asomados a la ventana oyeron el jubiloso tañido de la campana de una iglesia. Enseguida el sonido de otras campanas se añadió al primer tañido. Se oyeron silbidos. El estrépito de una sirena. Empezaron a abrirse ventanas hasta aquel momento a oscuras. Los cornetines de hojalata añadieron sus toques a la barahúnda general. Alguien disparó un cartucho sin bala. Griteríos y pitidos.

¡1917!

Los sonidos se desvanecieron y el aire se quedó silencioso y expectante. Alguien empezó a cantar: «Auld Lang Syne».

¿Es posible que olvidemos nuestras viejas amistades

sin siquiera dedicarles un recuerdo?

Los Nolan se unieron al canto. Uno por uno los vecinos fueron juntando sus voces y al poco rato cantaban todos. De pronto sucedió un hecho inquietante: un grupo de alemanes cantaban en ronda y las palabras en alemán se mezclaban con las de los vecinos:

Ja, das ist ein Gartenhaus,

Gartenhaus,

Gartenhaus,

ach, du schönes,

ach, du schönes,

ach, du schönes Gartenhaus.

Hubo quien gritó:

—¡Cállense, alemanes piojosos!

Los alemanes empezaron a cantar con más energía, ahogando «Auld Lang Syne».

Para vengarse, los irlandeses parodiaron la canción desde sus patios oscuros.

Sí, es un canto de porquería,

de porquería,

de porquería,

¡oh, cochinos!,

¡oh, cochinos!,

¡oh, cochinos de porquería!

Se oyó el estrépito de las ventanas que se cerraban al retirarse los judíos y los italianos para dejar que los alemanes siguieran su polémica con los irlandeses. Los alemanes cantaban con más furor, se unieron otras voces que terminaron por acallar la parodia como lo habían hecho con «Auld Lang Syne». Los alemanes ganaron, terminaron su ronda celebrando ruidosamente su triunfo.

Francie se estremeció.

—No me gustan los alemanes. Son tan… tercos cuando quieren algo, y siempre tienen que salirse con la suya.

De nuevo reinó el silencio en la noche. Francie juntó en un abrazo a su madre y a su hermano.

—¡Ahora los tres juntos! —dijo.

Los tres se asomaron a la ventana y gritaron:

—¡Feliz Año Nuevo para todos!

Se hizo un silencio, luego se oyó una voz que, con acento irlandés, salía de la oscuridad:

—¡Feliz Año Nuevo, a vosotros, Nolan!

—¿Quién podrá ser? —dijo Katie, intrigada.

—¡Feliz Año Nuevo, irlandés cochino! —gritó Neeley en contestación.

Katie le tapó la boca con la mano y lo arrastró hacia dentro, Francie cerró la ventana. Los tres reían locamente.

—¡Mira lo que has hecho! —dijo Francie riendo hasta llorar.

—Sabe quiénes somos y vendrá aquí a pe… pe… pelear. —Katie reía tanto que tuvo que apoyarse en la mesa—. ¿Quién… quién… era?

—El viejo O'Brien. La semana pasada me insultó y me echó de su patio. Es un irlandés cochino.

—¡Calla! —dijo su madre—. ¿No sabes que lo que haces cuando empieza el año lo seguirás haciendo todo el año?

—Y no querrás pasarte el año diciendo: «Irlandés cochino», como un disco rayado, ¿verdad? —preguntó Francie—. Además, tú también eres irlandés.

—Y tú —dijo Neeley.

—Todos somos irlandeses, excepto mamá.

—Yo lo soy por matrimonio.

—Bueno, ¿los irlandeses brindamos o no brindamos por el Año Nuevo? —preguntó Francie.

—Por supuesto. Os voy a preparar una bebida.

McGarrity había mandado a los Nolan una botella de coñac como obsequio de Navidad. Katie sirvió un poco en cada copa, agregó huevo batido y leche, lo revolvió con una cucharada de azúcar. Rayó nuez moscada y la espolvoreó por encima.

Lo hacía con mano firme, aunque consideraba que el momento era decisivo. Se preguntaba constantemente si sus hijos habían heredado el ansia de beber de los Nolan. Había reflexionado sobre qué actitud debía adoptar con respecto a la bebida en casa. Se le ocurría que si ella pregonaba en su contra, los chicos, imprevisibles e individualistas como eran, podrían llegar a considerarla prohibida, y por eso, apetecible. Si, por el contrario, le restaba importancia, quizá considerarían la embriaguez la cosa más natural. Decidió no restarle ni atribuirle importancia, como si tomar una copa con moderación fuese una forma de darse un gusto en las celebraciones. Bueno, el Año Nuevo era una de esas ocasiones. Entregó a cada uno su copa. De sus respectivas reacciones dependían muchas cosas.

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