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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (42 page)

BOOK: Un ángel impuro
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—¿Qué lugar es ése?

—En la actualidad se conoce como Tasmania, pero cuando mi padre vivía allí, era una temida colonia de trabajos forzados adonde los ingleses enviaban a sus peores criminales para que muriesen o, simplemente, para que desaparecieran de las calles allá en su patria. Mi padre había robado un par de zapatos en la ciudad de Bristol. Y por ese motivo lo condenaron a quince años de destierro. Una vez cumplida la condena, decidió quedarse. Se hizo cabrero y, además, aprendió el arte de construir órganos. Ahora ya está muerto, pero pienso ir allí para vivir cerca de él.

—¿Cómo llegó usted aquí?

—El camino hasta Australia es largo.

«Lo es», pensó Hanna. «El camino hasta Australia es bien largo. Yo, por ejemplo, no llegué nunca. También me quedé aquí».

—Durante la travesía pueden verse icebergs —dijo.

—Lo sé —convino ffendon—. Muchos de los buques que llevaban a los criminales a Australia y a la Tierra de Van Diemen no llegaron nunca a su destino. Algunos se hundieron, con total seguridad, al chocar contra un iceberg.

En ese punto murió la conversación, tan rápido como había surgido. De improviso, ffendon se levantó del banco, se inclinó brevemente y extendió la mano.

—Necesito ayuda para el viaje —dijo—. Me avergüenzo de ello, pero pido de todos modos.

Hanna subió a su habitación, cogió cincuenta libras esterlinas y volvió al jardín.

—Tiene usted aspecto de no preocuparse por nada —explicó ffendon—. Y eso sólo lo hacen quienes creen en Dios o quienes tienen dinero en abundancia. Usted no me ha parecido creyente, así que sólo me quedaba una opción.

—Suerte con el viaje —le dijo al tiempo que le entregaba el dinero.

Lo vio alejarse. No sabía si ffendon pensaba viajar a Tasmania o si iba a gastarse el dinero en el juego, pero tampoco le importaba.

Hanna asistió a la ceremonia de la boda, vio a la joven y hermosa pareja y recordó la sencillez con que ella y Lundmark contrajeron matrimonio en Argel. Durante la cena, en cambio, su puesto en la mesa quedó vacío, pues había subido a la suite para reflexionar sobre adónde debía dirigirse. ¿Cuál era su Tasmania? ¿Qué opciones tenía? ¿Acaso tenía elección siquiera? ¿O podría quedarse allí, en el Africa Hotel, hasta que se le acabara el dinero?

Aquella noche, a hora muy avanzada, decidió dirigirse a Phalaborwa, el lugar del que la misionera Agnes le había hablado cuando se conocieron a bordo del
Lovisa
, al día siguiente de arribar a África. Allí sí que podría ir y comprender mejor, quizá, qué debía hacer con su vida. En la misión podría deshacerse de las últimas reliquias de aquello en lo que se había convertido durante su estancia en África.

Durmió unas horas antes de levantarse al alba. Aún duraba la fiesta de la boda. Se acercó a la ventana y se llevó un sobresalto. Bajo un árbol del parque se encontraba Moses. Estaba mirando hacia su ventana. Lo llamó a gritos, segura como se sentía de estar en lo cierto. Fuera de sí de felicidad, se vistió y bajó a toda prisa al jardín. Moses ya no estaba junto al árbol, pero Hanna sabía cómo pensaba. No era apropiado que un hombre negro se viese con una blanca en el jardín del hotel, por esa razón se había retirado. Hanna miró a su alrededor y descubrió una zona de arbustos espesos que se extendía junto al muro de piedra que rodeaba el hotel.

Allí estaba Moses, esperándola. No llevaba el mono de siempre, sino un traje negro deslucido. Aun así, a Hanna le sorprendía que no le hubiesen negado la entrada. Los negros que trabajaban en el hotel o en el jardín circundante, que era como un parque, llevaban uniforme.

—He saltado el muro —explicó—. No me habrían dejado entrar. En las minas se aprende a trepar y a salvar montañas de piedras desmoronadas. No existe ningún muro que un minero no pueda salvar trepando.

Hanna apenas oía lo que le decía. Se le acercó y él la rodeó con sus brazos.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó.

—En otro barco.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—Estarás al corriente de que no he logrado encontrar a tus padres, ¿verdad?

—Lo sé.

Hanna lo miró a los ojos.

—¿Por qué has venido?

Moses dio un paso atrás y sacó una bolsita del bolsillo. Hanna la reconoció enseguida. En una ocasión, ella misma le entregó a Isabel un saquito igual.

—Quería darte esto.

—¿Lo mismo que a Isabel?

—Sí.

—¿Acaso no viste en aquella ocasión que no surtió ningún efecto en ella, puesto que la rodeaban demasiados hombres blancos que le arrebataban toda la fuerza? ¿Por qué me lo das?

—Porque tú no eres como los demás. Sé que te llaman
Ana Branca
, pero es un error. Para mí tú eres
Ana Negra
.

«Ana la Negra», pensó Hanna. «¿Será ése mi verdadero nombre?».

—Tu última misión en la vida como la mujer blanca que eras al nacer consiste en dar con el paradero de mis padres —dijo Moses—. Después, serás uno de nosotros, Ana Negra.

—¿Y qué ocurrirá si me nacen alas?

—Que llegarás a donde yo esté.

Sin añadir una palabra más le entregó la bolsita, trepó por el muro y desapareció al otro lado. Lo hizo con tal rapidez que Hanna no acertó a reaccionar.

Siguió buscando, pero no halló ni rastro de los padres. Nadie parecía conocer sus nombres. Todas las noches regresaba al hotel y miraba la bolsa de piel que tenía sobre la mesa. Todas las mañanas se acercaba a la ventana, pero Moses no volvió.

Finalmente se dio por vencida. Aquel gentío de personas negras había engullido a los padres de Moses e Isabel. Jamás lograría dar con ellos. Lo que más deseaba, volver a ver a Moses abajo en el jardín y perderse con él saltando el alto muro, jamás se haría realidad.

Empezó a preparar las maletas aquella misma noche. La bolsita de piel seguía allí, intacta. No había cambiado de idea, partiría rumbo a la misión.

Al final sólo le quedaba el diario. También de aquel bloc sujeto con una cinta roja que había ido llenando de anotaciones quería deshacerse ahora. Pensó en quemarlo, pero se arrepintió sin saber por qué.

Descubrió por casualidad que el suelo de parquet de su habitación presentaba algunas juntas sin sellar, pese a lo reciente de la construcción del hotel. Hurgó con el dedo en una de las juntas y parte del parquet se soltó. Se arrodilló y escondió allí el diario, tan al fondo como pudo, y volvió a colocar el listón suelto.

Después llamó a uno de los conserjes negros del hotel, que se encargó de que las juntas quedaran bien selladas.

Otro día y otra noche permaneció en el Africa Hotel. Los invitados de la boda ya se habían marchado. Los yates blancos habían partido del fondeadero. El hotel parecía desierto de repente.

La última noche se quedó un rato sentada junto a la ventana abierta, cuya cortina se mecía lentamente al amor de la brisa marina. Vació en la palma de la mano el contenido de la bolsa de piel y se lo tragó con un vaso de agua.

Nadie la vio marcharse. Y nadie sabría decir después si había alquilado un coche de tiro o si abandonó la ciudad en barco o a lomos de un caballo.

A la mañana siguiente, cuando el servicio entró en la suite, encontraron el dinero de su estancia metido en un sobre, sobre la mesa.

Las maletas no estaban.

Nadie volvió a verla nunca más.

Nota del autor

En el fondo, todo cuanto escribo se basa en una verdad. Puede tratarse de una verdad grande o pequeña, clara como el cristal o extremadamente fragmentaria, pero siempre existe una semilla enraizada en algún suceso real que da origen a la ficción de cada uno de mis libros.

Como aquí y ahora: fue Tor Sallstrom, escritor y amigo de la causa africana, quien en una conversación, casi de pasada, me habló de los extraños documentos que había encontrado en el antiguo archivo colonial de Maputo, la capital de Mozambique. En dichos documentos, Sallstrom leyó acerca de una mujer sueca que, a finales del siglo XIX y quizá principios del XX, fue propietaria de uno de los principales prostíbulos de la ciudad, llamada a la sazón Lourenço Marques. Su nombre figuraba en aquellos archivos por haber sido uno de los principales contribuyentes a la hacienda pública.

Al cabo de unos años deja de documentarse su existencia. Aparece de la nada y desaparece del mismo modo imperceptible en que se presentó.

¿Quién era? ¿De dónde llegó? Seguí indagando, pero, ciertamente, su origen era desconocido y no había dejado rastro alguno tras su desaparición. Cualesquiera conclusiones serían siempre conjeturas, más o menos verosímiles.

Sin embargo, tenemos certeza de la llegada de barcos suecos que atracaban en el puerto de Lourenço Marques. En la mayoría de los casos, cargados de madera para llevar a Australia. Y claro que llevarían a alguna que otra mujer a bordo entre la tripulación, sobre todo cocineras.

Todo lo demás son y serán especulaciones. Salvo los indicios burocráticos hallados en un viejo registro. El funcionario colonial anotaba las verdades relacionadas con la fiscalidad de los ingresos. Todos los años había que convencer al Gobierno de Lisboa de que la colonia era, verdaderamente, un negocio rentable.

De modo que aquella mujer estuvo allí en realidad, puesto que los archivos no mienten. Pagaba en impuestos unas cantidades impresionantes.

Mi relato se basa, pues, en lo poco que sabemos acerca de lo mucho que ignoramos.

Henning Mankell. Gotemburgo, junio de 2011

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