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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (39 page)

BOOK: Un ángel impuro
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El chófer que la esperaba en el coche salió a ayudarle, pero ella meneó la cabeza, quería llevar a
Carlos
sola.

Durante el camino de regreso a la ciudad le pidió al chófer que se detuviera junto al puente del río. Salió del coche y miró por la barandilla. A unos metros de allí había varias mujeres lavando ropa. Se habían remangado la tela que llevaban anudada a la cintura hasta medio muslo. Conversaban mientras hacían su trabajo y Ana las oyó reír al tiempo que restregaban y palmeaban los montones de ropa. Sintió un deseo irrefrenable de bajar con ellas, remangarse el vestido y ponerse a lavar también. En aquellas mujeres entreveía un atisbo de Elin y quizás incluso de sí misma.

Al cabo de un rato se alejó del puente. Ya tenía decidido el lugar donde enterraría a
Carlos
.

Una vez en casa, fue incapaz de llorar por el mono muerto, pero sintió una añoranza extrema de Lundmark, de tenerlo a su lado, para hacer más llevadero el dolor por la muerte de
Carlos
. Lundmark no tendría mucho que decirle, pues era hombre de pocas palabras, pero habría podido consolarla y le habría hecho ver que no estaba sola. Pensó que en aquel continente desconcertante y lleno de paradojas al final sólo había podido confiar en un mono.

Metió el saco en el que llevaba a
Carlos
en la nevera. Le prohibió a Julietta y al resto del servicio que se acercaran siquiera. Los sabía presa de una curiosidad enorme, de modo que los mandó a buscar una gran piedra del jardín, la colocó sobre la tapa de la nevera y les explicó que también los blancos tenían su magia y que la suya residía ahora en la piedra. Aquel que la tocara vería cómo los dedos se le transformaban en delgados alfileres de granito, y nada, ni la medicina blanca ni la negra, podría devolverlos a la normalidad. Vio que la creían y no pudo evitar cierta amarga alegría en medio de tanto dolor y miseria. Sobre todo al ver que Julietta palidecía y se apartaba enseguida.

Una noche más durmió gracias a una fuerte dosis de somnífero. Muy temprano, al alba, ya estaba despierta y en pie. Dado que había avisado al chófer de que partirían temprano, el hombre había dormido encogido en el coche. Le ayudó a coger el saco de la nevera y cargaron una carretilla y una pala, que Ana había sacado del cobertizo de los aperos la noche anterior.

En el silencio matutino llevaron el saco al burdel, pasaron silenciosamente ante los guardas dormidos y por la sala de los sofás, donde no había más que unos hombres que roncaban a pierna suelta.

El chófer dejó el saco donde ella le indicó junto al árbol de jacarandá. Luego regresó al coche.

Allí, junto a aquel árbol, enterraría a
Carlos
, que descansaría así bajo un firmamento de flores azules.

Sencillamente, no había lugar más digno para él.

75

Ana levantó la azada. El solo gesto la transformó de nuevo en Hanna Renström. Así levantaba la azada cuando, junto con Elin, preparaba la tierra para la siembra de la patata en primavera, y para recogerla antes de que las primeras heladas del otoño llegaran sin avisar presagiando el largo invierno.

La corteza de la tierra estaba dura, pero debajo era más blanda, más fácil de socavar. Dejó la azada por la pala y empezó a cavar. En realidad tenía prisa, pero no era capaz de apresurarse en aquel trabajo.

Cavar una tumba debía llevar el tiempo que hiciera falta. No se cavaba sólo en la tierra. También en su corazón se abría un agujero.

En una ocasión, de niña, enterró a un colimbo muerto que había llegado flotando a la orilla del río. Aquélla era la única tumba que había cavado en su vida. Ahora daría sepultura a un mono y lo dejaría allí y se alejaría de aquel árbol para no volver jamás.

Se subió las mangas de la blusa y se la desabotonó un poco, pues ya apretaba el calor. Un pequeño limonero que había mandado plantar el
senhor
Vaz inundaba el jardín con su aroma.

La pala chocó contra algo que, en un primer momento, tomó por una piedra, pero al inclinarse a recogerlo se dio cuenta de· que era un hueso. «Un hueso de pollo», se dijo. «Alguien se ha sentado aquí a comer pollo y lo ha dejado caer sin más». Continuó cavando. Y con la tierra iban saliendo otros huesos.

La pala tropezó entonces con otro objeto más grande que tintineó con un extraño sonido hueco. Al sacarlo vio que se trataba de un cráneo. Un cráneo muy pequeño. Se quedó allí de pie, cavilando, y pensó que sería el cráneo de un mono.

Luego cayó en la cuenta de que eran los restos de un cráneo humano. El cráneo de un niño. Tan pequeño que habría podido pertenecer a un niño recién nacido o a un feto.

La invadió un terrible malestar, pero siguió cavando. Empezaron a salir huesos y restos de cráneos por todas partes. No había un solo hueso de pollo, eso estaba claro, sólo fragmentos de esqueletos humanos. Le dieron arcadas, pero no dejó de cavar. Quería enterrar a
Carlos
aquella mañana y quería terminar antes de que se despertaran todos en el burdel.

Continuó cavando y cavando hasta que comprendió que estaba descubriendo una fosa común, una fosa de niños, de fetos enterrados bajo aquel árbol, escondidos, olvidados.

Se hallaba ante un cementerio infantil. El resultado de embarazos no deseados de miles de encuentros nocturnos celebrados en el burdel. Los huesos eran blancos o grises, pero la mezcla de todos los fetos y recién nacidos estrangulados o muertos por otro procedimiento era blanca y negra.

Finalmente, dejó la pala y se sentó en el banco. Estaba destrozada. Cientos de huesos de niños muertos cubrían el suelo. Era como si, aquella mañana, hubiese desvelado la clase de mundo en el que había vivido. Las náuseas empezaron a transformarse en una sensación de espanto, de terror incluso.

Felicia había salido al jardín sin que ella se diera cuenta. Llevaba una de sus muchas batas de seda y contemplaba los huesos y la tierra removida con rostro inexpresivo.

—¿Qué haces cavando aquí? —preguntó.

En lugar de responder, Ana recogió el saco, lo abrió y le enseñó el cadáver rígido y encogido de
Carlos
.

—¿Sabías que esto era una fosa? —preguntó Felicia asombrada.

—No. No sabía nada. Simplemente pensé que quería darle a
Carlos
una hermosa sepultura bajo el jacarandá.

—¿Por qué lo has matado?

Ana no se sorprendió ante la pregunta de Felicia. Si algo había aprendido durante su estancia en aquella ciudad era que aquella gente podía esperarse cualquier cosa de los blancos, incluso lo más inexplicable o lo más cruel.

—No lo he matado yo.

Ana le contó lo sucedido en la granja de Pedro Pimenta. Y se dio cuenta de que Felicia la creyó en cuanto mencionó a Ana Dolores.

—Es una mujer peligrosa —sostuvo Felicia—. Está rodeada de malos espíritus capaces de matar. Jamás he comprendido cómo ha podido trabajar toda su vida de enfermera.

Ana reparó en que Felicia no parecía afectarla por el campo de huesos que tenían a sus pies y se sintió aún más incómoda.

—Entiérralo aquí —dijo Felicia—. Aquí estará bien.

Felicia se dio media vuelta dispuesta a marcharse, pero Ana extendió el brazo y la retuvo.

—Hay una pregunta que quiero que me respondas —le dijo—. Todos estos fetos o recién nacidos muertos son consecuencia de la actividad del burdel, eso ya me lo imagino, pero lo que quiero saber es otra cosa. Y quiero que me respondas con sinceridad.

—Yo siempre soy sincera —respondió Felicia.

Ana meneó la cabeza.

—No —dijo—. No siempre. Yo tampoco, por lo demás. No he conocido a una sola persona en esta ciudad que diga la verdad. Pero ahora quiero que seas sincera. ¿Está mi hijo muerto enterrado también en esta fosa?

—Sí. Lo enterró Laurinda. Hizo un hoyo y vació el cubo.

Ana asintió en silencio. Precisamente en aquel instante lo abarcó y lo comprendió todo sobre el tiempo que llevaba viviendo en la ciudad, desde que bajó por la pasarela hasta ahora, que se veía allí sentada entre todos aquellos esqueletos.

Se levantó.

—Pues eso era todo —dijo—. Ahora ya puedo dejar descansar al mono y volver a cubrirlo todo de tierra. Entiendo que esto es un cementerio. Que en medio del prostíbulo hay un enterramiento secreto.

—Que también cuenta una verdad —puntualizó Felicia.

—Sí —admitió Ana—. El cementerio también cuenta una verdad. Una verdad que preferimos no oír.

Felicia se alejó, pero Ana sintió de repente que no podía enterrar a
Carlos
donde había pensado. No podía dejado allí con todos aquellos pobres fetos y niños muertos. Volvió a meterlo en el saco y rellenó los hoyos para que no se vieran los huesos.

Fue a buscar al chófer, que volvió a guardar el saco en el coche sin hacer preguntas. «Es un hombre mayor, a estas alturas lo ha visto y lo ha oído todo», se dijo. «¿Existe alguna diferencia entre las locuras a las que se dedican los blancos y el hecho de que yo ande de aquí para allá con un mono muerto metido en un saco?».

Le pidió que la llevara a la parte del puerto donde atracaban los pesqueros. Allí estaban también las altas estructuras de madera donde los pescadores colgaban las redes y los cestos que usaban para sacar la pesca y llevarla al mercado.

Ana salió del coche. La mayoría de los pesqueros se encontraban ya en alta mar y regresarían más tarde cargados. Pero en uno de los muelles quedaban aún varios barcos, con las velas zumbando en los mástiles. Le pidió al chófer que la acompañara.

—Necesito alquilar un barco —le dijo—. Quiero llevar al mono a alta mar y sepultarlo allí.

—Preguntaré —dijo el chófer.

—Naturalmente, pagaré a quien me deje el barco.

Dos de los pescadores negaron con la cabeza cuando el chófer les preguntó, pero un tercero, uno de más edad, como el chófer, se mostró de acuerdo. Cuando Ana se dio cuenta de que había un hombre dispuesto a llevarla en su barco, bajó al muelle.

—Le he garantizado que la
senhora
no está loca —explicó el chófer—. Dice que está dispuesto a hacerse a la mar si salen ahora mismo.

—Dile que le pagaré bien —aseguró Ana—. Además, necesito lastre que poner en el saco para que se hunda del todo.

El chófer tradujo, obtuvo una respuesta y asintió.

—Tiene un ancla vieja que puede usar como lastre. Pero, naturalmente, también quiere cobrar por ello. Además, espera que la
senhora
no tema mancharse el vestido. Y, para acabar, tiene una pregunta.

—¿Qué quiere saber?

—¿Sabe nadar la
senhora
?

Ana pensó en su padre y en su terca manía de no permitirle que aprendiera a nadar en el río. ¿Qué hacer? ¿Mentir o decir la verdad? Sintió que no podría soportar otra mentira.

—No —confesó—. No sé nadar.

—Eso está bien —aseguró el chófer—. No le gusta llevar en el barco a gente que sabe nadar. Dice que no muestran por el mar el respeto suficiente.

Fueron a buscar el saco con el cadáver de
Carlos
. Ana lo notaba cada vez más pesado.

—He olvidado tu nombre —le dijo al chófer—. Me avergüenzo de ello.

—¿Por qué habría uno de avergonzarse de lo que olvida? ¿Tendríamos que sentir vergüenza también de lo que recordamos? Me llamo Vanji.

—Quiero que esperes hasta que vuelva. Luego sólo necesitaré tus servicios unos días más.

Vanji se entristeció enseguida al comprender que pronto dejarían de estar juntos, pero Ana no tenía fuerzas para consolarlo.

—¿Cómo se llama el hombre del barco?

—Columbus —dijo el chófer—. Nunca sale a pescar los martes. Está convencido de que no pescaría nada. La
senhora
tiene suerte de que hoy sea martes. Nadie salvo Columbus saldría con un mono muerto y, por si fuera poco, con una mujer blanca a bordo.

76

Ana se acomodó junto al mástil de la pequeña embarcación. Tenía a sus pies el saco con la vieja ancla oxidada. El barco exhalaba un fuerte olor a años de pesca. Columbus desplegó la vela con sus brazos nervudos y se sentó al timón. Cuando salieron de la bocana, el viento prendió en la vela. Ana señaló a alta mar, a la amplia extensión entre tierra firme y la isla de Inhaca, invisible desde donde se encontraban.

—Tan lejos que apenas veamos tierra —intentó explicarle, sin saber si el viejo pescador hablaba portugués.

El hombre le respondió con una sonrisa que tranquilizó a Ana por completo. El fantasmagórico descubrimiento del cementerio infantil la había tenido sumida en un estado de angustia que ya empezaba a mitigarse poco a poco. Sacó una mano por la borda y la dejó acariciar el agua, que sintió cálida y refrescante al mismo tiempo. Una bandada de aves marinas describía sobre su cabeza amplios círculos. Eran como chispas de sol que iban y venían, chispas blancas que terminaron por formar un halo sobre la embarcación, pintada de azul, rojo y verde. Columbus se había encendido una vieja pipa y mantenía la vista clavada en el horizonte. Ana colocó los brazos de
Carlos
de modo que pareciera que estaba abrazando el hierro oxidado del ancla y amarró luego la abertura del saco tal y como lo recordaba del entierro de Lundmark. «Quizá se encuentren sus cuerpos», pensó. ¿Existiría en el fondo del mar un cementerio donde, al final, se reunían todos? Era un pensamiento pueril, lo sabía, pero en aquellos momentos a nadie le importaba lo que ella pensara, y mucho menos a Columbus, con su pipa en la boca.

Un banco de delfines juguetones se unió al bote. No tendría que enterrar a
Carlos
en soledad, pensó Ana. Los delfines saltaban, nadaban muy cerca del barco para desaparecer después en las profundidades. Sintió un deseo irrefrenable de hablarle a Berta de aquellos delfines y del extraordinario cortejo fúnebre. En cuanto hubiese encontrado a los padres de Isabel, tendría claro por fin qué rumbo seguir: «Quiero poder referirle a Berta la historia del mono muerto, de los delfines nadando y de mí misma, en el instante en que me acerqué a mi segundo gran viaje en la vida».

Continuaron hacia el horizonte. La ciudad se perdía en la neblina. Ana pensó que ya habían alcanzado el punto que ella buscaba.

—Recoge la vela —le dijo al pescador—. Aquí está bien.

Columbus se guardó la pipa en los harapos de la camisa, replegó la vela y la amarró al mástil. El bote se quedó inmóvil, balanceándose al amor de las olas. En la distancia, los delfines describían círculos a su alrededor. Las aves marinas chillaban sobre sus cabezas como instrumentos desafinados. Columbus le ayudó a levantar el saco y ambos lo dejaron caer en las aguas con un leve chasquido. Ana vio cómo se hundía. Uno de los delfines se acercó y lo rozó antes de alejarse de nuevo, tras haberse despedido.

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