Última Roma (51 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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—Esto ya me va interesando más. ¿De qué sumas estamos hablando?

—Tendremos que negociarlo con calma. Todo estará en función de la cantidad de guerreros que puedas movilizar. Como tú bien has dicho, Calagurris o Cesaraugusta no son castros de mala muerte.

El otro aparta la diestra de la contera del hacha para golpearse con el puño el pecho con sonido de tambor hueco.

—Yo soy Cala Bigur, el Cien Lanzas. He luchado con godos, con francos y con aquitanos. No temo a las brujas. Los cabezas y las madres de parentelas se lo pensarían cinco veces antes de faltarme al respeto. Con chasquear los dedos, tendré a todo un ejército de valientes dispuestos a lo que sea.

—Lo sé. Por eso he acudido a hablar contigo y no con otro.

—¿Me darás caballos?

—Todo puede discutirse. —El senador asiente, antes de hacer un ademán—. Caminemos. ¿Te importa? Me encuentro más a gusto si converso estando en movimiento.

Cala Bigur asiente con la cabeza al tiempo que señala con su hacha senda adelante. Caminan un buen trecho en silencio, pisando nieve caída durante las jornadas previas, antes de que Abundancio vuelva a hablar.

—No quisiera que te hicieses una idea equivocada, Cala Bigur. Lo que hemos venido a proponerte no es una simple incursión. Ni siquiera una incursión grande.

—Soy todo oídos.

—Ya sabes que a la provincia de Cantabria ha venido un emisario romano acompañado de soldados de caballería. Veteranos de muchas campañas. Expertos en el arte de la guerra.

Observa cómo esta vez el vascón asiente sin palabras. Prosigue:

—La novedad, el plan que te propongo, es crear una línea de abastecimiento para tus fuerzas. Gracias a ella, tus hombres no tendrán que andar aprovisionándose con lo que consigan sobre la marcha.

—¿Y qué ventaja nos puede dar eso? Es mejor saquear; vivir del terreno. Viaja así uno más ligero y al enemigo le causas mucho más daño.

En vez de responder, el senador gira el rostro hacia Magnesio. Es una forma de darle la palabra y el isauro responde despacio, consciente de que a su vez su acento le resulta difícil de entender al anfitrión.

—Tienes razón en eso. Pero el precio a pagar es que las fuerzas propias se mueven con mayor lentitud. Te ves obligado a destacar grupos de avituallamiento, a demorar a la fuerza principal, a dar rodeos…

El vascón no replica ni cambia de gesto. Pero se tercia el hacha sobre el hombro y algo en su actitud da a entender que está más atento ahora a las palabras del isauro.

—Si tus fuerzas están abastecidas, podrás avanzar más rápido. Y en tu caso eso se traduce además en que podrás bajar desde estas montañas con más hombres de lo que ningún jefe vascón podría soñar usando vuestras tácticas tradicionales.

»Una línea de abastecimiento permitirá además que tu ataque profundice más en territorio enemigo. Como lo hará con más rapidez, pillarás desprevenidas a las fuerzas de defensa. Llegarás así a poblaciones río abajo que no os estarán esperando.

—Sigue.


Senior
Cala Bigur. Te estamos ofreciendo no solo un gran botín. Tendrás al alcance de la mano mayor gloria que ningún otro jefe de guerra de tu pueblo. Supongo que a un hombre instruido como tú no tengo que hablarle de la gran incursión que los tuyos, en unión a los bagaudas de Basilio y los suevos de Requiario, lanzaron contra esas mismas tierras hace más de un siglo.

El caudillo se permite una sonrisa áspera.

—Claro que no. Esa hazaña la recuerdan leyendas y canciones en estas montañas.

—Las leyendas no siempre reflejan la verdad. O se centran en los aspectos marciales y heroicos, en detrimento de puntos que pudieron ser claves. Seguro que esos cantos e historias no hablan de hasta qué extremo el apoyo de colonos y siervos hostiles a sus amos fue fundamental para que los incursores llegasen tan lejos como Ilerda.

»Muchos rústicos se unieron a esas huestes heterogéneas. Les entregaron provisiones, les dieron informaciones valiosas, no pocos se unieron incluso a ellos para luchar contra los ejércitos privados de los
potentes
locales y los federados visigodos.

Hace una pausa, a semejanza del luchador que se toma unos instantes antes de asestar el golpe de gracia.

—Tú, Cala Bigur, podrías repetir esa heroicidad.

El aludido no responde de entrada. Pero cuando vuelve hacia ellos el rostro barbudo, aunque no ha mudado de gesto, advierte Magno Abundancio un brillo inconfundible en sus ojos verdosos. Por ese reflejo sabe que el discurso del isauro ha calado. Que este ha tenido la habilidad de mostrarle el cebo justo al que este hombre no puede resistirse. Algo que, como para muchos otros caudillos, vale diez veces más que el oro.

Vaya con este Magnesio. ¿Cómo ha podido tenerle delante de los ojos durante todas estas semanas sin de verdad verle? ¿Cómo ha podido llegar a pensar que este personaje cenceño, felino, de ojos claros, era una simple espada a sueldo? Se dice el senador que uno nunca acaba de conocer a los hombres. Jactarse de conocer a la gente al primer vistazo, con la primera impresión, es un desacierto, una arrogancia no exenta de peligros.

Cala Bigur inspira por fin con fuerza. Por ese gesto y por las palabras que pronuncia es como si se estuviera forzando a bajar y poner los pies en la tierra.

—¿Qué pasa con los visigodos? Es preciso que contemos no solo con la defensa que harán, sino con su reacción ante un ataque de tal magnitud.

—¿No hay un estado de guerra perpetuo entre los vascones y los godos?

El anfitrión tuerce el gesto. Es obvio que dentro de él pugnan lo pragmático y lo soñador.

—Estado de guerra no es lo mismo que guerra total. Los godos son enemigos encarnizados. No hay que provocarlos a la ligera porque suelen reaccionar con dureza. Mi temor no es a luchar contra ellos, sino a que los cabezas de las parentelas prohíban a los de su sangre tomar parte en una acción de tal calado para evitarse ulteriores represalias.

—¿Es que tienen miedo de los godos?

—Eso vete a preguntárselo a ellos, uno por uno. Yo no soy quién para responder por nadie que no sea yo mismo.

Ríe fanfarrón, al tiempo que traza un semicírculo con el hacha de leñador, para abarcar así la tierra que les rodea.

—Escucha, romano. En estas montañas están las tumbas de unos cuantos nobles godos que fueron tan audaces o tan insensatos de atacarnos en nuestro propio terreno. Aquí dejaron los huesos ellos y no pocos de sus bucelarios.

»Pero los godos no son enemigos a los que convenga desdeñar. Habrá cabezas que preferirán no provocar una posible expedición de castigo. Porque una cosa es la incursión de una banda pequeña y otra muy distinta una verdadera invasión, que es lo que me estáis proponiendo.

Ahora toma el relevo Magno Abundancio.

—¿Podemos salvar esa pequeña dificultad?

—No es pequeña, pero casi todo puede arreglarse. A algunos se les puede convencer y a otros habrá que darles sobornos. Si vosotros proveéis los medios, ya buscaré yo la forma.

»En lo que a mí respecta, podéis contar conmigo hasta el tuétano. Me habéis convencido. Oportunidades como las que me brindáis se presentan muy pocas veces en la vida de un hombre. Pero por eso hay que darle vueltas a la idea. Debemos tener en cuenta que puede surgir esa dificultad que os acabo de comentar. No debemos dejar que algo así estropee un plan tan grandioso.

—Habla con los remisos. Que entiendan que una acción de esa clase les reportará botín y seguridad. Si llevamos a cabo lo planeado, todo un ejército de vascones puede llegar al corazón de la Tarraconense, y es posible que muchos rústicos de la zona se pongan de nuestro lado, como te he dicho. Podemos empujar a los godos y a sus aliados hasta el mar.

—Ya os he explicado lo que puede hacer que se eche atrás más de uno. El miedo a una reacción devastadora puede llevarlos a oponerse a algo así.

—Debes convencerles de lo contrario. Un ataque de esta clase servirá para daros seguridad futura contra los godos. Si causas el daño suficiente, si provocas la rebelión de esa zona, que es una de las más ricas de su reino, frenarás sus planes de expansión por la cuenca alta del Iberus.

»Haz que sopesen la oportunidad que esto supone. El
Saltus Vasconum
no se va a librar de la política expansionista de Leovigildo. Bastantes problemas tenéis ya con la presión a la que os someten los aquitanos y los francos por el norte. Un golpe así os garantizaría cierta tranquilidad durante un tiempo por el sur.

El otro se rasca la barba.

—Ya sabes que los cabezas de mi pueblo no miran más allá de sus mojones y manzanales. Pero…

—Si la acción es contundente, los godos y sus aliados de la Tarraconense tardarán años en recuperarse.

—Es buena idea. Trataré de usar los argumentos que me has dado. Pero yo conozco a los míos y son cortos de miras como ellos solos.

Caminan otro trecho en silencio. El vascón parece estar rumiando algo que Magno Abundancio cree que deben ser las explicaciones que acaban de darle. Hasta que abre la boca de nuevo para dirigirse a Magnesio.

—Entiendo que hablas en nombre del emisario romano, Flavio Basilisco.

—Sí.

—Y Flavio Basilisco habla en nombre del emperador romano.

—En todo, por concesión de Flavio Felicisimo,
magister militum spaniae
.

—Luego el emperador es garante de todo lo que aquí acordemos.

—El imperio más bien. El imperio garantiza, yo te doy fe de ello.

—Ya. Bueno. Deseo algo más. Algo que puede darme el emperador o alguien con la suficiente autoridad en su nombre.

Magnesio pone en él sus ojos claros.

—¿Qué es lo que deseas?

—Deseo ser nombrado
dux
.

Magno Abundancio no mueve un músculo del rostro. El isauro asiente despacio.

—Entiendo. No puedo prometer eso por mi cuenta. No tengo autoridad para ello. Pero mi patrón, el
magister
Flavio Basilisco, sí la tiene. Le expondré tu petición y a la mayor brevedad posible recibirás una contestación sobre este particular.

Los godos en Hispania (vídeo)

Delta del río Iberus

Diluvia. Gotas gruesas golpean contra los cueros tendidos entre los árboles, con tanta fuerza que los hacen resonar como a parches de tambores. Se abolsan y los guardias van pegando aquí y allá con las conteras de las lanzas. El agua cae a chorros por las esquinas. Forma arroyos por entre los pies de los hombres que se cobijan ahí debajo.

Leovigildo,
rex gothorum
, está sentado bajo uno de esos toldos. Le rodean guardias de confianza y están además algunos de los hombres de su Aula Regia. Hay asuntos que despachar, pero el rey solo tiene atención ahora para la lluvia. Escucha cómo resuena sobre los cueros engrasados sobre su cabeza. Mira cómo la superficie del río hierve al impacto de las gotas. Llueve con tal fuerza que incluso los islotes más próximos se han convertido en borrones apenas visibles a través de las cortinas de agua.

Hay tal sensación de humedad que es desagradable. Este chaparrón es para Leovigildo un aviso de que el invierno se acerca a su final. Se irán espaciando los días de gran frío. Se acortarán paso a paso las noches largas.

Termina el tiempo de reflexión. El invierno es para pensar y no para estar inactivo. Que otros malgasten los meses oscuros en banquetes, en cebarse de comida y vino, y en dormir como osos. Para él, esta época sirve para recordar acontecimientos y circunstancias de los meses pasados, así como para planificar acciones futuras.

Considera que el invierno es semejante al tiempo que uno dedica a engrasar y afilar las armas. No es ocio, sino prepararse para cuando llega la hora de entrar en acción.

Reflexionar ha sido el motivo principal que le ha llevado a salir a navegar por el delta con varias barcas abarrotadas de hombres de confianza. Había amanecido muy gris, húmedo, pero nunca imaginó que se desataría una tormenta de tal magnitud. Ahora, al ver cómo llueve sobre el río, se le ocurre que de ser él otro tipo de hombre podría llegar a pensar que esto es una señal de los Cielos. Porque amaneció feo y luego se puso peor. Pero él no es de los que haya dejado nunca que los supuestos presagios pesen en su ánimo.


Gloriossisimus

Ese aviso de Sisberto, uno de sus nobles cercanos, le hace volver a lo inmediato. Se acerca un hombre, escoltado por varios guardias. Leovigildo le observa con detenimiento. Ese personaje es la segunda razón por la que ha salido a navegar por el delta, esta mañana desabrida de finales del invierno.

Es flaco, de ropajes grises y barba inculta. Se le viene a la mente un hurón. ¿Por qué? ¿Cuáles son las cualidades de los hurones? Son duros, correosos, rápidos, escurridizos… Sí. Es de suponer que ese hombre que se aproxima tenga algo de todo eso. Lo necesita para salir con el pellejo intacto en su oficio.

—Sisberto. ¿Qué opinas de ese?

El aludido, que está de pie junto a la silla, no mueve un músculo.

—No me gusta.

—¿Por qué?

—Los espías no me gustan.

No responde nada a eso el rey. ¿Para qué? Hace tiempo que renunció a extirpar ciertos prejuicios de las molleras de sus nobles. Antes le irritaba. Ahora suele pensar que casi mejor así: más ventaja que tiene sobre ellos.

A diferencia de los nobles godos, conoce la utilidad que tienen los espías. Un buen agente confidencial vale tanto como toda una milena
[48]
. Los tópicos presentan a los espías como traicioneros y cobardes. Pero sabe Leovigildo que entre ellos hay hombres muy valerosos. En cuanto a lo de traicioneros…, lo que en última instancia le importa de ellos es la cantidad y la calidad de la información que puedan suministrarle.

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