Última Roma (53 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Cruje la nieve bajo los cascos de los caballos. Oyen correr el agua bajo la costra helada. Es ya nieve traicionera: firme a la vista y sin embargo es una corteza. Se derretirán y, cuando eso ocurra, ese paisaje único, blanco, maravilloso a ojos de Hafhwyfar, se esfumará como si nunca hubiera existido.

—Cuidado —advierte él—. Ahí está hueca.

Ella no ve nada raro donde le señala, pero ni se le ocurre dudar. Aparta a su caballo, antes de mirar a lo lejos. La nieve resplandece sobre los llanos con tanta fuerza que obliga a achicar los ojos. Allá en la distancia, el viento alza nieve en polvo.

—La nieve es hermosa, pero puede ser terrible.

—¿Por qué? —No aparta él los ojos de por dónde pisa su caballo—. ¿Ya no te gusta la nieve?

—Mucho. Es un milagro. Pero eso no quita para que sea también terrible.

Está pensando en las familias que han muerto de hambre en sus cabañas, los sin tierra que ha visto congelados al borde del camino, los viajeros atacados por los lobos. Mayorio comenta:

—Puede. Pero también protege. Con el deshielo se abrirán las puertas de la guerra. Los caminos volverán a ser transitables. Crecerán los pastos y eso dará alimento a los caballos. Y los ejércitos podrán moverse.

Esas palabras conjuran en la mente de ella una escena. Una de jinetes acorazados, de infantes con grandes escudos, todos en marcha por un mar de hierbas verdes salpicadas de flores blancas, amarillas, rojas, moradas…

Cabalgan un buen rato callados, atentos a por donde pisan los caballos. Les acompañan el silencio, el resoplar de las monturas, los crujidos del hielo, gritos sueltos de aves.

—Mayorio. ¿No temes el momento de la guerra?

Él, sin apartar los ojos de la nieve, sonríe como si le hubiera enternecido la pregunta. Y ella se llena de calor por dentro.

—No. ¿Por qué? Si la guerra es mi vida. Aparte de eso, poco sé hacer.

—Eso no es cierto.

—Sí lo es. Sin la guerra, no sé qué sería de mí. Además, estoy harto de invierno. Echo de menos la acción.

Ella avanza su montura para ponerse a su par. ¡Son tan distintos! Esa respuesta no ha sido una baladronada. La cultura de este hombre es la guerra. Vive por y para ella.

¡Qué paradoja! Mayorio encarna todo lo que le enseñaron a aborrecer. Además, ella desea la paz. Y, lo que es más importante, sabe que podría ser feliz toda la vida al lado de este hombre. Feliz de estar juntos, en paz, sin más sobresaltos que los disgustos de lo cotidiano.

Sabe también que no es posible. Hay un destino escrito para ellos dos, y ese destino se aproxima. Su relación es como un reloj de agua: contiene una cantidad concreta de líquido que gotea hasta llegar al momento señalado. Mayorio tal vez malinterpreta su mutismo, porque le pregunta a su vez:

—¿Temes tú a la guerra? Sonríe ella como una gata.

—No. Mientras estemos juntos, no temo a nada que me pueda traer el futuro. Con seguir contigo me vale. Prefiero tenerte en la guerra que estar lejos de ti en la paz.

No contesta él y ella vuelve a pensar en el invierno y la nieve. Se acaba el primero, desaparece la segunda. Se le ocurre que su reunión ha sido como este invierno. Un instante congelado que ahora, gota a gota, se dirige a su final. No está escrito que estén nunca mucho tiempo juntos. Les está negado el envejecer tranquilos el uno al lado del otro.

* * *

A varios cientos de pasos, el bardo Maelogan les observa. Está en la cima de un cerro arbolado, lo que hace que no le hayan visto. Mejor así. Ve cómo cabalgan. Ve cómo discuten, cómo ríen. Y todo ello le mueve a reflexión.

Subió hace rato, a estar a solas con el frío, la nieve, el aire y el sol. Y no se ha resistido a reunir algo de ramaje para encender una fogata. El fuego, en un día claro como este, tiene siempre algo de especial. Sus llamas son casi traslúcidas y, al observarlas, es fácil preguntarse sobre los aspectos más sutiles de la Creación.

En ello estaba cuando vio a la pareja allá a lo lejos, con sus caballos. Y ese avistamiento no puede ser interpretado como casualidad por alguien como Maelogan, cuya mente trabaja tanto los mitos como las evidencias de los sentidos. Él sabe. Sabe más allá de toda duda que su destino está ligado a esa pareja. Que parte de su misión en la vida era propiciar su encuentro. Era su destino propio, como lo era no poder tener a Claudia Hafhwyfar. Hecho está y no le pesa, aunque le embargan aprensiones negras.

—Esos dos fueron hechos el uno para el otro. No se entiende a él sin ella, ni a ella sin él. Son como la hoja y el puño de la espada.

Así le habla al fuego. Rompe un par de ramas y las arroja a la hoguera.

—No hay más que verlos. Cualquiera con ojos en la cara se da cuenta de que son tan felices como les está permitido a los humanos. Estaba escrito su encuentro y estaba escrito que yo pusiera mi grano de arena en ello. Tal vez solo por eso mi destino me trajo a estas tierras.

Observa las llamas casi invisibles con los labios fruncidos.

—Pero siento algo malo, fuego. ¿Por qué si este encuentro estaba señalado siento que algo me recome por dentro?

Mira las llamas, siente su calor, y su ir y venir le da la respuesta que ya sabía. Los marcados para reunirse lo están porque ya estuvieron juntos y se separaron. Y, al igual que ha de producirse la reunión, ha de hacerlo de nuevo la separación. Nada permanece, nada es estático. No existe la inmovilidad en la naturaleza. Aun las montañas cambian.

Observa a la pareja que cabalga por la nieve, el uno de sago oscuro y la otra de manto a rombos de colores.

—Ya veo que la historia de esos dos no acaba en este encuentro. El ciclo de la vida sigue y habrá más separaciones y reuniones en futuros por venir.

Arroja otra rama al fuego, meditabundo.

—Y tal vez esté ahí Maelogan para cumplir su parte en su historia.

Ahora ya entiende esa mala sensación. Esa pareja está rozando en estos momentos el Cielo. La próxima vuelta de la rueda les llevará a la boca de los Infiernos. Es la ley de la vida. Y le desazona saber que, al haber propiciado su reunión, también lo ha hecho con su futura separación.

Pretende echar más ramas al fuego, pero no quedan. Mete las manos en el manto y murmura ese dicho indígena:

—Quien te trae carbón, te anuncia el invierno.

La provincia de Spania III (vídeo)

Campos Góticos

Crona se ha adormilado cerca del brasero. Lleva sentada toda la tarde en su recámara más íntima, esa a la que nadie accede, en la villa de los Campos Góticos. Ahí está a solas con sus fantasmas y recuerdos, sin guardias ni damas de compañía. Ahí puede reflexionar sin temor a ser interrumpida.

Le saca del sueño unos golpes en la puerta exterior. Abre los ojos sobresaltada. La habitación sigue al resplandor de los rescoldos. Por instinto, mira a todos lados. Las esquinas están vacías. No hay aparecidos en los rincones. Se queda sentada, sintiendo el corazón desbocado en el pecho.

Vuelven a llamar. Quien sea, golpea con tanta fuerza que la puerta retiembla. Luego paran y ella se incorpora despacio.

Esa habitación a la que gusta de retirarse está en la zona trasera de la casa, apartada de otras estancias. Es recámara de dos puertas. Echa una ojeada a la puerta interior. Ahí, del otro lado, sí que hay guardias armados.

Es extraño que no hayan llamado a su vez para ver qué ocurre. Debieran haber oído los golpes en la puerta exterior. O tal vez no.

Por tercera vez aporrean la puerta exterior. Se agitan con estruendo puerta y tranca. Es un llamado que de alguna forma transmite una sensación de urgencia. Se acerca a la puerta. Los golpes cesan.

Abre. No le sorprende que no haya nadie fuera. Ya sabía ella que el que llamaba no era de envoltura carnal. Además, lo que importa es el motivo por el que le ha acuciado a abrir.

Llueve. Estaba tan aturdida por lo brusco del despertar que hasta ese instante ni había oído el susurro del agua. Pero sí, está lloviendo; sin violencia pero de manera torrencial. Una lluvia fría de gota gruesa que está deshaciendo los últimos parches de nieve.

¿Será por eso que han llamado a su puerta? Recorre con la mirada los campos que rodean a la villa. No. No ha sido por eso.

A través de las cortinas de lluvia, ve cómo por el camino se acerca toda una comitiva. Vienen a caballo, en columna. Pese al diluvio, traen estandartes desplegados. Incluso a esa distancia y aunque las enseñas cuelgan empapadas, no tiene ningún problema en intuir que los que llegan son emisarios del gran rey.

Así que por eso llamaron a su puerta los muertos. Alguien golpea la puerta interior. Ni se gira. Sabe que son guardias o sirvientes, o los administradores de la casa y las tierras. Han corrido a avisarla de que se aproxima esa columna.

Llegan tarde. Ya otras manos inmateriales tocaron antes a su puerta.

Parada en el quicio, entre el murmullo del agua, contempla a la treintena larga de jinetes con lanzas en alto y estandartes mojados. Sabe que debiera retirarse, cambiarse de ropa para recibir a los emisarios. Pero no es capaz de moverse. No de momento. Y se queda aún largo rato en el umbral, observando.

PRIMAVERA

Los visigodos (Wpedia)

Campamento romano,
próximo a la ciudad de Cantabria

No es la primera vez que Cloutos acude al
scriptorium
del bandon. Si hoy llega algo inquieto es por la brusquedad con la que le han convocado. Y cuando al entrar descubre que le esperan dentro el
comes
Mayorio y su
vicarius
Balambor, le flojean las piernas.

¿Qué habrá ocurrido? ¿Por qué le han llamado? Además, no hay escribientes. Solo los dos oficiales superiores y eso no es normal. No a estas horas. Esta dependencia es, tras el refectorio, la más grande de este campamento que están construyendo con sus propias manos. Siempre hay aquí alguien, despachando asuntos de intendencia.

Balambor indica a los tres convocados —el decenario Sabiniano, el
semissalis
Gregorio y el propio Cloutos— que entren. El
vicarius
tiene la virtud de ponerle nervioso y no a causa de su apariencia exótica. A algunos reclutas les produce desazón, casi temor supersticioso, su piel de color barro y sus ojos rasgados. Pero no a Cloutos. En la Sabaria vivían, deben de vivir todavía, unas pocas familias que descienden de los alanos invasores de hace dos siglos. Algunos nacen todavía muy rubios, y otros con los mismos ojos almendrados de este hijo de hunos y sármatas.

Lo que incomoda al joven, lo que hace que a menudo se sienta inseguro en su presencia, es lo imprevisible de su carácter, así como su extraño sentido del humor y lo hermético que resultan a veces sus designios. También esa forma de mirar que tiene, con esos ojos negros, que parecen capaces de hurgar en el alma de sus interlocutores.

En estos momentos además no hace falta mucho para causar zozobra en su ánimo. Ha dormido poco y mal. Ha tenido malos sueños, aunque no consigue recordarlos. Pero lo que ahora le tiene en vilo no es lo que pudo soñar anoche y sí que Gregorio le ha sacado del establo, donde estaba limpiando. Serio, sin las pullas con que suele adornar su conversación, le informó de que requerían la presencia de ambos en el
scriptorium
y de inmediato.

Su inquietud no hizo sino aumentar cuando, antes de llegar al barracón, se les unió el decenario Sabiniano. Inquietud porque Sabiniano es su mando directo, pese a que la mayor parte del tiempo lo haya pasado con el
semissalis
en descubiertas y misiones.

Y aquí están los tres ahora. Gregorio no ha dejado que Cloutos se quite siquiera la túnica gris y áspera de faena. El
comes
y su
vicarius
están de pie junto a una de las mesas de los escribientes. Pero ahora no hay sobre ese tablero ni cálamos ni tintas ni pliegos. Sólo un lienzo de tela roja que cubre algo. Cloutos no acierta a averiguar qué pueda ser ese algo, o si se trata de uno o varios objetos. Lo cierto es que se encuentra tan intimidado que no se atreve a echarle más que una única mirada fugaz.

Qué extraño que les hayan convocado en este sitio. También lo es que a estas horas no esté aquí ni uno de los
comites
que ofician de escribientes. Y ya extraordinario resulta que el
comes
no les haya dirigido ni una mirada cuando entraron, ni prestado atención más allá de responder a su saludo.

Anonadado le deja lo que le dice a Gregorio.

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